la forma en que él se apoyaba en el quicio de la puerta, daba la impresión de no poder mantenerse en pie, de estar tan conmocionado como ella.
Sus labios hicieron una mueca repentina, como de… dolor. Pero fue su voz ronca lo que más hondo le caló a Cali.
–Ya ocheen skoocha po tevyeh, moya dorogoya.
«Te he echado mucho de menos, cariño mío».
Capítulo Dos
No hizo falta más.
No solo fue ver a Maksim. Lo más impactante fue escuchar de sus labios las palabras que siempre había soñado oír. Entonces, para completar aquella alucinación hecha realidad, la tomó entre sus brazos.
Pero no la abrazó con fuerza y seguridad como solía hacer en el pasado. Con cierto temblor y desesperación, unió sus bocas en un tosco movimiento. Ella se sumergió en su sabor, dejándose poseer por la pasión de sus labios.
Pero no debía hacerlo, se advirtió a sí misma. Por mucho que hubiera fantaseado con reencontrarse con él un millar de veces, era un imposible. Demasiadas cosas habían cambiado para ella.
Justo cuando Cali empezó a retorcerse, desperada por librarse de su abrazo, a punto de quedarse sin respiración, él apartó su boca.
–Izvinityeh… Perdóname… No pretendía…
Maksim se atragantó con su disculpa, pasándose las manos por el pelo. Entonces, Cali reparó en su barba de varios días, en su pelo revuelto. Además, había perdido peso. Con ese aspecto desarreglado, parecía una sombra del hombre lleno de vitalidad que había sido. Pero, si era posible, a ella le resultó más atractivo que nunca. Aquel toque de… desolación, le producía deseos de apretarlo contra su pecho…
Diablos… ¿Por qué estaba actuando como su propia madre?, se dijo Cali. Él se había ido sin decir palabra, había estado lejos de ella durante más de un año y, ahora, regresaba, sin explicaciones, solo le bastaba con decir que la había echado de menos y darle un beso para que ella se entregara a él sin pensarlo. ¿Cómo era posible?
No podía aceptarlo. Se había dejado besar porque la había tomado por sorpresa, justo cuando había estado pensando en él. Pero Maksim era parte de su pasado. Y no iba a dejarlo volver.
Cali levantó la vista hacia él.
–¿No vas a dejarme entrar? –preguntó Maksim, frunciendo el ceño.
Su ronco susurro caló hasta el último de los huesos de Cali.
–No. Y, antes de que te vayas, quiero saber cómo has llegado hasta mi puerta. ¿Has intimidado al conserje?
Maksim se encogió ante su tono helador.
–Podría haberlo hecho. Te aseguro que habría sido capaz de cualquier cosa con tal de llegar hasta aquí. Pero he entrado con tu código de acceso. Una vez vine aquí contigo.
Ella lo miró, sin comprender del todo.
–Marcaste tu código de acceso en la entrada.
–¿Quieres decir que me observaste mientras metía el código y no solo te fijaste en el número de doce dígitos, sino que te lo aprendiste de memoria? ¿Hasta hoy?
Él asintió, impaciente por dejar ese tema.
–Me acuerdo de todo respecto a ti. De todo, Caliope –dijo él, y ancló sus ojos en los labios de ella, como si estuviera conteniéndose para no devorarlos de nuevo.
A ella se le encogieron las entrañas al instante…
Maksim dio un pequeño paso, sin atreverse todavía a cruzar la puerta.
–Déjame entrar, Caliope. Tengo que hablar contigo.
–Yo no quiero hablar contigo –repuso ella, luchando contra la tentación de someterse a su petición–. Has llegado un año tarde. La hora de hablar pasó cuando te fuiste sin darme una explicación. Hace nueve meses, dejé de tener ganas de hablar contigo.
Él asintió con dificultad.
–Cuando nació Leonid.
Así que conocía el nombre de su hijo, pensó Cali, aunque había usado la versión rusa de Leonidas. Lo más probable era que también conociera el peso del bebé y cuántos dientes tenía. Debía de aparecer todo bien recogido en un completo informe.
–Una observación redundante. Igual que tu presencia aquí.
–No puedo decir que me merezca que me escuches –se defendió él–. Pero, durante meses, estabas deseando saber por qué me había ido. Lo sé por todos los mensajes que me dejaste en el correo electrónico y en el contestador.
Así que la había ignorado, había dejado que se volviera loca de preocupación, y lo había hecho a propósito, caviló ella.
–Ya que recuerdas todo, debes de recordar por qué no dejaba de intentar contactar contigo.
–Querías saber si estaba bien.
–Ya que veo que sí lo estás… –comenzó a decir ella, e hizo una pausa, mirándolo de arriba abajo–. Aunque no tienes tan buen aspecto. Pareces un vampiro hambriento que trata de hipnotizar a su víctima para conseguir su dosis de sangre. O, peor aún, pareces un adicto a la cocaína.
Cali sabía que estaba siendo cruel, pero no podía evitarlo. Él había vuelto a su vida justo cuando la rabia había comenzado a apoderarse de ella.
–He estado… enfermo.
La forma en que lo dijo, la manera en que bajó la mirada, hicieron que a Cali se le encogiera el corazón.
¿Y si había estado enfermo durante todo ese tiempo?
No. No iba a hacer lo mismo que había hecho su madre, creyéndose las excusas de su padre hasta su lecho de muerte.
–¿Ni siquiera tienes curiosidad por saber por qué he vuelto? ¿Y por qué me fui? –preguntó él.
–No, nada de eso –mintió ella–. Hice un trato contigo y solo te pedía dos cosas: honestidad y respeto. Pero no fuiste honesto cuando te cansaste de mí, y habrías mostrado más respeto hacia un desconocido que el que me has mostrado a mí.
Maksim se encogió de nuevo, como si lo hubiera golpeado, pero no intentó interrumpirla.
–Me esquivaste como si fuera una acosadora, cuando sabías que solo quería saber si estabas bien. Dejé de llamarte cuando las noticias sobre tus éxitos financieros me obligaron a pensar que nada malo te había pasado. Has perdido todo derecho a que te tenga en cuenta. No me importa por qué te fuiste, por qué me ignoraste, y no tengo ganas de saber por qué has vuelto.
Maksim exhaló con gesto amargo.
–Nada de lo que has dicho tiene ningún fundamento. Y, aunque nunca apruebes mis verdaderas razones por comportarme como lo hice, para mí fueron… abrumadoras en ese momento. Es una larga historia –balbució él y, en tono apenas audible, añadió–: Tuve un… accidente.
Aquella afirmación dejó a Cali sin palabras. Por dentro, un tumulto de preguntas ansiosas la invadió.
Cali lo observó con atención, buscando señales de daño. No vio nada en su rostro. Pero ¿y su cuerpo? Tal vez, en la penumbra del pasillo le estaban pasando desapercibidas horribles cicatrices.
Incapaz de soportar ese pensamiento, lo agarró del brazo y le hizo entrar para poder verlo mejor bajo la luz del vestíbulo.
Sintió un nudo en la garganta al darse cuenta de que había perdido mucho peso. Parecía tan… débil y frágil.
De pronto, él soltó un gemido y se tambaleó. Pero, antes de que pudiera caer al suelo, se incorporó y tomó a Cali en sus brazos, como si quisiera demostrarle que, a pesar de su estado de debilidad, podía sostenerla como si fuera una pluma. Sin poder evitarlo,