Mario Markic

Misteriosa Argentina


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con el obvio permiso de ustedes, mis lectores, voy a apelar a las anotaciones de mi diario para contar mi viaje a Laguna Brava, y un poco más allá, hasta Corona del Inca.

      He salido de Villa Unión de madrugada, cuando el sol está empezando a levantarse sobre los cerros del este para cruzarse hacia a las remotas soledades de la cordillera riojana.

      La primera etapa del viaje es Vinchina, una localidad del antiguo poblamiento aborigen, que dejó un enigmático testimonio: en las afueras, asoma una enorme estrella dibujada en el piso con piedras rojizas, azulinas y blancas. No hay certezas sobre qué significa, pero muchos prefieren vincularla con cuestiones del más allá.

      En ese antiguo sitio ceremonial de los pueblos milenarios, puntual, me espera Walter, el baqueano que va a guiarme en el ascenso, y de paso, me enseña las estrellas diaguitas. Explica: “Son cúmulos de tierra formados con piedra que fueron construidos por los indios: era su manera de agradecerle a la Pachamama por sus cosechas”.

      Las estrellas son tres: una grande y dos más chicas. La grande es una figura de once puntas sobre un terraplén, hecha con piedras blancas, grises y rojizas y un diámetro de veintiocho metros.

      El ascenso hacia la Cordillera será trabajoso y cansador.

      La camioneta suma kilómetros y metros de altura zigzagueando en el imponente marco de la Quebrada de la Troya. Por aquí y allá asoman salientes en ángulo de noventa grados: los plegamientos son colosales. En el manejo hay que tener especial cuidado con los derrumbes que se producen cuando corre mucho viento o cuando llueve.

      La caprichosa geografía sorprende en cada recodo del camino, la variedad de formas es algo indescriptible, y la imaginación vuela hasta concluir que un fantástico cataclismo ordenó las cosas tal como uno las ve.

      Por cierto, es uno de los paisajes más hermosos de la Argentina.

      Después de unos ochenta kilómetros de marcha hemos llegado a Jagüé, o Alto Jagüé, el último caserío del oeste riojano.

      En este puesto hay que avisar a los guardafaunas que uno subirá hasta la Laguna Brava: “A las siete de la tarde, si alguien no ha regresado, salen a buscarlo”, aclara Walter.

      Jagüé es un pueblo muy curioso. Toda la calle principal es como si fuera el cauce de un río; las veredas y las casas están a más de dos metros de altura de la calle. “Es que es un río −me reafirma Walter−, solo que ahora está seco. En época de lluvias, como enero y febrero, el agua baja por acá y a través de los años fue socavando el lecho más y más hasta lograr una diferencia de dos o tres metros de altura con los márgenes”. Es la primera vez que veo en un pueblo de la Argentina cuya calle principal es un río.

      El punto culminante de altura es un camino de cornisa que llega a los cuatro mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. Da la sensación de que uno está en la puerta del cielo. La vista es como la paleta de un pintor: si uno mira hacia un lado, ve cerros verdes; hacia el otro, colorados, ocres, azules.

      Este sitio endiabladamente hermoso se llama El Portezuelo y ahí va la camioneta, despacio, en marchas bajas, caracoleando entre los abismos multicolores.

      Después de horas de andar y andar, llegamos a la orilla. El escenario es grandioso: una extensa altiplanicie de tierra, una gigantesca mancha blanca de unos veinte kilómetros de largo por cuatro de ancho, y el imponente recorte de las montañas, altísimas, azules y blancas, coronadas por las nieves eternas.

      A un costado de nuestra camioneta, hay una pequeña caleta, donde la sal no ha logrado cristalizar el agua. Se llama El Golfito y brinda refugio a una poblada colonia de flamencos rosados que llega en diciembre, con el verano, para volar hacia otros rumbos en el otoño. Walter comenta:

      Este viento es permanente, en invierno sopla más fuerte. Los antiguos del lugar cuentan que cuando algunos subían a estos parajes, que estaban vírgenes, la laguna producía un aterrador sonido. Bramaba, como dicen ellos, y ese sonido tan poderoso se llegaba a escuchar hasta Jagüé. Lo que hacía la laguna era rechazar a la gente, la asustaba. Y a la vez se producían temporales de nieve súbitamente, que impedían a los visitantes permanecer en el lugar. De allí quedó la idea de que era una laguna brava por sus humores con los forasteros.

      A unos trescientos metros de la orilla, se pueden observar los restos retorcidos de un avión Curtiss C-46 que tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia en abril de 1964 y que es también protagonista de uno de los tantos relatos que pueblan de realidad y fantasía los fogones de los arrieros. El avión, apenas reconocible porque ha sido desguazado, había salido de Lima y traía en la bodega ocho yeguas árabes de pura sangre, todas preñadas. Se salvaron los seis tripulantes y solo uno de los animales, que se escapó y se convirtió en leyenda. Durante años se ha dicho en La Rioja y otras provincias cercanas que los caballitos que ganan las cuadreras son hijos de la yegua que cayó del cielo.

      Al rodear la laguna, nos encontramos con un refugio de piedra, que usaron históricamente los arrieros que cruzaban con ganado la cordillera. A lo largo de la ruta entre la Argentina y Chile hay catorce de estas construcciones de piedra y argamasa −mezcla de cal y tierra−, techo curvo y anchos muros, de paredes gruesas, y sin ventanas. Son casuchas circulares que semejan nidos de horneros. El ingreso dibuja la forma de un caracol para evitar la entrada del viento.

      Lo llamativo de ellos es que están impecables y fueron construidos allá por 1860 y 1870, cuando eran presidentes Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, cuyo padre, justamente, fue un experto arriero y baqueano y transitó durante muchos años por aquellos senderos y pasos cordilleranos.

      Al lado de la puerta de entrada y a la intemperie, hay una tumba de piedra medio abierta, en la que se observa el esqueleto de un hombre. Tiene una cruz que solo reza “El destapado”. Los lugareños y trashumantes solo saben que fue un arriero que cayó muerto apenas salió del refugio. El cadáver fue sepultado precariamente y, cuando yo anduve por ahí, todavía se le veían las botas que usaba el finado. Todos los que frecuentan el refugio se persignan antes de entrar para no contrariar el ánima del difunto.

      Y por más que manos piadosas una y otra vez intentaron ocultar a los ojos el cadáver, misteriosamente, siempre aparece destapado...

      Si la experiencia de Laguna Brava es intensa, llegar hasta Corona del Inca es un desafío superior, y no está recomendado para cualquiera que quiera hacerlo.

      Nunca hay que ir en un solo vehículo hasta ese lugar, siempre hay que asegurarse de notificar el ascenso en Vinchina y, dentro de lo posible, hay que llevar alimentos, agua, bebidas calientes, chocolates y un tubo con oxígeno. Esto último es de vital importancia. Todas las veces que he sobrepasado los cuatro mil quinientos metros me sentí muy seguro sabiendo que tenía a mano el tubo y la mascarilla con oxígeno puro, porque una de las peores consecuencias del mal de altura es la sensación de ahogo, a lo que le sucede, inevitablemente, el aumento de las pulsaciones del corazón y, finalmente, un estado de pánico que puede ser contagioso entre los miembros del grupo. Todo lo registré en mi diario.

      A las tres de la mañana está todo oscuro, como boca de lobo, y el pueblo de Villa Unión duerme. El equipo de expedicionarios ya está convenientemente abrigado y las camionetas van con el depósito de combustible lleno, además de bidones complementarios.

      Pelusa, guía de montaña, va en una camioneta; yo, en otra.

      Hay un monótono asfalto por delante, y nadie en la ruta 76. Tengo buena luz hacia adelante, y adentro, solo el fulgor azul de los instrumentos: velocímetro, demás relojes del tablero y el necesario GPS.

      Por handy, Pelusa me informa: “Ya pasamos lo que es la precordillera, estamos cerca del cañón de Santo Domingo. Con un poco de luz tal vez podríamos ver algunos zorros, no mucho más. Ahora, las plantas ya están siendo cada vez más petisas. Cerca de los tres mil metros vamos a empezar a ver guanacos y por arriba de los tres mil seiscientos, las vi­cuñas. Después, nada”.

      Con Pelusa hacemos alusión a la noche que no se va, a la Laguna Brava que está más adelante y a la relativa comodidad del viaje, que llega hasta aquí mismo. De ahora en adelante, me anticipa, vamos a encarar una