Mario Markic

Misteriosa Argentina


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declaración de guerra empezó una contienda que unió al Brasil, el Uruguay y la Argentina contra el Paraguay, que duró cinco años, y en la que murieron decenas de miles de personas; entre ellas, casi todos los varones adultos del Paraguay, país que se quedó sin hombres por más de una generación.

      Un capítulo trágico, de los muchos que hubo, fue la detención de cinco mujeres en julio de 1865 y su cautiverio por más de cuatro años en los que pasaron penurias de todo tipo. ¿Quiénes eran las cautivas? Un grupo de damas relevantes de la sociedad que fueron llevadas como prisioneras para extorsionar a sus esposos militares.

      Dos de ellas, con sus hijos, una chica de cuatro años y un varón de cinco, vivieron todo un escarnio. Primero estuvieron presas en el viejo cabildo y después las trasladaron al Paraguay, donde fueron obligadas a caminar junto con el ejército paraguayo noche y día, sin calzado ni comida. Presenciaron lo inimaginable: todo el horror de la guerra, los crímenes más aberrantes, todos los excesos.

      El monumento a la guerra contra el Paraguay, bronce, mármol y base de laja en homenaje al jefe de los ejércitos aliados, Bartolomé Mitre, que está en la costanera de la capital provincial, mirando al río, incluyó, en la parte posterior, a las cinco figuras femeninas, de cuerpo entero, vestidas con túnicas de aire grecolatino. “Las Cautivas” son el paradigma por excelencia de la guerra contra el Paraguay: en ellas se encarna el sufrimiento de los civiles en el conflicto armado. Una de ellas murió durante la guerra.

      Heroínas históricas de la provincia, prometieron a la Virgen de la Merced volver al final de la guerra para agradecer su protección. Lo hicieron, incluso antes de saludar a sus familiares. Jamás hablaron de esos cuatro años en los que vivieron cautivas, y sus cenizas están en un panteón especial dentro de la iglesia Nuestra Señora de la Merced desde 2007.

      Por eso, digo, las historias de sables y muertes abundan en la historia correntina. Y el pueblo, en la vida presente, profesa una extendida religiosidad que tiene su punto máximo cuando doscientos cincuenta mil feligreses van a Itatí a venerar a la virgen morena, patrona de la provincia.

      Genaro Berón de Astrada era gobernador en 1839. Se convirtió en una especie de héroe romántico y justiciero porque, harto de que Juan Manuel de Rosas controlara desde Buenos Aires la renta por la navegación de los ríos, se sublevó. Cosas de la vida y la política, el rival que salió en defensa de Rosas fue su vecino, el gobernador entrerriano Pascual Echagüe, quien contó con la jefatura militar del entonces coronel Justo José de Urquiza, que años más tarde sería el verdugo del Restaurador.

      El choque entre ambos ejércitos fue encarnizado: cinco horas de terror y de espanto, cerca de la actual Curuzú Cuatiá. González Azcoa­ga rememora que en la batalla de Pago Largo mueren más de dos mil correntinos. Fue una masacre, los rosistas no querían prisioneros. Cuando la derrota ya era inevitable, un ayudante se le acercó a Berón de Astrada casi rogándole que huyera. Pero allí le contestó con su frase célebre: “Seguid vosotros, yo he venido a vencer o morir”. Y la tradición oral de los correntinos dice que fue así, nomás: el coronel Berón de Astrada quedó tendido en el campo de batalla: se le contabilizaron dieciocho lanzazos en el cuerpo.

      Es raro que, en un territorio signado por el machismo −porque el culto al coraje correntino esconde cierta afición a resolver los entredichos a cuchillo limpio, como si fuera un interminable cuento de Borges−, las mujeres no estén opacadas. Todo lo contrario: si rastreamos a los personajes más importantes en la vida de la ciudad de Goya, los cuatro más destacados son mujeres.

      Mi viaje a Goya fue realmente sorprendente por varios motivos. Pero, en primer lugar, debo decir que no he visto vecinos organizados como estos para cuidar el patrimonio histórico de su pago chico.

      Goya es la segunda ciudad en importancia de Corrientes; hoy araña los ochenta mil habitantes. Por las casas señoriales y de estilo que abundan en sus calles y, consecuentemente, por la elegancia y la hermosura de sus mujeres, alguna vez fue llamada “la pequeña París de Sudamérica”.

      Comencemos por reseñar a Sinforosa Rolón y Rubio, prima de Juan Manuel de Rosas y mujer muy adinerada: desde que degollaron a su prometido, el coronel Tiburcio Rolón, durante la cruenta batalla de Pago Largo, decidió permanecer soltera y dedicar su vida a la caridad. Como tenía mucho dinero, hizo construir asilos y hospitales y una hermosa iglesia de estilo neorrenacentista, cuya cúpula nos recuerda a la capilla de La Sorbona en París.

      Gregoria Morales de Olivera fue la primera pobladora de quien se tiene noticia. Ella organizó un pequeño comercio y boliche a la vez, ubicado frente al río, donde vendía quesos y tabaco, aprovechando un recodo donde atracaban los barcos. Gregoria es tan importante que, como la ciudad no tiene fecha de fundación, se acepta como lo más probable que la aldea haya empezado a crecer desde que ella se instaló en ese lugar estratégico: no por nada, Goya es el sobrenombre de Gregoria.

      Otra de las mujeres importantes fue Isabel King, norteamericana: ella fue una de las sesenta y cinco maestras que trajo Sarmiento para educar a los argentinos y una de las pocas que aceptó trasladarse a un destino inhóspito, en el interior más lejano.

      Y la más famosa de todas, claro, fue Camila O’Gorman, una jovencita de la alta sociedad porteña, que a los dieciocho años se enamoró del cura de su parroquia, en tiempos de Juan Manuel de Rosas. Descubierta la relación escandalosa en Buenos Aires ambos huyeron, cambiaron sus nombres y se instalaron en Goya.

      Anónimos, se insertaron rápidamente en la sociedad local. El cura fundó una escuela y empezó a dar clases como maestro. Todo fue feliz hasta que una noche, durante una fiesta, un sacerdote que viajaba en un barco desde Asunción reconoció a su hermano de seminario y lo denunció, porque en aquellos tiempos hasta los curas jugaban por uno u otro bando. La historia del final es bastante conocida desde que María Luisa Bemberg hizo una película que llegó a competir por el Oscar: ambos, Camila y su amado Uladislao, fueron fusilados en Santos Lugares, en las afueras de Buenos Aires. El Restaurador de las Leyes no tuvo piedad ni con Camila, que aparentemente estaba embarazada, ni con el cura Gutiérrez: la ilustre Goya había sido una tregua para ese amor prohibido.

      En Goya también tuve el privilegio de conocer al teatro más antiguo del país, que data de 1879. Yo creo que los habitantes de la ciudad ni siquiera saben el tesoro que guardan –o esconden−, porque la fachada está tapada por unos indeseables locales comerciales.

      El arquitecto Tomas Mazanti demoró cinco años en construirlo: le puso madera de fina pinotea blanca y cedro de Canadá, materiales eléctricos de Alemania, mobiliario de Viena, arañas y apliques de Italia. Dios sabe dónde estará la araña principal de fino bronce labrado con veintidós luces de tulipa de cristal tallado.

      El teatro nació como Teatro Club 25 de Mayo, después se llamó Elsa, más tarde Teatro Solari y hoy se denomina Teatro Municipal. Acaso su mayor virtud no sea su rica historia ni los personajes famosos que trajinaron sus tablas: es la rara virtud que tiene de esquivar la bola de la grúa de la demolición varias veces en su vida. Algo que no es poco, tratándose de un teatro.

      Aunque la historia que me contó Ana María Trainini, directora del teatro de Goya, escenógrafa y profesora de danzas clásicas, sentados en los sillones de pana púrpura, me sugestionó bastante.

      Refiere Ana que hace muchísimos años una bailarina se colgó en el entreacto de uno de los tirantes que soportan el peso del escenario al descubrir en los camarines una carta de su novio donde le decía que amaba a otra mujer y que esa carta era el largo adiós. Y acto seguido, para mi sorpresa, me relata:

      Su fantasma vive en este teatro. Un día, de golpe sentí un frío terrible, que me envolvía, y después la vi. En el escenario, se corporizó delante de mí. Larga, delgada, muy etérea, con un vestido blanco, hecho de gasa transparente. No se le veía la cara; era como si su cuerpo flotara sobre las tablas.

      Muchos también han visto a un hombre, una figura muy alta, con un sombrero negro. A ese lo ha visto medio mundo y siempre va por el segundo piso y es muy alborotador, corre, va, vuelve por los pasillos, y la capa es una cosa que vuela y desaparece en segundos. A veces, el señor se cruza en medio de los ensayos. Le pusimos Otelo. Son esas cosas que tiene el teatro; parecen locas, pero