Marie Ferrarella

Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina


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      —Ya sabes que no puedes fiarte de ella.

      —Yo sólo te estoy contando lo que me dijo —insistió él, suspirando. Detuvo el coche delante de la casa de Andie.

      Ella se quedó allí sentada, no quería entrar. En realidad, no quería hacer nada.

      —¿Se están peleando otra vez? —le preguntó Jake.

      Ella asintió.

      —¿Quieres venir a mi casa? Ya sabes que a mi tío y a Lily no les importa.

      —Ya lo sé —murmuró ella.

      No le gustaba estar en casa de Jake. Allí el ambiente era agradable, todo el mundo era simpático, pero sabían todo lo que había pasado con su madre. Odiaba que la gente la mirase, cuchichease, se riese, pero casi era peor que la tratasen con amabilidad.

      Como si les diese lástima.

      Eso, lo odiaba.

      No obstante, hacía semanas que no iba a casa de Jake.

      —Venga, Andie, ven. Le he prometido a Lily que cuidaría de las niñas para que ella pueda salir con mi tío.

      —Está bien.

      Sólo tardaron un par de minutos más en llegar a su casa. Andie salió del coche y se encontró con la señora Richards en la acerca. Tuvo la esperanza de que la mujer no se detuviese, pero no hubo suerte. Su madre la había considerado su amiga, pero durante el último año, ésta no había hecho nada más que criticarla.

      —Andie, cielo, qué casualidad. Juraría que acabo de ver a tu madre saliendo de Morton’s y subiéndose a un coche muy elegante con chófer y todo.

      ¿De Morton’s?

      —¿El balneario? —preguntó Andie.

      La señora Richards asintió.

      —Supongo que tu madre ha vuelto a ser la de siempre. Me habían dicho que trabajaba paseando a un perro, pero uno no va a Morton’s con ese trabajo, así que supongo que tiene un hombre nuevo. ¿Lo conoces ya?

      Andie negó con la cabeza y se mordió el labio inferior para no decir nada. De todos modos, ¿qué iba a decir?

      —Bueno, me alegro de verte, cariño. Cuídate —se despidió la señora Richards.

      Ella se apoyó en el coche de Jake. Él estaba en la acera, a su lado, intentando decidir qué hacer.

      —Morton’s —murmuró Andie—. Vive con un hombre viejo y rico en Highland Park y se pasa el día en Morton’s. Es perfecto. Perfecto.

      —Eso no lo sabes —insistió Jake—. La gente habla sin saber lo que dice.

      —Tienes razón. No lo sé. Así que será mejor que lo averigüe. Tú sabes dónde vive, ¿no? Pues llévame allí.

      —Andie, no tienes por qué hacerlo. No te pelees más con ella. Sólo vas a conseguir que las cosas vayan a peor.

      —Jake, llévame a su casa. Ahora —repitió Andie, entrando de nuevo en el coche.

      Él cedió.

      —De acuerdo, pero no le saltes a la yugular nada más verla. Prométeme que vas a darle una oportunidad, ¿de acuerdo?

      —¿Por qué?

      —Porque es tu madre, y porque tu padre es un idiota y odias a su novia y no eres feliz con ellos.

      —Estoy bien con ellos.

      —Sí, estás encantada con la situación.

      —No tengo elección, Jake.

      —Sí, claro que la tienes. Algunos no la tenemos, pero tú, sí.

      Andie se sintió avergonzada, guardó silencio.

      Jake había perdido a sus padres en un accidente de tráfico el año anterior. Por eso había ido a vivir con su tío.

      —Daría lo que fuera, lo que fuera, por poder volver a hablar con mi madre —confesó Jake—. Por poder verla. Por poder vivir con ella, pero no puedo. Tú, sí.

      —Es verdad. Lo siento.

      —Andie, tal vez no tengas siempre la posibilidad —le dijo con tristeza.

      —Es sólo… —no quería decírselo a Jake, ni a nadie.

      Le aterraba volver a depender de su madre. Depender de alguien.

      Incluso de él.

      —¿Puedes llevarme a su casa, por favor?

      —Está bien —dijo él.

      Parecía harto de ella y de sus problemas.

      «Mejor», pensó Andie.

      Él también pensó que era mejor estar enfadado.

      De todos modos, Andie ya le gustaba demasiado.

      Simon no estaba seguro de cómo habían terminado así: con Audrey entre sus brazos, su exquisito cuerpo contra el de él, sus brazos alrededor de su cuello, su boca abierta para recibir la de él, pero, en cualquier caso, estaba encantado.

      Habían discutido, después Audrey había llorado, y allí estaba en esos momentos. Y pretendía aprovechar la ocasión, ya que le daba la sensación de que ella tardaría en volver a dejarse llevar.

      Había soñado con tenerla así, pero la verdad era que la realidad superaba a su imaginación.

      Audrey olía como para comérsela, su piel era muy suave, y su pelo un poco loco y muy sexy. Ella estaba temblando, pero hambrienta de él, también. Lo besaba como si su vida dependiese de ello.

      Simon se preguntó si conseguiría llegar así con ella hasta su apartamento sin que nadie los viese, en especial, su hija, que estaba echando la siesta en el patio trasero con el perro.

      Si el maldito animal los oía, querría subir también.

      Y él quería estar a solas con Audrey, detrás de una puerta cerrada con llave, de preferencia, en una habitación con una cama, porque quería quedarse en ella un rato después, pero se temió que no iba a conseguirlo.

      Ella lo deseaba, pero estaba asustada.

      Y él la deseaba, a pesar de los miedos de ella.

      Podrían superarlos juntos. Él lo arreglaría y luego, tendría a Audrey en su cama.

      —Ven arriba conmigo —le susurró contra los labios.

      —¿Qué?

      —Arriba. Conmigo. No te preocupes. Peyton está dormida.

      Y sintió la resistencia de Audrey, supo que estaba intentando ser fuerte y rechazarlo.

      —No —le dijo él—. No lo hagas. No pienses en los motivos por los que no debemos hacerlo. Ya nos ocuparemos de eso más tarde. Yo lo arreglaré, sea lo que sea. Ahora, quédate conmigo, sé que es lo que quieres. Y es también lo que yo deseo.

      Ella gimió y se puso de puntillas para besarlo todavía más desesperadamente.

      —Simon, no puedo.

      —Claro que puedes…

      Audrey estaba intentando zafarse de él cuando Simon se dio cuenta de que no estaban solos. En el camino se había parado un viejo coche que no conocía. Detrás del volante había un chico.

      Y justo fuera una muchacha alta y rubia, que los miraba con indignación.

      Audrey dio un grito ahogado.

      —Así que trabajas aquí —dijo la chica—. ¿Así lo llamas ahora? ¿Trabajar? ¿No hay nada más, verdad?

      —¿Quién eres? —inquirió Simon.

      La muchacha lo fulminó con la mirada.

      —¿Que