niños en la calle estaba inscripta en una lógica de la cotidianeidad que no era cuestionada por su peligrosidad (a pesar de que, como vemos, los peligros existían).
La historia de Santiago está en la misma tónica, aunque afortunadamente no tuvo un final trágico. Cuenta Bernardo González Arrili que, cuando niño, su madre le encomendó un mandado a la casa del gasista en un conventillo cercano. Recuerda que iba acompañado de otro niño y que “aprovechando la ocasión del paseo nos dieron un chiquilín en los brazos y otro de la mano; uno sumaba unos meses –Martín–, el otro no alcanzaba los 3 años –Santiago–. La calle Esmeralda estaba llenándose de vidrieras y de tentaciones para la curiosidad chiquilina” y en el escaparate de una juguetería se entretuvieron un rato. El caso es que antes de llegar al conventillo del gasista repararon en que habían extraviado a Santiago, que con sus 3 años quedó vagando un rato por el lugar, hasta que un vigilante lo encontró y al interrogarlo sobre su paradero y vivienda, incapaz de comprender su media lengua, decidió llevarlo a la comisaría. Ahí “lo dejaron sentadito en el banco largo de la sala de guardia”, de donde más tarde lo rescataron sus padres. Lo curioso es que, más allá de la angustia de haber perdido al pequeño vecino, González Arrili no da cuenta de ninguna extrañeza respecto de dos chicos llevando a otros por la calle, más bien lo relata con picardía y naturalidad: es una anécdota más de una colección muy rica para pensar la infancia porteña de fines del siglo XIX y principios del XX.43
La presencia infantil en las calles de la ciudad da cuenta de sus hábitos y ocupaciones específicos, pero también del barullo y la algarabía que llevaban los niños donde quiera que fuesen. González Arrili narró la sonoridad que acompañaba la vuelta de la escuela, un trayecto que se realizaba de forma colectiva (a diferencia del camino de ida, habitualmente hecho en soledad, o a lo sumo de a dos). Era un recorrido muchas veces “accidentado” por los “desafíos con los adversarios” de la escuela vecina, que terminaban en reyertas que incluían “patadas, puñetazos, reglazos y palabras de determinado espesor” y que acababan abruptamente en corridas en cuanto aparecía el vigilante. Pero en general la ruidosa vuelta del colegio era un “transitar aburguesado y feliz. Nada nos apuraba, nadie nos perseguía, nadie osaba siquiera a mirarnos”.44 Otro tanto describía el ya citado Alejandro Unsain respecto de los pequeños obreros fabriles, “esos chicos y chicas que componen la alegre bandada que por las tardes, después que suena el pito o la campana de la fábrica, hacen irrupción en la calle como gorriones puestos en libertad”.45
Pero ¿adónde iban estos niños, escolares o trabajadores, después de sus respectivas obligaciones? Hemos visto que la vivienda de buena parte de las familias trabajadoras era un lugar poco amigable para los chicos. Por otra parte, la ciudad de Buenos Aires tenía contados espacios verdes y casi ninguna plaza de juegos para niños, a pesar de los esfuerzos gubernamentales por crear nuevas plazas, parques y paseos desde la década de 1880.46 Los grandes paseos públicos, como el de Palermo, se encontraban muy alejados del centro, lo que dificultaba su acceso a quienes carecían de medios de movilidad. De ello resultaba que el parque Tres de Febrero fue, durante mucho tiempo, el paseo obligado de la alta sociedad, que asistía con sus carruajes a mostrarse frente a sus pares de clase, en “un desfile de riqueza”.47
Lo mismo puede decirse del Jardín Zoológico o del Botánico, espacios públicos que por su ubicación y costo tardaron un buen tiempo en convertirse en paseos frecuentados por los niños de las clases trabajadoras.
Sí eran más asiduos los paseos de los niños y muchachitos por el puerto, a caminar por el borde de los diques o por las zonas bajas del puerto Madero, donde trepaban a los árboles y “cosechaban” flores.48
Ya un poco más grandes, los muchachos se volvían “paseanderos”. Les gustaba “ir a Palermo, a las carreras, al río, a Flores, a la Chacarita”.49 Las recorridas por la ciudad eran habituales. “Su placer más grande es atravesar a pie la ciudad, desde la Boca y Barracas hasta Palermo, y volver luego sobre sus pasos hasta el punto de partida, sin objeto preciso y por el único placer de vagabundear y pasar el tiempo”, decía el informe de J.V., un muchacho que ya contaba con 18 años.50
De este modo, la circulación infantil y juvenil a lo largo y a lo ancho de la ciudad se recorta contra un fondo urbano apretado –pura madera, chapa y ladrillo–, sin espacios verdes ni lugares de recreo incorporados a la dinámica cotidiana de la ciudad. “Hará diez años”, decía Jorge Luis Borges a principios de la década de 1930, “los paseos y plazas de Buenos Aires desconocían el juego de los niños. Un arco que se disparaba solo por esas calles, un par de zancos productor de rodillas peladas, el saqueo ocasional de un jardín y el humilde cielo de tiza de la rayuela eran los únicos excesos de ese orden. La Municipalidad no fomentaba las aventuras”.51
La extendida sociabilidad infantil desarrollada en el espacio público no suponía la inexistencia de ámbitos y organizaciones que disputasen su concurrencia. Si por un lado en ciertas fechas clave encontramos convocatorias específicamente planeadas para reunir a los niños urbanos plebeyos –como las fiestas que el Patronato de la Infancia organizaba anualmente en el parque Lezama o las funciones gratuitas del clown Frank Brown–, también es preciso reconocer que tanto la Iglesia Católica como las organizaciones socialistas y anarquistas promovían actividades para el público infantil. Algunos niños frecuentaban las parroquias, interesados en “retirar los juguetes con que los «hermanos» premiaban [la] asistencia a los actos religiosos”.52 Así, sabemos que el convento de Santa Catalina (situado en Brasil entre Tacuarí y Buen Orden, hoy Bernardo de Irigoyen) solía intercambiar media hora de rezos y prédicas por el uso de un “vasto patio donde disfrutábamos”, cuenta Roberto Giusti, “de toda suerte de juegos infantiles: hamacas, trapecios, columpios, canchas de pelota; mientras aguardábamos la hora en que desde un balconcillo los buenos padres nos arrojaban naranjas, glotonamente disputadas por más que alcanzaban para todos”.53 También los socialistas y los anarquistas promovían la reunión de niños en sus locales, organizando peñas, tertulias y otras actividades de corte cultural; otras veces lo hacían al aire libre, en los picnics que se planificaban para los meses de más calor (Barrancos, 1987; Ferraro, 1995).
De este modo, la existencia cotidiana de los niños de las clases trabajadoras estaba jalonada de una serie de eventos que interrumpían su discurrir habitual. La llegada de la calesita traccionada a caballo a la esquina del barrio y la irrupción del organito al anochecer convocaban “desaforadamente a los pilletes” de la cuadra, que bailaban, reían y cantaban al compás de la música y festejan las predicciones del loro adivinador de la suerte. Esas breves “farras” callejeras involucraban no solo a los niños sino también a jóvenes e incluso a adultos, aunque a menudo durasen hasta la llegada del vigilante, que ahuyentaba al organillero y su ayudante a otros lares.54
Otro de los episodios disruptivos de la cotidianeidad popular era el carnaval, el momento más marcado de los desbordes, o por lo menos así lo interpretaba la policía, que mediante múltiples disposiciones buscaba controlar los desmanes y desórdenes que caracterizaban a las festividades paganas.55 La orden del día del 1 de julio de 1889 pretendió regular el uso de disfraces (los cuales debían ser autorizados por la propia policía siempre que implicaran máscaras) y prohibió el uso de cualquier clase de caretas y antifaces a “los sujetos de malos antecedentes, aquellos que fueran conocidos como pendencieros o hubiesen sido condenados por delitos contra las personas, los que habitualmente no tuviesen trabajo honesto o se hiciesen sospechosos por vagancia o falta de medios conocidos de vida”. Si bien la orden del día explicitaba que las mujeres y los menores de 15 años no requerían permiso de disfraz, lo cierto es que no pocos niños y jóvenes comprendidos en esa orden de 1885 sobre vagancia y sin oficio conocido quedaban abroquelados en esta disposición especial. Asimismo, el edicto sobre el carnaval prohibía “arrojar agua o cualquier otro líquido […] tolerándose solamente el uso de papel cortado, flores y serpentinas” (OD, 1 de julio de 1889). Sin embargo, la época del carnaval solía ser un momento de relajación de las costumbres, incluso para quienes estaban encomendados a la tarea de su custodia. Así se desprende del relato de Baldomero Fernández Moreno, que recuerda su