y cinco minutos antes de que llegue el coche. Disfruta del día.
Simon intentó marcharse justo después de decir aquello, pero el perro no se movió. Se quedó en la puerta, lloriqueando y mirando a Audrey como si no soportase separarse de ella.
—Serán sólo unas horas —le dijo Simon—. Volverá.
Y si los perros eran capaces de hacer pucheros, ése hizo uno.
—Por Dios. Si quieres ir a correr esta mañana, ven conmigo. Si no, vámonos los dos a dormir.
—Vete, Tink —le dijo Audrey—. Ve con Simon. Corre.
«Corre» pareció ser la palabra mágica, porque el perro bajó las escaleras y salió corriendo. Simon se preguntó cuántos kilómetros tendría que correr para olvidarse de todo lo que quería hacer con Audrey, pero dudó ser capaz de correr tanto.
Si Audrey hubiese sido Cenicienta, en su versión habría preferido ir a Morton’s en vez de a un ridículo baile.
En vez del cochero y los corceles blancos fue a recogerla un chófer con un coche, lo que le pareció bien, aquello le permitía seguir soñando.
Porque tenía que estar soñando.
Lo que significaba que, en realidad, no había acusado a Simon de intentar comprarla con un día en un balneario. ¡No podía haber hecho algo así!
Gimió, confundida, y se sentó en el asiento trasero del coche. Llegó a Morton’s, que parecía cerrado, y cuando estaba empezando a preocuparle el poder despertarse del sueño, vio cómo se abría la puerta y la recibía una mujer muy sonriente.
—Señora Graham. Bienvenida —le dijo—. Soy Natasha Warren, la dueña. Le prometí a Simon que la trataría muy bien.
La condujo a una habitación en la que se respiraba serenidad, en tonos crema, el lugar perfecto.
—Simon ha sugerido que empezásemos con un masaje y, después, ¿qué prefiere: manicura, pedicura, un tratamiento facial?
Audrey cerró los ojos y deseó poder disfrutar todo aquello antes de despertar del sueño.
—Tratamiento facial, por favor. He pasado demasiado tiempo al sol.
Aunque en esos momentos lo único que le preocupaba era conservar su trabajo y que su hija dejase de odiarla. Pero iba a relajarse y a disfrutar.
Oyó a Natasha haciendo sonidos de preocupación acerca de sus manos mientras las cubría de crema. Luego empezó a masajearle la cabeza, el cuello y los hombros.
Y ella no hizo nada más que girarse cuando se lo pedía y gemir de felicidad de vez en cuando.
Era la primera vez que alguien se ocupaba de ella, ya que, en su vida, siempre había sido al contrario.
Se quedó adormilada, demasiado relajada para pensar. Cuando el masaje hubo terminado, pensó que las piernas no iban a poder sujetarla.
—¿Bien? —le preguntó Natasha.
Audrey abrió los ojos, parpadeó y volvió poco a poco al presente.
—Muy bien.
Tenía que estar soñando. Aquello no podía ser verdad.
Natasha rió y dijo:
—No se lo digas a Simon, pero yo creo que algunas de sus mujeres intentan provocarlo para que les grite y luego las mande aquí.
—¿Las mujeres de Simon? —preguntó Audrey. Ella no era una de sus mujeres.
—Las mujeres que trabajan para él —puntualizó Natasha—. Yo siempre bromeo con él y le digo que voy a crear unos paquetes especiales para sus empleadas.
Audrey se dijo que, después de todo, tal vez no estuviese soñando.
—¿Hace esto con frecuencia?
Natasha se encogió de hombros de manera elegante.
—Debería ser suyo el negocio, de todo el trabajo que me manda.
—Así que… —Audrey pensó que no había nada de especial en que la hubiese mandado allí. Simon era así.
Y ella lo había acusado de querer algo más.
—¡Oh, no! —dijo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—No —repitió Audrey.
¿Cómo podía haberle dicho algo así? ¿Cómo podía haberlo pensado?
Que ella pensase que Simon era atractivo no quería decir que él opinase lo mismo de ella.
De camino a casa de Simon, no consiguió dejar de darle vueltas al tema. El coche se detuvo y el conductor le abrió la puerta, y ella tuvo que bajar, porque no tenía elección, sólo con la esperanza de que Simon no estuviera esperándola.
—Que se divierta, señora Graham —le dijo el conductor.
—Sí, gracias —susurró ella con tristeza.
Se quedó en el camino. Le había parecido oír unas pisadas fuertes, decididas, masculinas, detrás de ella.
Y cuando abrió los ojos lo vio justo enfrente.
—¿No te ha gustado? —le preguntó él.
—Simon… —gimió ella.
—¿Qué pasa? —le preguntó él, agarrándola por ambos brazos, preocupado—. ¿Qué ocurre?
Ella cerró los ojos, bajó la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos.
—Natasha me ha dicho que lo haces a menudo, con mucha gente.
Él le levantó la cabeza poniéndole un dedo debajo de la barbilla.
—¿Y?
Ella abrió los ojos, pero no lo miró a él, sino al cielo azul que se extendía por encima de su hombro derecho.
—Por favor, dime…
—¿El qué?
—Dime que no te he acusado de querer ligar conmigo, ni de querer comprar mi cariño mandándome a Morton’s…
—¿Quieres que te diga que no lo has hecho?
—Sí, por favor.
—Está bien, no lo has hecho —dijo él.
Audrey apartó la mirada, no quería verlo así, así de agradable, ni quería preguntarse por qué había cambiado de actitud desde que lo conoció.
Pero lo había acusado de algo de manera injusta, y no podía olvidarlo. Y, sobre todo, no podía abrazarlo.
—Lo siento mucho —dijo.
—¿Por qué? —preguntó él, confundido.
—Porque no estabas intentando ligar conmigo. Ni siquiera se te había ocurrido. Sólo estabas siendo… tú. No significaba nada más.
En especial, no significaba que la desease. Aunque a ella no le molestase la idea.
Pero él no la deseaba.
De todas maneras, con los problemas que había tenido con los hombres el año anterior, tenía suficiente para toda la vida.
—Quería que pasases un buen día —dijo él—. Y quiero que no trabajes tan duro de aquí en adelante. Y quería pedirte perdón.
—Lo sé. Gracias. Ha sido un día estupendo. Estupendo.
—Bueno, me alegro —dijo él, que seguía estando demasiado cerca y se aproximó un poco más mientras hablaba—. Y tal vez no debería decir nada más, dado que era un tema que te preocupaba, o tal vez sí debería decirlo, dado que estabas tan preocupada. O tal vez debería decirlo sólo porque quiero decirlo…
—¿Decir