Serguéi Dovlátov

Retiro


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Gannibal. Que los galones, imagínese, no son los que le corresponden. Que son los del general Zakomelsky5.

      —Pero ¿quién es realmente?

      —Parece que, realmente, es Zakomelsky.

      —Y entonces ¿cómo es que es tan… oscuro?

      —Combatió contra los asiáticos, en el sur. Y allí hace un calor horrible. Puede que tomase demasiado el sol… ¡Además, el tinte oscurece con el tiempo!…

      —¿De modo que hicieron bien quitándolo?

      —¡Qué más da! Gannibal, Zakomelsky… Los turistas quieren ver a Gannibal. Pagan por eso. ¿Quién demonios necesita a Zakomelsky? Pues bien, el director colgó a Gannibal… O sea, a Zakomelsky, haciéndolo pasar por Gannibal. Pero a alguien eso no le hizo gracia… Disculpe, ¿está usted casado?

      Galina Aleksándrovna pronunció esta frase al descuido y yo diría que con cierta timidez.

      —Divorciado —dije—. ¿Por qué?

      —Por si las chicas se interesan.

      —¿Qué chicas?

      —Ahora no están por aquí. La contable, la coordinadora, las guías…

      —¿Y a santo de qué podrían interesarse por mí?

      —Por usted, en particular, no. Se interesan por todos. Aquí hay muchas solteras. Todos los chicos han emigrado. ¿A quiénes ven nuestras pobres muchachas? ¿A los turistas? ¿Y a qué turistas? Ocho días suelen estar, en el mejor de los casos. De Leningrado vienen a veces a pasar un día nada más. Tres, a veces… ¿Se va a quedar usted mucho tiempo?

      —Hasta el otoño. Si todo va bien.

      —¿Dónde se ha alojado? ¿Quiere que le busque hotel? Tenemos dos, uno bueno y otro malo. ¿Cuál prefiere usted?

      —Eso —dije— tengo que pensármelo un poco.

      —El bueno es más caro —explicó Galia.

      —Perfecto —dije—, de todos modos no tengo dinero…

      Rápidamente llamó a alguna parte. Se pasó un rato tratando de persuadir a alguien. Finalmente el asunto quedó solucionado. En algún sitio apuntaron mi apellido.

      —Le acompaño.

      Hacía mucho tiempo que ninguna mujer manifestaba tanto interés por mi persona. Más tarde, ese interés se expresaría con intensidad mayor aún. Rozaría el acoso.

      Al principio lo atribuí a mi desdibujada personalidad. Luego me convencí de que en efecto tenía mucho que ver con la enorme escasez de varones en la zona. El tractorista patizambo del pueblo, con sus bucles de putón verbenero, aparecía siempre rodeado de admiradoras, tan pelmas como lozanas.

      —Me muero… cerveza… —diría en un susurro.

      Y varias muchachas saldrían corriendo a por cerveza para el tractorista…

      Galia cerró la puerta de la oficina. Nos dirigimos hacia el pueblo atravesando el bosque.

      —¿Ama usted a Pushkin? —preguntó de pronto.

      Por un segundo me quedé perplejo, pero atiné a contestar:

      —Sí… Me gusta… El jinete de bronce6. La prosa…

      —¿Y sus poemas?

      —Sus poemas tardíos me gustan mucho.

      —¿Y los primerizos?

      —Los primerizos también. —Me di por vencido.

      —Aquí todo vive y respira al compás de Pushkin, literalmente —dijo Galia—; cada ramita, cada hierbecilla. Es como si uno esperara verlo salir en cualquier momento, al doblar una esquina… El sombrero de copa, la esclavina, ese perfil suyo, tan familiar…

      Y en eso, al doblar la esquina, apareció Lénia ­Guriánov, el viejo chivato de la universidad.

      —¡Borka, polla de morsa! —aulló con ferocidad—. Pero ¿¡eres tú realmente!?

      Respondí con asombrosa cordialidad. Otro cabrón que me pilla desprevenido, pensé. Nunca los veo venir…

      —Sabía que estabas al caer —añadió, incómodo, Guriánov.

      Más tarde me contaron lo siguiente. A principios de temporada hubo una juerga. Una boda, el cumpleaños de alguien, qué sé yo. Asistía a ella un oficial local de la Seguridad del Estado. Mi nombre surgió en la conversación. Algún conocido observó:

      —Está en Tallin.

      —No, hace por lo menos un año que está en Leningrado —le replicaron.

      —Yo he oído que está en Riga, en casa de Krasílnikov…

      Se sucedieron más y más versiones. El chequista estaba liquidando su pato estofado con enorme concentración. Luego levantó un poco la cabeza y dijo sucintamente:

      —Nos consta que va a venir al parque Pushkin…

      —Tengo prisa, me esperan —dijo de pronto Guriánov, como si fuese yo quien lo retenía…

      Se dirigió a Galia:

      —Te veo más guapa. Te has arreglado los dientes, ¿verdad?

      Sus bolsillos parecían a punto de reventar.

      —Gilipollas… —dijo Galina con displicencia. Y después:— Si Pushkin levantara la cabeza…

      Tres establecimientos ocupaban la planta baja del hotel Amistad: una tienda de alimentación, una peluquería y un restaurante, el Ensenada. «Debería convidar a Galina para agradecerle sus atenciones», pensé. Pero apenas llevaba encima unos miserables rublos. El menor gesto podía desencadenar la peor catástrofe.

      No dije nada.

      Nos acercamos al mostrador, tras el que se agazapaba la gobernanta. Galia nos presentó. La mujer me alargó una llave maciza con el número 231.

      —Mañana se buscará una habitación —dijo ­Galina—. Puede que en el pueblo, puede que en Vorónich, aunque es caro… Quizá en alguna de las aldeas cercanas, en Sávkino o Gayki…

      —Gracias por su ayuda —dije.

      —Bien, pues… me voy.

      La frase terminaba con un signo de interrogación apenas perceptible, algo así como: «Bien, pues… ¿me voy?».

      —¿La acompaño?

      —Vivo en las afueras —respondió la mujer en tono enigmático.

      Y luego —clara y persuasivamente, quizás demasiado clara y demasiado persuasivamente:

      —No es necesario que me acompañe… Y que no se le pase por la cabeza que soy una de esas…

      Se retiró, irguiendo la cabeza con orgullo ante la gobernanta. Subí a la primera planta y abrí la puerta. La cama estaba cuidadosamente arreglada. El altavoz emitía un murmullo entrecortado. Algunas perchas se balanceaban en la barra del armario.

      En esa habitación, en esa estrecha barquilla, zarpaba yo hacia las ignotas costas de la independencia y de la soltería.

      Me duché, quitándome de encima el sedimento embarazoso de los desvelos de Galia, el poso de la húmeda estrechez del autobús, las costras de un festín que se había prolongado demasiados días.

      Mi humor mejoró sensiblemente. La ducha fría actuó como una llamada de alerta.

      Me sequé, me puse los pantalones de gimnasia y comencé a fumar.

      En el pasillo se podía sentir un ir y venir de pasos. De alguna parte llegaba una musiquilla. Bajo las ventanas se escuchaba un continuo circular de ciclomotores y camiones.

      Me tendí sobre la manta y abrí un tomito gris de Víktor