Creo en la sensibilidad de Erdosain. Creo que Erdosain vive por muchos hombres simultáneamente. ¿Por qué no se dedica a quererlo usted?
Hipólita se echó a reír.
–No… me da la sensación de ser una pobre cosa a la que se puede manosear como se quiere…
El Astrólogo movió la cabeza.
–Está equivocada de medio a medio. Erdosain es un desdichado que goza con la humillación. No sé hasta qué punto todavía será capaz de descender, pero es capaz de todo…
–Usted sabe lo de la criatura en una plaza… –y se detuvo, temerosa de ser indiscreta.
Habían llegado casi al final de la quinta. Más allá de los alambrados se distinguían oquedades veladas por movedizas neblinas de aluminio. En un montículo, aislado, apareció un árbol cuya cúpula de tinta china estaba moteada de temblorosos hoces verdes, y el Astrólogo, girando sobre los talones y rascándose la oreja, murmuró:
–Sé todo. Posiblemente los santos cometieron pecados muchos más graves que aquellos que cometió Erdosain. Cuando un hombre que lleva el demonio en el cuerpo, busca a Dios mediante pecados terribles, así su remordimiento será más intenso y espantoso… pero hablando de otra cosa… ¿su esposo sigue en el Hospicio?
–Sí…
–¿Usted venía a extorsionarme, no?
–Sí…
–¿Y ahora qué piensa hacer?
–Nada, irme.
Dijo estas palabras con tristeza. Su voluntad estaba rota. Súbitamente la luz oscureció un grado, con más rápido descenso que el de un aeroplano que se desploma en un poco de aire. El celeste del cielo degradó en grisáceo de vidrio. Nubes rojas ennegrecieron aún más el escueto perfil de los álamos en la torcida del camino. Una claridad submarina se volcaba sobre las cosas. Hipólita tenía los pies helados, y aunque, cerca de aquel hombre, su misteriosa castración interponía entre ella y él una distancia polar; era como si se hubieran encontrado caminando en dirección opuesta, en la curvada superficie del polo, y en el simple gesto de una mano hubiera consistido todo el saludo, en aquellas latitudes sin esperanza.
El Astrólogo, adivinando su pensamiento, dijo a modo de reflexión:
–Puse el pie sobre una claraboya, se rompieron los cristales, caí sobre el pasamano de una escalera…
Hipólita se tapó los oídos horrorizada.
–… y los testículos me estallaron como granadas…
Se rascó nerviosamente la garganta, chupó un cigarro, y dijo:
–Amiga mía, esto no tiene nada de grave. En Venezuela se cuelga a los comunistas de los testículos. Se les amarra por una soga y se les sube hasta el techo. Allá a ese tormento lo llaman tortol. Aquí a veces en nuestras cárceles, los interrogatorios se hacen a base de golpes en los testículos. Estuve moribundo… sé lo que es estar a la orilla misma de la muerte. De manera que usted no debe avergonzarse de haberme ofrecido la felicidad. Barsut me besó las manos cuando supo mi desgracia. Y lloraba de remordimiento. Bueno, él tiene mucho que llorar todavía en la vida. Por eso se salvó. ¿Quiere verlo usted?
–¡Cómo! ¿No lo mataron?
–No. ¿Quiere que lo llame para presentárselo?
–No, le creo… le juro que le creo…
–Lo sé. También sé que el amor salvará a los hombres; pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia. El que habla de amor y respeto vendrá después. Nosotros conocemos el secreto, pero debemos proceder como sí lo ignoráramos. Y Él contemplará nuestra obra, y dirá: los que tal hicieron eran monstruos. Los que tal predicaron eran monstruos… pero Él no sabrá que nosotros quisimos condenarnos como monstruos, para que Él… pudiera hacer estallar sus verdades angélicas.
–¡Qué admirable es usted! Dígame… ¿Usted cree en la Astrología?
–No, son mentiras. ¡Ah! Fíjese que mientras conversaba con usted se me ocurrió este proyecto: ofrecerle cinco mil pesos por su silencio, hacerle firmar un recibo en el cual usted, Hipólita, reconocía haber recibido esa suma para no denunciar mi crimen, presentarle luego a Barsut, con ese documento inofensivo para mí, pero peligrosísimo para usted, ya que con él yo podía hacerla a usted encarcelar, convertirla en mi esclava; mas usted me ha dado la sensación de que es mi amiga… Dígame, ¿quiere ayudarme?
Ella, que caminaba mirando el pasto, levantó la cabeza:
–¿Y usted creerá en mí?
–En los únicos que creo es en los que no tienen nada que perder –habían llegado ahora frente a la gradinata guarnecida de palmeras. El Astrólogo dijo–. ¿Quiere entrar?
Hipólita subió la escalera. Cuando el Astrólogo en el cuarto oscuro encendió la luz, ella se quedó observando encurioseada el armario antiguo, el mapa de Estados Unidos con las banderas clavadas en los territorios donde dominaba el Ku Klux Klan, el sillón forrado de terciopelo verde, el escritorio cubierto de compases, las telarañas colgando del altísimo techo. El enmaderado del piso hacía mucho tiempo que no había sido encerado. El Astrólogo abrió el armario antiguo, extrajo de un estante una botella de ron y dos vasos, sirvió la bebida y dijo:
–Beba… es ron… ¿No le gusta el ron?… Yo lo bebo siempre. Me recuerda una canción que no sé de quién será, y que dice así:
Son trece los que quieren el cofre de aquel muerto.
Son trece, oh, viva el ron…
El diablo y la bebida hicieron todo el resto…
El diablo, oh, oh, viva el ron…
Hipólita lo observó recelosa. El rostro del Astrólogo se puso grave.
–A usted le parecerá extemporánea esta canción, ¿no es cierto? –preguntó–. Yo la aprendí escuchándola de un chico que la cantaba todo el día. Vivía en el altillo de una casa cuya medianera daba frente a mi cuarto. El chico cantaba todas las tardes, yo estaba convaleciente de la terrible desgracia… Una tarde no la cantó más el chico…; supe por un hombre que me traía la comida que la criatura se había suicidado por salir mal en los exámenes. Era un hijo de alemanes, y su padre un hombre severo. No he visto nunca el semblante de ese niño, pero no sé por qué me acuerdo casi todos los días de aquella pobre alma.
Impaciente, estalló Hipólita:
–Sí, nada más que recuerdos es la vida…
–Yo quiero que sea futuro. Futuro en campo verde, no en ciudad de ladrillo. Que todos los hombres tengan un rectángulo de campo verde, que adoren con alegría a un Dios creador del cielo y de la tierra… –cerró los ojos; Hipólita lo vio palidecer; luego se levantó, y llevando la mano al cinturón dijo con voz ronca–. Vea.
Se había desprendido bruscamente el pantalón. Hipólita, retrayendo el cuello entre los hombros, miró de soslayo el bajo vientre de aquel hombre: era una tremenda cicatriz roja. Él se cubrió con delicadeza y dijo:
–Pensé matarme; muchos monstruos trabajaron en mi cerebro días y noches; luego las tinieblas pasaron y entré en el camino que no tiene fin.
–Es inhumano –murmuró Hipólita.
–Sí, ya sé. Usted tiene la sensación de que ha entrado en el infierno… Piense en la calle durante un minuto. Mire, aquí es campo; piense en las ciudades, kilómetros de fachadas de casas; la desafío a que usted se vaya de aquí sin prometerme que me ayudará. Cuando un hombre o una mujer comprenden que deben destinar su vida al cumplimiento de una nueva verdad, es inútil que traten de resistirse a ellos mismos. Solo hay que tener fuerzas para sacrificarse. ¿O usted cree que los santos pertenecen al pasado? No… no. Hay muchos santos ocultos hoy. Y quizá