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© 2001 Valerie Parv
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Secretos sin fin, n.º 1620 - septiembre 2020
Título original: Booties and the Beast
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1348-721-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
POR FIN Haley Glen estaba ante las verjas de la mansión de Sam Winton y no se sentía capaz de seguir con su plan. Toda ella deseaba agarrarlo por el cuello y no soltarlo hasta que admitiera ser el padre del niño de su hermana.
Joel tenía seis meses y hacía cinco que Ellen no estaba con ellos, pero era la primera oportunidad que Haley tenía de acercarse al hombre. No había contado con que los nervios de última hora la dejaran paralizada.
Se recordó cuánto le había costado convencer a su amiga, Miranda Holt, para que la enviara a la entrevista. Si se acobardaba, dejaría en mal lugar a su amiga, y también a Ellen y al bebé, así que no tenía más remedio que seguir adelante.
Aunque eso la matara.
Con un suspiro, pulsó el intercomunicador, y liberó parte de su frustración apretándolo mucho más tiempo de lo apropiado. Oyó el aullido de lo que parecía un perro enorme y, segundos después, una voz airada sonó por el altavoz.
–No hace falta apretar hasta romperlo. Diga su nombre y qué quiere.
–Soy Haley Glen de la agencia Homebody –replicó ella con voz dulce, aguantándose las ganas de sugerirle dónde podía meterse el intercomunicador–. Vengo a ver a Sam Winton, necesita a alguien que cuide su casa –por el tono de la voz que había oído, imaginó que hablaba con Sam en persona. Y acertó.
–Soy Winton. ¿Qué le pasa a Miranda?
Miranda era la dueña de la agencia Homebody. Normalmente, ella misma visitaría a un cliente tan importante como Sam, y estaba claro que él lo sabía.
–Está ocupada con… –el enfado de Haley iba en aumento, así que cortó su disculpa–. ¿Podríamos discutir esto cara a cara, señor Winton? ¿O hacemos la entrevista por intercomunicador?
Un zumbido parecido al de un enjambre de abejas ahogó la respuesta, y las altas verjas de hierro se abrieron suavemente. Haley volvió a montarse en el coche y entró. Las verjas se cerraron tras ella. El sentido común le dijo que debían activarse con un sensor, pero tuvo la incómoda sensación de que entraba en una cárcel.
Llegó ante la imponente casa y salió del coche, pero se detuvo al ver un movimiento por el rabillo del ojo. El autor de los aullidos llegó corriendo de un lateral de la casa, lanzando gravilla con sus enormes patas. Haley apenas tuvo tiempo de meterse en el coche y cerrar la puerta antes de que un perro del tamaño de un poni se lanzara contra la ventana. Su corazón palpitó acelerado al ver una enorme boca con dientes dignos de un tiburón.
–Abajo, Dougal. Aquí.
La orden fue tan autoritaria como si la diera un general, así que a Haley no le sorprendió que el perro se apartara de la ventanilla como si le hubieran pegado un tiro. Se estremeció, sin saber si era por la súbita aparición del perro… o por la de su amo.
Sintió alivio cuando el perro se sentó junto al hombre que esperaba ante los escalones que subían a la casa. Era Sam Winton en persona; lo reconoció por la fotografía de la contraportada de sus libros. Sin embargo, su primera impresión de él, casi dio al traste con sus prejuicios.
Aunque no conocía al escritor de cuentos infantiles, no se esperaba un hombre vibrante que exudaba tanta energía como un cable de alta tensión. Tenía la piel bronceada y el cabello tan negro como el pequeño Joel, aunque mucho más fuerte. Le caía hasta la parte baja del cuello, como los caballeros medievales de las películas antiguas; pero este caballero no llevaba armadura, sino un polo color marfil y unos pantalones tan negros como su cabello.
Estaba acostumbrada a llamarlo La Bestia, el apodo que utilizaba su hermana, pero no parecía bestial en absoluto. Era más alto de lo que había imaginado, media cabeza más que ella. Aunque fuerte, no tenía los músculos desarrollados de un atleta, sino los de alguien que se cuidaba.
En ese momento, lo más bestial de él era la arruga de su entrecejo, que creaba un surco entre los ojos más azules que Haley había visto nunca. La arruga se profundizó al ver que miraba al perro intranquila.
–Ya