Roberto Arlt

Los Lanzallamas


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señoras, que le ofrecen un ramo de flores a una primera actriz.

      –No, no, la vida tiene que ser otra. Lo evidente es su crueldad. Unos se comen a los otros. Es lo evidente. Lo real. Los únicos que escapan a esta ley de ferocidad son los ciegos y los locos. Ellos no devoran a nadie. Se les puede matar, martirizar. No ven nada los pobrecitos. Oyen los ruidos de la vida como un encalabozado la tormenta que pasa.

      »¿Qué es lo que se opone, por otra parte, a que me case con la Cieguita? Sería el día más feliz, más brutalmente extraordinario de su vida. Supongamos que yo pudiera convertirme en Dios. ¿Qué haría yo? ¿A quién condenaría? ¿Al que hizo mal porque su ley era hacer mal? No. ¿A quién condenaría, entonces? A quien habiendo podido convertirse en un Dios para un ser humano, se negó a ser Dios. A ése le diría yo: ¿Cómo? ¿Pudiste enloquecer de felicidad a un alma y te negaste? Al infierno, hijo de puta.

      Haffner se detiene y observa.

      Entre la blancuzca suciedad de muros antiguos y que conservan rectangulares rastros de piezas de inquilinato, eliminadas por la demolición, trabajan en las grúas hombres rubios de traje azul. Los camiones van y vienen cargados de greda. En la calzada, autos a los que les falta el cuarto de baño para ser perfectos, con chóferes tan graves como embajadores de una potencia número 2, conducen en sus interiores mujercitas preciosas, perfil de perro y collares de cuentas gordas como las indígenas del Sudán Negro.

      –Yo puedo convertirme en un Dios para la Cieguita. Puedo o no puedo. Claro que puedo. “Fioca” con todos los agravantes, puedo convertirme en un Dios para la Cieguita. Al convertirme en un Dios para la Cieguita, dejo de ser el marido de la Vasca, de Juana y de Luciana. Además, la Cieguita no necesita saber nada de estas cosas. Ni yo decirles a esas vagas que me “rajo”. Puedo traspasarlas con una simple documentación. Mosió Yoryet me compraría inmediatamente a Luciana. La Vasca podría endosársela a Tresdedos. La ropa que tiene Juana vale mil pesos. ¿Quién no paga dos mil pesos por Juana? Habría que estar loco para no cerrar trato al galope. En última instancia, que se arreglen. Yo no voy a ser más rico ni más pobre con diez mil pesos. Podríamos ir al Brasil, aunque el Brasil me pone triste. Nos iríamos a París. Compraríamos alguna casita en el arrabal, y yo leería a Víctor Hugo y las macanas de Clemenceau.

      »Bueno, lo indispensable ahora es casarse con la Cieguita. Lo siento en el alma; es como un fervor… no de sacrificio, yo soy un hombre positivo…, sino de felicidad, de vida limpia. Aquí todos vivimos como puercos. Erdosain tiene razón. Hombres, mujeres, ricos, pobres, no hay un alma que no esté enmerdada. Al campo tampoco iría. A un pueblo de campo, no. Al campo, al campo sí. Podría tener una chacra y entretenerme… ¡cómo le va a gustar a la Cieguita el proyecto de la chacra! Me voy a fijar en los avisos de “La Prensa”. Una chacra que tenga muchos árboles frutales, vacas con cencerro y una noria. La noria es indispensable. El alma se me limpiaría junto a un árbol en flor. Una estrella vista entre las ramas de un duraznero parece una promesa de otra vida. La chacra no impediría que la Cieguita tocara el violín. Viviríamos solos, tranquilos… ¿Acaso la vida es otra cosa que la aceptación tranquila de la muerte que se viene callando?

      Ahora el Rufián va a lo largo de vitrinas inmensas, exposiciones de dormitorios fantásticos de maderas extravagantes; dormitorios que hacen soñar con amores imposibles a los muchachos de tienda que llevan del brazo a una aprendiza pecosa cuyo ideal, como el título de un fox trot, podría ser: “Te amaría en una voiturette de 80 H.P.”.

      Los letreros tubulares se encienden y se apagan. Los baldíos negrean de automóviles custodiados por guardianes cojos o mancos.

      Dos hombres correctamente vestidos caminan tras de Haffner, manteniendo siempre una distancia de cincuenta metros. Cuando el Rufián se detiene, ellos hacen alto para encender un cigarrillo o cruzan la vereda.

      Las calles son ahora sucesiones de jardines sombríos, con pinos funerarios que el viento dobla, como en las soledades del Chubut. Criados con saco negro y cuello palomita levantan la guardia frente a las negras y marmóreas guaridas de sus amos. Ruedan automóviles silenciosamente. Los dos desconocidos caminan en silencio tras de Haffner, que a su vez persigue a la Ciega en su imaginación.

      –Los que deben tener una sensación precisa de la muerte deben ser los ciegos. Supongamos que yo la quiera ahogar a la Cieguita. Ella se daría cuenta. Lo presentiría.

      El Rufián pasa por la vereda frontera sin distinguir a los dos individuos que cruzando la calle le siguen rápidamente. De pronto tres estampidos llenan la calle de humo. Haffner gira vertiginosamente sobre sus talones, divisa dos brazos esgrimiendo pistolas. Instantáneamente adivina la nada. Quiere putear. Nuevamente, a destiempo, dos estampidos perforaron con manchas bermejas la oscuridad. Una quemadura en el pecho y un golpe en el hombro. Más cercana retumba otra explosión en su oído y cae con esta certeza:

      –¡Me jodieron!

      1. Nota del comentador: Erdosain se mudó a la pensión en la cual vivía Barsut más o menos dos días después del secuestro de éste. Investigaciones posteriores permitieron comprobar a la policía que Erdosain ni por un momento se cuidó de ocultar su dirección, pues escribió una carta a la dueña de la casa que ocupaba anteriormente, suplicándole diera su cambio de domicilio a cualquier persona que preguntara por él.

      2. Nota del comentador: El comentador de estas confesiones cree que la hipótesis de Haffner respecto al inconfesado crimen de Erdosain es exacta. De otra forma es incomprensible su sistemática búsqueda de semejantes estados degradantes.

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