Roberto Arlt

Los Lanzallamas


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su alma. Erdosain trata de interpretar esos relieves borrosos de ideas, deseos tristes, llantos abor­tados; luego gira bruscamente sobre sí mismo y piensa:

      –¿Es necesario que me salve? ¿Que nos salvemos todos?

      Esta palabra, como la tempestad de Dios, arroja contra sus ojos visiones de caseríos poblados al rojo cobre, ventanucos en los que se recuadran rostros de condenados, mujeres arrodilladas junto a una cuna, puños que amenazan el cielo de Dios… y Er­dosain sacude la cabeza, semejante a un hombre que tuviera las sienes horadadas por una saeta. Es tan terrible todo lo que adivina, que abre la boca para sorber un gran trago de aire. Se sienta otra vez junto a la mesa… Ya no está en él, ni es él. Dirige en redor miradas oblicuas, piensa que es necesario descubrir la verdad, que aquél es el problema más urgente porque si no enloquecerá, y cuando ya retorna su pensamiento al crimen, su crimen no es crimen. Tra­ta de evocar el fantasma de Hipólita, pero una expe­riencia misteriosa parece decirle que Hipólita nunca estuvo allí, y siente tentaciones de gritar.

      Luego su pensamiento se interrumpió. Tuvo la sen­sación de que alguien le estaba observando; levantó la cabeza con lentitud precavida, y en el umbral de la puerta observó detenida a doña Ignacia, la dueña de la pensión.

      Más tarde, refiriéndose a dicha circunstancia, me decía Erdosain:

      –Cuando vi aquella mujer allí, inmóvil, espiándo­me, experimenté una alegría enorme. No sabía lo que podía esperar de ella, pero el instinto me decía que ambos deseábamos recíprocamente utilizarnos.

      Silenciosamente, entró doña Ignacia. Era una mu­jer alta, gruesa, de cara redonda y paperas. Su negro cabello anillado, y ojos muertos como los de un pez, unido a la prolongada caída del vértice de los labios, le daba un aspecto de mujer cruel y sucia. En torno del cuello llevaba una cinta de terciopelo negro. Unas zapatillas rotas desaparecían bajo el ruedo de su batón de cuadros negros y blancos, abultado extraor­dinariamente sobre los pechos. Soslayó el dinero, y pasando la lengua ávidamente por el borde de sus labios lustrosos dijo:

      –Señor Erdosain…

      Erdosain, sin cuidarse de guardar el dinero, se volvió.

      –¡Ah!, ¿es usted?

      –La señora que durmió aquí esta noche dijo que no la esperara.

      –¿Cuándo se fue?

      –Esta tarde. Hará tres horas.

      –Está bien.

      Y volviendo la cabeza continuó con­tando el dinero. Doña Ignacia, hipnotizada por el espectáculo, quedóse allí, inmóvil. Se había cruzado de brazos, se humedecía los labios ávidamente.

      –¡Jesús y María! Señor Erdosain, ¿ha ganado la grande?

      –No, señora…, es que he hecho un invento.

      Y antes de que la menestrala tuviera tiempo de asombrarse, él, que si minutos antes le preguntaran el origen de ese dinero no hubiera sabido qué contes­tar, sacó del bolsillo la rosa de cobre y, mostrándo­sela a la mujer, dijo:

      –¿Ve?… Esta era una rosa natural y mediante mi invento en pocas horas se convierte en una flor de metal. La Electric Company me ha comprado la patente de invención. Seré rico…

      La menestrala examinó sorprendida la bermeja flor metálica. Hizo girar entre sus dedos el tallo de alam­bre y contempló extasiada los finos pétalos metali­zados.

      –¡Pero es posible que usted…! ¡Quién iba a de­cir!… ¡Qué bonita flor! Pero, ¿cómo se le ocu­rrió esa idea?

      –Hace mucho tiempo que estudio el invento. Yo soy inventor, así como usted me ve. Posiblemente nadie me supere en genio en este país. Estoy predes­tinado a ser inventor, señora. Y algún día, cuando yo me haya muerto, la vendrán a ver a usted y le dirán: “Pero, díganos, señora, ¿cómo era ese mozo?”. No le extrañe a usted que salga pronto mi retrato en los diarios. Pero siéntese, señora. Estoy muy contento.

      –¡Bendito sea Dios! ¡Como para no estarlo! Ya me decía el corazón cuando lo vi a usted la primera vez que usted era un hombre raro.

      –Y si supiera usted los inventos que estudio aho­ra, se caería de espaldas. Esta plata que tengo aquí no es toda, sino una parte que me han dado a cuen­ta… Cuando la rosa de cobre se venda en Buenos Aires me pagarán cinco mil pesos más. La Electric Company, señora. Esos norteamericanos son plata en mano… Pero, hablando de todo un poco, señora, ¿qué le parece si me casara ahora que tengo dinero?… Yo, señora, necesito una mujercita joven… briosa… Estoy harto de dormir solo. ¿Qué le pa­rece?

      Se expresaba así, con deliberada grosería, experi­mentando un placer agudo, rayano en el paroxismo. Más tarde, el comentador de estas vidas supuso que la actitud de Erdosain provenía del deseo incons­ciente de vengarse de todo lo que antes había sufrido.

      Los ojillos de la mujer se agrisaron en destellos de podredumbre. Giró lentamente la cabeza hacia Erdo­sain y espiándolo entre la repugnante hendidura de sus párpados murmuró, con tono de devota que rehuye las licencias del siglo:

      –No se precipite, Erdosain. Vea que en esta ciu­dad las niñas están muy despiertas. Vaya a provin­cias. Allí encontrará jovencitas recatadas, todo res­peto, buen orden… abolengo…

      –El abolengo se me da un pepino. Lo que hay es que he pensado en su hija, señora.

      –¡No diga, Erdosain!

      –Sí, señora… Me gusta… Me gusta mucho… Es jovencita…

      –Pero demasiado joven para casarse. ¡Si recién tiene catorce años!…

      –La mejor edad, señora… Además, María necesita casarse, porque ya la he encontrado el otro día en el zaguán, con la mano en la bragueta de un hombre.

      –¿Qué dice?

      –Yo no le doy mayor importancia, porque en al­gún lado siempre se tienen las manos… No negará que soy comprensivo, señora…

      Con aspaviento de desmayo, reiteró la morcona:

      –¡Es posible, señor Erdosain!… ¡Mi hija con las manos en la bragueta de un hombre!… Nosotros so­mos de abolengo, Erdosain… De la aristocracia tucumana… No es posible… ¡Usted se ha confundido! ―dijo, y artificialmente anonadada comenzó a pasearse en el cuarto, al tiempo que juntaba las manos sobre el pecho en actitud de rezo.

      Erdosain la con­templaba inmensamente divertido. Se mordió los la­bios para no lanzar una carcajada. Innumerables obs­cenidades se amontonaban en su imaginación. Arguyó implacable:

      –Porque usted comprenderá, señora, que la bra­gueta de un hombre no es el lugar más adecuado para las manos de una jovencita…

      –No me estremezca…

      Erdosain continuó implacable:

      –Y la niña que es sorprendida con las manos en la bragueta de un hombre, da que pensar mal de su honestidad. ¿No le parece, señora?… ¿Puede alegar que ha ido a buscar allí rosas o jazmines? No, no puede.

      –¡Dios mío!… ¡A mi edad pasar estas vergüen­zas!…

      –Cálmese, señora…

      –No puedo concebir eso, Erdosain, no puedo. Vir­gen, yo me casé virgen, Erdosain.

      Grave como un bufón, Erdosain replicó:

      –Nada impide que ella lo sea… Dios mío… Yo no sé hasta ahora que ninguna mujer haya perdido su virginidad por solamente poner las manos en las partes pudendas de un hombre.

      –Y al hogar de mi esposo llevé mi abolengo y mi recato. Yo soy de la crema tucumana, Erdosain… Mis padrinos de boda fueron el diputado Néstor y el ministro Vallejo. Tanta era mi inocencia, que mi legítimo esposo, que en paz descanse, me llamaba la Virgencita. Yo era de fortuna, Erdosain. No confun­da porque nos ve en esta situación.