estrellas. Nuestros vacíos se asoman a su abismo en una perfecta reciprocidad. Aprecio el deseo de cada uno de ellos de ser otro, de estar a punto de serlo. Si no mudan es por vergüenza y por respeto a la domesticidad que acordamos hace tiempo. Como yo con esa máscara de Hombre Lobo. La rescataré de un almacén de Amazon y la haré sentir importante, la encarnaré en un cuento, en esto que cuento.
La materia es energía, de acuerdo, pero también poesía. Es cuestión de saber usar la herramienta adecuada.
Entonces recuerdo que Lobo es precisamente el heterónimo que usa Cortázar (y que adopta su compañera de viaje y esposa Carol Dunlop) para referirse a sí mismo durante el viaje que les llevó a lo largo de la autopista París-Marsella, y que tuvo lugar del 23 de mayo al 23 de junio de 1982. Recorrido que fue plasmado a cuatro manos en las páginas de ese libro absolutamente singular que es Los autonautas de la cosmopista.
El mundial de fútbol en España transcurrió del 13 de junio al 12 de julio de 1982. Ni Julio Cortázar ni Carol Dunlop mencionan una sola palabra en relación al fútbol en su libro. El 20 de junio España vence a Yugoslavia por 2 a 1. Yo estaba cenando en la terraza de mi casa, rodeado de jazmines y nísperos, celebrando el gol de Juanito mientras Julio y Carol hacían el amor en su autocaravana aparcada en un paradero de Murieres, cerca de Avignon. El hecho de saber lo que hacíamos en ese preciso momento, Carol, Julio y yo, hace que me sienta más cerca de ellos, que nuestros destinos intersequen de alguna manera, como si Julio y Carol fuesen unos parientes lejanos y excéntricos cuya historia reaparece periódicamente en las reuniones familiares.
Sentarse a escribir es algo así como concertar una cita con uno mismo, para contarse usando la propia máscara o la de un repertorio más o menos extenso. Puede resultar paradójico eso de darse cita frente al teclado, mirarse en la pantalla como en un espejo deformante. Pero a veces uno queda consigo mismo y comparece otro, y entonces es cuando la cosa se pone interesante y una chispa venida de no se sabe dónde acude a las yemas de los dedos.
Las cosas están continuamente aconteciendo. No son, actúan. Mantienen un diálogo hecho de colores, de energía y texturas. El guión carece de restricciones, salvo las que impone el propio escenario. Están la actriz (blancura relumbrante) taza de café, la actriz (lección de geometría) mesita nazarí, el actor (adicción fototrópica) poto, el actor (enterrador de alientos) cenicero, el actor (Aleph anonadante) PC, el actor (mansa chaladura) lector… Estoy unido a cada una de ellas por diferentes grados de afecto. Guardo por todas idéntico respeto. Me gusta pensar que yo formo parte del espectáculo, que no representan su papel para mí sino que soy parte de la escena. Y el papel que me ha tocado en suerte es el de acompañarlas durante el tiempo que dure mi vida, testimoniar su mudanza. Antes de marcharme espero haber dejado algo en ellas. Las cosas (la gran mayoría de ellas, al menos) nos sobrevivirán. Ellas forman parte de nuestro legado. Son nuestras herederas. En las cosas se cifra el paraíso donde salvarnos o el infierno al que seremos condenados.
LICANTROPÍA
Recién ahora recuerdo el sueño de anoche. Fue un sueño etimológico. Alguien me explicaba el origen de la palabra gallo (el pescado, no el ave). Según mi informante onírico, todo viene de los antiguos censos medievales. A veces los siervos estaban obligados por enfiteusis a entregar un gallo (el ave) mensualmente al señor a cambio de trabajar su tierra. En las zonas costeras, sin embargo, era más fácil para algunos siervos disponer de ciertos peces que de animales de corral para dar satisfacción al censo impuesto por su señor. De ahí que muchos señores toleraran e incluso aprobaran con gusto la sustitución del animal de corral por el marino. Y así, por elemental metáfora trófica, los señores empezaron a reclamar ‘el gallo’ (pescado) a sus siervos dedicados a la pesca. Y de ahí en adelante.
Consigno mis sueños a pesar de que soy consciente de ese lugar común según el cual los sueños carecen de todo interés narrativo. Incluso en la narrativa cotidiana, sin pretensiones literarias. Yo opino distinto. Los sueños son la baliza, la estación meteorológica que aporta los datos a partir de los cuales se puede predecir ese sistema caótico que es el imaginario colectivo.
Imagino una web donde cualquier ser humano pudiese transcribir sus sueños. Cada día el Big Data crecería alimentado por millones y millones de sueños procedentes de todos los lugares del planeta. Los analistas estudiarían los datos, tratando de extraer patrones reconocibles, los miedos y deseos que mueven el mundo, usando las armas de la estadística y la poesía. Esa web acabaría siendo muy importante, la más importante, de hecho; mucho más que Facebook o Twitter.
Escribir bien no tiene mérito. Escribir bien es un asunto estadístico. Hay un porcentaje de la población dotado para escribir (más o menos el mismo porcentaje que el que hace puzles o malabares o tiene una enfermedad rara), y punto. El canto del mirlo es hermoso, pero nadie lo soporta demasiado tiempo sin caer en el aburrimiento. Lo extraordinario sería que un pájaro que no está especialmente dotado para el canto sintiese la necesidad de inventarse uno, con sus ritmos, sus cadencias, su trémolo, sus modos de seducción, sus estrategias para desorientar a los depredadores. Un ave así haría enrojecer de envidia al más virtuoso de los ruiseñores.
La escritura no es en mi caso instintiva, como tampoco lo fue la afición al tabaco. No escribí nada hasta los veinte años. Empecé a fumar y a escribir a esa edad porque pensé que ambas acciones podrían suponer una especie de llave mágica para abandonar el callejón sin salida en el que preveía que podía convertirse mi vida. La literatura y el tabaco son por tanto vicios adquiridos. Como todo aquello que depende de la cultura y no del instinto, pienso que podría dejarlos a ambos, incluso simultáneamente, del mismo modo en el que llegaron, siempre que pudiera superar el síndrome de abstinencia. Me pregunto cuál de ambos síndromes sería mayor, si el de la literatura o el del tabaco. Ambas, la escritura y el tabaco, constituyen una adicción y, como tal, pueden manejar nuestra voluntad con un ímpetu todavía más incoercible que el que emana del código genético.
La impotencia es solo una cara de la moneda, la imposibilidad de satisfacer a la persona que se ama. Pero hay otra cara, tanto o más inquietante, y es la incapacidad de darse satisfacción a uno mismo. ¿Acabaría convirtiéndose –me pregunto– el orgasmo en un recuerdo más, candidato al olvido? Tarda uno años en encontrar el camino del orgasmo, en aislarlo, en dotarlo de intensidad, en convertirlo en un elemento puro desprovisto de azar y de confusión. Con el transcurrir del tiempo aprendemos a buscarlo, ejecutamos los pasos de un ritual, una mecánica que creemos infalible; seguimos un rastro que no sabemos si es un largo ascenso o un costoso descenso, en persecución de algo precioso agazapado en las entrañas, una maravilla que dura apenas lo que tarda en escurrirse un puñado de arena de entre las manos.
El timbre me saca de mis pensamientos. Probablemente sea el mensajero. Abro la puerta y, en efecto, ahí está, con el paquete entre las manos. Amazon es la encarnación del mal. Al igual que el mal, es rápido, omnipresente e imposible de derrotar. Abro la caja de cartón. Es mi máscara. Me la pongo frente al espejo. Tenemos un aspecto espeluznante. Juntos formamos una combinación explosiva. Regresamos, mi máscara y yo, junto al teclado. Aullamos y siento cómo a mi alrededor se estremecen la telaraña, la mesa nazarí y el cenicero. Sé lo que piensan. Si yo puedo ser otra cosa entonces ellos también, parecen decir. Traman la mudanza de sus actos. La mesa acrecienta su brillo respondiendo a la luz que penetra por los ventanales. La telaraña siente deseos de ser arpa. La ceniza ya no es una masa indistinta de polvo sino un acúmulo de polillas desecadas. Mis pulmones custodian el polvo de sus alas.
Poco a poco las cosas se remansan. Me deshago de la máscara para ver cómo los objetos sestean a mi alrededor, emitiendo pulsos de ondas, cifrando un mensaje imperceptible, como mudas chicharras bajo la solana.
Aunque no son solo los objetos. En realidad las emociones pueden ser tan objetivas como las cosas que nos rodean. Consiste en colocarse al otro lado de la piel y contemplar desde allí el paisaje de nuestros sentimientos, el germen del que brotan nuestros (aunque tal vez resulte inadecuado llamarlos nuestros, del mismo modo en el que no son nuestros los árboles, ni los pájaros, ni los edificios que asoman al otro lado de la ventana) pensamientos.
Si busco al protagonista de la historia de mi vida, entonces