Serguéi Dovlátov

Retiro


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vi un retrato en color de Mao, tomado del semanario Ogoniok14. A su lado, Gagarin15 exhibía una amplia sonrisa. En el fregadero, entre los negros círculos del esmalte mellado, flotaban algunos macarrones. El reloj de pared estaba parado: la plancha que hacía las veces de péndulo yacía en el suelo.

      Dos gatas con aire de figuras heráldicas —una negra como el carbón y la otra de un color blanco sonrosado— se meneaban melindrosas sobre la mesa, merodeando alrededor de los platos. El dueño las ahuyentó, arrojándoles la primera bota que se le puso a mano. Saltaron pedazos de vajilla rota, y las gatas volaron a su rincón lanzando maullidos desgarradores.

      La habitación contigua era todavía más deprimente. La parte central del techo se cernía con aire amenazador. Dos camas de metal estaban abarrotadas de trapos y restos malolientes de carne de cordero. Por todas partes asomaban colillas y cáscaras de huevo.

      La verdad, estaba algo distraído. Si hubiera manifestado un sincero: «Verá, no acaba de convencerme…». Pero soy un intelectual, no tiene arreglo. De modo que emití un lírico: «¿Dan las ventanas al sur?».

      —Al sur, al mismísimo sur —coreó Tólik.

      A través de la ventana contemplé el baño en ruinas.

      —Lo importante —dije— es que tiene entrada aparte.

      —¡Aparte la tiene! —admitió Mijal Iványch—. Pero está atrancada.

      —Vaya. Una lástima.

      —Ein moment —dijo el dueño. Cogió carrerilla y abrió el portón de una patada.

      —¿Cuánto pide?

      —Bah. Nada.

      —¿Cómo que nada? —pregunté.

      —Lo que te digo. Me pasas seis botellas de brebaje y toda pa ti.

      —¿No podríamos ajustarlo más concretamente? Digamos… ¿veinte rublos?

      El dueño se quedó pensativo:

      —¿Cuánto es eso?

      —Lo dicho, veinte rublos.

      —¿Cuánto es eso en cogorzas a base de caldo de a uno cuarenta?

      —Eso son diecinueve botellas de clarete criminal. Un paquete de cigarrillos Belomor y dos cajas de cerillas —apuntó Tólik.

      —Y dos rublos de propina —precisó Mijal Iványch.

      Saqué el dinero.

      —¿Quieres echarle una ojeada al retrete?

      —Luego —dije—. Entonces, todo resuelto, ¿no? ¿Y la llave?

      —No hay llave —dijo Mijal Iványch—, me se perdió. Pero no te vayas, vamos los tres a echar un trago…

      —Tengo cosas que hacer en el centro turístico. Otra vez será…

      —Lo que quieras. Esta tarde pasaré por el campamento. Tengo que darle una patada en el culo a Lizka.

      —¿Quién es Lizka?

      —Es la socia. La mujer, digo. Trabaja de enfermera jefe en el campamento. Nos habemos separado.

      —¿O sea que va a pegarle?

      —¿Cómo así?… ¿A esa? A esa colgarla sería poco. Pero no me da la gana de meterme en líos. Querían quitarme la escopeta, porque dice que la amenacé con pegarle un tiro… Antes me ha parecido que eras tú el que venías a requisarme la escopeta…

      —¡Esa no se merece que te gastes ni un cartucho ni medio con ella!… —terció Tólik.

      —Hombre, eso sí es verídico… —admitió Mijal Iványch—. Pero igual da, la ahogaré con mis propias manos, si hace falta… Estuve con ella este invierno, que si patatín, que si patatán, de buenas, vaya… Y va y grita: «Ay, no, Míshenka, que no, ay, que me dejas…». Y luego me llama el comandante Dzhafárov y me dice: «¿Tu apellido?». Y le digo yo: «¡El potorro la yegua!». Quince días me metieron. Sin tabaco ni nada… ¿Y qué hostias más da?… ¡Mientras te tienen candao no hay que currar!… Lizka le escribió al fiscal un papel: «Meterlo padentro, decía, que me va a matar…». ¿Pero pa qué carajo iba yo a matarla, hombre?…

      —¡Con la bronca que armaría!… —apuntó Tólik. Y añadió: —¡Hala, vamos, que nos van a cerrar el garito!…

      Y los dos amigos —vivarachos, exultantes, agresivos, como las malas hierbas— enfilaron hacia las afueras…

      Yo me quedé en la biblioteca hasta que cerró.

      Tardé tres días en preparar una visita guiada. Galina me presentó a los que consideraba los dos mejores guías. Dimos con ellos una vuelta alrededor del parque, presté atención a sus explicaciones y tomé algunas notas.

      Integraban el complejo tres centros conmemorativos. Los dos primeros eran la casa y la hacienda de los Pushkin en Mijáilovskoie-Trigórskoie, que el poeta visitaba a diario y donde vivieron sus amigos. Y, el tercero, el monasterio con el panteón familiar de los Pushkin-Gannibal.

      La visita a Mijáilovskoie constaba de varias etapas. Historia de la hacienda. Segundo exilio del poeta. Arina Rodiónovna. Familia Pushkin. Amigos que lo visitaron durante su destierro. Episodio de los decembristas16. Y el gabinete del poeta, donde se exponía una pequeña selección de su obra.

      Busqué a la conservadora del museo y me presenté. Victoria Albértovna aparentaba unos cuarenta años. Falda larga con volantes, rizos desteñidos, un camafeo, sombrilla: todo un pretencioso cuadro de Benois17. Se cultivaba aquí expresa y deliberadamente el estilo aquel de la casi extinta nobleza provinciana. Cada empleado del museo manifestaba algún rasgo de dicho estilo. Uno se cubría el pecho con una mantilla gitana de tamaño descomunal. El otro se echaba a la espalda un elegante sombrero de paja. Al de más allá le había tocado en suerte un ridículo abanico de plumas.

      Victoria Albértovna charlaba conmigo con una sonrisa incrédula. Algo que me empezaba a resultar familiar. Todos los clérigos del culto pushkiniano eran asombrosamente celosos. Pushkin era su propiedad colectiva, su idolatrado amor, el hijo al que se vigila con ternura. Cualquier atentado contra ese santuario personal los sacaba de quicio. Se esmeraban tratando de poner en evidencia mi ignorancia, mi cinismo y mi codicia.

      —¿A qué ha venido? —preguntó la conservadora.

      —A sacarme una pasta —le dije.

      Victoria Albértovna por poco se desmaya.

      —Discúlpeme, es broma.

      —Aquí esas bromas están fuera de lugar.

      —Estoy totalmente de acuerdo. ¿Puedo preguntarle algo? ¿Alguno de los objetos expuestos es auténtico?

      —¿Acaso importa eso?

      —Opino que sí. Un museo no es un teatro.

      —Aquí todo es auténtico. El río, los montes, los árboles son contemporáneos de Pushkin. Son sus interlocutores y amigos. Toda la admirable naturaleza de estos parajes…

      —Me refiero a la exposición —la interrumpí—; en su mayor parte, el manual se refiere a ella con vaguedades del tipo: «vajilla encontrada en el entorno de la hacienda…».

      —¿Qué es lo que le interesa en concreto? ¿Qué le gustaría ver?

      —Pues… los objetos personales… Si los hay…

      —¿A quién dirige usted dicha reclamación?

      —¡No, no! ¡Yo no reclamo nada! Y menos a usted. Solo preguntaba…

      —¿Los objetos personales de Pushkin? El museo fue inaugurado decenas de años después de su muerte…

      —Así es —dije— como se hacen siempre estas cosas. Primero lo liquidan a uno, y luego se ponen a rebuscar entre sus objetos personales. Ocurrió con Dostoyevski, con Yesenin… Ocurrirá