Serguéi Dovlátov

Retiro


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mínimo, es del mismo periodo.

      —¿Y el retrato de Byron?

      —Es auténtico —dijo con satisfacción Victoria ­Albértovna—; fue regalado a los Vulf… Hay una inscripción… Pero, vamos a ver, qué caprichoso ha resultado usted. Objetos personales, objetos personales… Yo creo que eso revela un interés morboso, la verdad…

      Me sentí como un ladrón al que hubieran pillado saqueando un apartamento.

      —¿Y cómo va a ser posible —argumenté— un museo sin eso, sin ese interés morboso? El único interés sano que queda en el mundo es el que se le concede a un jamón…

      —Pero, ¿no le basta con la naturaleza? ¿No le basta con saber que él paseaba por estas colinas? Que se bañaba en este río… Que admiraba este maravilloso panorama…

      «¿Qué hago acosando a esta mujer así?», pensé.

      —Me queda claro —dije—. Muy agradecido, Vika.

      De repente se agachó, arrancó unas briznas de alfalfa silvestre y me azotó la cara con picardía. Rompió a carcajadas cortas y nerviosas y se marchó, recogiéndose un poco la maxifalda con volantes.

      Me uní al grupo que se dirigía a Trigórskoie.

      Los conservadores de la hacienda —un matrimonio— me cayeron asombrosamente bien. Al estar casados se podían permitir el lujo de ser cordiales. Polina Fiódorovna parecía mandona, dinámica y algo presuntuosa. Kolia parecía entumecido y confuso y se mantenía siempre en un segundo plano.

      Trigórskoie era un lugar apartado. Los jefes asomaban por aquí muy rara vez. La exposición estaba organizada con lógica y gracia. El Pushkin joven, unas guapas y deseables jovencitas, la atmósfera distinguida de los amoríos veraniegos…

      Di una vuelta por el parque. Luego bajé al río. En sus profundidades se distinguía el verde de los árboles hundidos. Por el cielo bogaban nubes ligeras.

      Me entraron ganas de bañarme, pero al rato llegó el autobús de línea.

      Me dirigí al monasterio de Sviatogorsk. A la puerta, unas viejas vendían flores. Compré unos tulipanes y subí caminando hasta la tumba. Unos turistas se fotografiaban ante la verja. Sus caras sonrientes eran repugnantes. Dos pobres diablos se acomodaron allí al lado con sus respectivos caballetes.

      Dejé las flores y me fui. Tenía que ver la exposición de la catedral Uspensky. En los frescos nichos de piedra resonaba el eco. Unas palomas dormitaban bajo las bóvedas. La catedral era auténtica, rechoncha y garbosa. En un rincón de la sala central rodaba calladamente una campana rota. Uno de los turistas la golpeó con una llave produciendo un considerable estruendo…

      En el altar lateral del sur vi el famoso dibujo de Bruni20. Allí mismo podía apreciarse también la blancura de la mascarilla funeraria. Dos cuadros enormes representaban la comitiva secreta y el entierro. Aleksandr Turguénev21 parecía una verdadera dama…

      Se acercó un grupo de turistas. Me dirigí hacia la salida, pendiente de las palabras del guía:

      —La historia de la cultura no ha conocido tragedia semejante… La autocracia, apoyada por una aristocracia servil…

      Por fin me instalé en casa de Mijal Iványch. Mishka bebía sin parar. Hasta el aturdimiento, la parálisis y el delirio. Debo precisar que deliraba exclusivamente a base de juramentos. Blasfemaba con el mismo sentimiento que exhibe un honorable caballero de mediana edad mientras canturrea una melodía a media voz. Es decir, para sí, sin esperar la aprobación ni la censura de nadie.

      Lo vi sobrio dos veces. Esos días paradójicos, Mijal Iványch enchufaba la radio y la tele al mismo tiempo. Se acostaba con los pantalones puestos y sacaba una caja de tarta Skazka. Luego empezaba a leer las postales que había recibido a lo largo de su vida. Las leía y las iba comentando una a una:

      —«¡Hola, padrino!»… ¡Hombre! ¡Hola! ¡Hola, aborto de oveja!… «Te deseo que prosperes en el trabajo»… Me desea que prospere… El coño de tu madre… «Siempre tuyo, Rádik»… Siempre tuyo, siempre tuyo… ¿Para qué carajo te he necesitado nunca yo, piojoso de los cojones?…».

      Mijal Iványch no era muy querido en la aldea. Muchos lo envidiaban. «También a mí me gustaría tirarme varios días de borrachera», pensaban. «¿Que si me gustaría? ¡Me gustaría un huevo, joder! Pero hay que cuidar la casa, el huerto, dar de comer a los animales…». Mijal Iványch nunca había tenido huerto. Solo dos perros famélicos que a veces desaparecían una temporada, un manzano esquelético y un bancal de cebollas…

      Una tarde de lluvia nos pusimos a charlar:

      —Misha, ¿tú querías a tu mujer?

      —¿Cómo así? ¿A mi mujer o qué? O sea, ¿a la socia? ¿A Lizka, dices? —respondió, asustado.

      —A Liza. A Yelizaveta Prójorovna.

      —¿Y para qué coño iba a quererla? La agarraba por ahí y hala…

      —¿Pero qué fue lo que te atrajo de ella?

      Mijaíl Iványch permaneció pensativo un buen rato.

      —Dormía muy apañadita —alcanzó a decir—, modosita como una oruga…

      Cada mañana me acercaba a recoger la leche a la casa vecina de los Nikitin. Gente de orden. Tenían un televisor y una reproducción de La desconocida de Kramskóy22 en la pared… Nikitin se ponía a trabajar a las cinco de la mañana. Arreglaba la valla, cavaba en el huerto. Una vez lo vi con una ternera colgada por las piernas. La estaba desollando. Con un cuchillo blanquísimo, cubierto de sangre…

      Mijal Iványch despreciaba a los Nikitin. Y, en justa reciprocidad, los Nikitin lo despreciaban a él.

      —¿Sigue bebiendo? —se interesaba Nadezhda Fiódorovna, mezclando la comida de los gallos en una batea.

      —Lo vi en el campamento —decía Nikitin, mientras le daba a la garlopa—, cocido desde primera hora de la mañana.

      No me apetecía hacerles coro.

      —Es un buen tipo.

      —Buenísimo —asentía Nikitin—. Tanto que casi pasa a cuchillo a su mujer. Le quemó toda la ropa. Tiene a los chavales correteando en zapatillas todo el invierno… Por lo demás sí que es bueno, sí…

      —Misha es un insensato, lo reconozco, pero es buena gente y tiene una elegancia interior…

      De hecho, había algo aristocrático en Mijal Iványch… No devolvía botellas vacías, las tiraba.

      —Me da vergüenza —decía—, me parece cosa de mendigos…

      Un día se despertó en muy mal estado. Se lamentaba:

      —Estoy temblando enterito…

      Le di un rublo. A la hora de comer le pregunté:

      —¿Qué tal, estás mejor?

      —¿Cómo así?

      —Que si te has despejado…

      —¡Y cómo! ¡Entró echando chispas como un chorrito de agua en la sartén! Hay que ver, cómo silbaba…

      Por la tarde volvió a enfermar.

      —Voy a donde Nikitin. A ver si me da un rublo. O si me lo echa, o sea…

      Salí al porche y presencié su conversación:

      —Vecino, asqueroso, échame una monedita.

      —Me debes pasta desde las últimas fiestas…

      —Te lo devolveré todo.

      —Hablaremos cuando me devuelvas lo que me debes.

      —Escucha: te lo pago todo con el anticipo.

      —¿Con qué anticipo? Si te echaron ya ni se sabe cuándo,