Roberto Arlt

Los Lanzallamas


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no se ha olvidado.

      –Se ha vuelto loco, Haffner…

      –Erdosain, permítame… Algo conozco a los hom­bres. Usted desde hoy que está cambiando de color. Tiene la boca reseca, a momentos le tiemblan los la­bios… Si le molesta la conversación, cambiemos de tema.

      –Es que yo no puedo permitir que usted se quede con esa convicción.

      –De esa manera no hay discusión posible…

      –Naturalmente.

      –Ahora también se explicaría su angustia… Esa an­gustia de la que usted hablaba…

      –Perfectamente… Cambiemos de tema.

      Quedaron durante algunos minutos silenciosos. Erdosain, cruzado de piernas, las manos sobre el pecho, miraba al suelo; luego dijo:

      –¿Sabe una cosa, Haffner? A momentos se me ocurre que el sentido religioso de la vida consistiría en ado­rarse infinitamente a uno mismo, respetarse como algo sagrado…

      –¡Ep!… ¡Ep!…

      –No entregarse sino a la mujer que se ama, con el mismo exclusivo sentido con que lo hace la mujer al entregarse al hombre.

      –¡Hum!…

      –Observe usted… Pasa una prostituta que le agra­da, y la compra. Ese hecho es, en sí, una simple mas­turbación compuesta. Bueno, para el hombre que sostiene que yo digo la verdad. Si no, no sentiría ganas de me­terme un tiro en la barriga. Usted sabe que ahora no podrá vivir como antes; es inútil. Adentro le ha que­dado un gusano y, quiera que no, tendrá que ser per­fecto… o reventar…

      Haffner entrecerró los ojos, pensando: “Maldito sea el día que he conocido a este imbécil”. Se levantó, y mirando fieramente a Erdosain, dijo:

      –¡Salud!…

      –¿No se lleva la plata?…

      Haffner entrecerró los ojos, luego miró su reloj pulsera y, sin tenderle la mano a Erdosain, dijo:

      –Me voy… ¡Salud!…

      –¿No se lleva la plata que me prestó?

      –No, ¿para qué?… A usted le hace más falta. Hasta pronto.

      Y salió sin esperar contestación de Erdosain.

      Las diez de la noche. Erdosain no puede conciliar el sueño…

      Los nervios, bajo la piel de su frente, son la doliente continuidad de sus pensamientos, a momentos mez­clados como el agua y el aceite, sacudidos por la tem­pestad, y en otros separados en densas capas, como si hubiera pasado por el tambor de una centrífuga. Ahora comprende que bailen en él distintos haces de pensamiento, agrupados y soldados en la ardiente fun­dición de un sueño infernal. El pasado se le finge una alucinación que toca con su filo perpendicular el borde de su retina. El espía, sin atreverse a. mirar demasiado. Está atado como por un cordón umbilical al pasado. Se dice: “puede ser que mañana mi vida cambie”, pero es difícil, pues aunque el sueño termine por disolverse, siempre quedará allí en su interior un sedimento pá­lido: Barsut estrangulado, Elsa retorciéndose entre los brazos de un hombre desnudo.

      Mas de pronto se sa­cude: Barsut no existe, no existe ni como el pálido sedimento, y esta certidumbre no aliviana ni rompe el nudo que eslabona la franja de sus pensamientos, sino que introduce un vacío angustioso en su pecho. Este semeja un triángulo cuyo vértice le llega hasta el cuello, cuya base está en su vientre y que por sus catetos helados deja escapar hacia su cerebro el vacío redondo de la incertidumbre. Y Erdosain se dice: “Podrían di­bujarme. Se han hecho mapas de la distribución muscu­lar y del sistema arterial; ¿cuándo se harán los mapas del dolor que se desparrama por nuestro pobre cuer­po?” Erdosain comprende que las palabras humanas son insuficientes para expresar las curvas de tantos nudos de catástrofe.

      Además, un enigma abre su paréntesis caliente en sus entrañas; este enigma es la razón de vivir. Si le hubie­ran clavado un clavo en la masa del cráneo, más obsti­nada no podría ser su necesidad de conocer la razón de vivir. Lo horrible es que sus pensamientos no guar­dan orden sino por escasos momentos, impidiéndole razo­nar. El resto del tiempo voltean anchas bandas, como las aspas de un molino. Hasta se le hace visible su cuer­po clavado por los pies, en el centro de una llanura castigada por innumerables vientos. Ha perdido la cabeza, pero en su cuello, que aún sangra, está em­potrado un engranaje. Este engranaje soporta una rueda de molino, cuyo pistón llena y vacía los ven­trículos de su corazón.

      Erdosain se revuelve impaciente en su lecho. No le quedan fuerzas ni para respirar violentamente y bramar su pena. Una sensación de lámina metálica ciñe sus muñecas. Nerviosamente se frota los pul­sos; le parece que los eslabones de una cadena aca­ban de aprisionarle las manos. Se revuelve despacio en la cama, cambia la posición de la almohada, en­trelaza las manos por los dedos y se toma la nuca. La rueda de molino bombea inexorable en los ven­trículos de su corazón la terrible pregunta que bam­bolea como un badajo en el triángulo de vacío de su pecho y se evapora en gas venenoso en la vejiga de sus sesos.

      La cama le es insoportable. Se levanta, se frota los ojos con los puños; el vacío está en él, aunque él prefiere el sufrimiento al vacío.

      Es inútil que trate de interesarse por algo, sufrir por la desaparición de Hipólita, desazonarse por el destino de Elsa, arrepentirse de la muerte de Barsut, preocuparse por la familia de los Espila. Es inútil. El vacío auténtico, como un blindaje, acoraza su vida. Se detiene junto a una silla, la toma por el respaldar, hace ruido con ella golpeando las patas contra el piso; pero este ruido es insuficiente para desteñir el vacío teñido de gris. Deliberadamente hace pasar ante sus ojos paisajes anteriores, recuerdos, sucesos; pero su deseo no puede engarfiar en ellos, resbalan como los dedos de un hombre extenuado por los golpes de agua, en la superficie de una bola de piedra. Los brazos se le caen a lo largo del cuerpo, la mandíbula se le afloja. Es inútil cuanto haga para sentir remordimiento o para encontrar paz. Igual que las fieras enjauladas, va y viene por su cubil frente a la indestructible reja de su incoherencia. Necesita obrar, mas no sabe en qué dirección. Piensa que si tuviera la suerte de encontrarse en el centro de una rueda formada por hombres desdichados, en el pastizal de una llanura o en el sombrío declive de una montaña, él les contaría su tragedia. Soplaría el vien­to doblando los espinos, pero él hablaría sin reparar en las estrellas que empezaban a ser visibles en lo negro. Está seguro que aquel círculo de vagabundos comprendería su desgracia; pero allí, en el corazón de una ciudad, en una pieza perfectamente cúbica y sometida a disposiciones del digesto municipal, es ab­surdo pensar en una confesión. ¿Y si lo viera a un sacerdote y se confiara a él? Mas, ¿qué puede decirle un señor afeitado, con sotana y un inmenso aburri­miento empotrado en el caletre? Está perdido, ésa es la verdad; perdido para sí mismo.

      Una vislumbre de la verdad asoma su cresta en él. Con o sin crimen, ahora padecería del mismo modo… Se detiene y dice moviendo la cabeza:

      –Claro, sería lo mismo.

      Sentado en la orilla de la cama observa las venas borrosas en la superficie de las alfajías y repite: “Evi­dentemente, estaría en el mismo estado”. Lo real es que hay en su entraña, escondido, un suceso más gra­ve; no sabe en qué consiste, pero lo percibe como un innoble embrión que con los días se convertirá en un monstruoso feto. “Es un suceso”, pero de este suceso incognoscible y negro emana tal frialdad que de pronto se dice:

      –Es necesario que aprenda a tirar. Algo va a su­ceder.

      Revisa el revólver, estira el brazo en la oscuridad como si apuntara a un invisible enemigo. Luego guar­da el revólver bajo la almohada y de un salto se enca­rama, sentándose a la orilla de la mesa. Bambolea las piernas,