Al estar más corto, el pelo también se le rizaba más, dado que no pesaba tanto, y se le ponía en la cara constantemente.
En ocasiones, le parecía que estaba mona. Esperaba no estar sexy.
Esa mañana no se había maquillado, sólo se había puesto un poco de brillo en los labios y máscara de pestañas, y parecía…
Audrey no sabía lo que parecía.
No era la Audrey de antes, eso era seguro.
Parecía más joven de lo que ella había imaginado, aunque ése tampoco había sido su objetivo.
Había esperado… volverse invisible, o algo parecido.
—He oído que la vida de las monjas es muy tranquila —comentó mientras tomaba el bolso y buscaba las llaves en él—. Y suena bien. Aunque, en estos momentos, estoy muerta de miedo. Hace casi veinte años que no hago una entrevista de trabajo.
Con diecinueve años había ido a buscar trabajo a un local en el que las camareras llevaban mucho escote y la falda corta, y donde recibían muy buenas propinas. Y se lo habían dado.
Ya casi tenía cuarenta e intentaba taparse lo máximo posible.
—No creo que la manera de hacer entrevistas haya cambiado mucho —dijo Marion, intentando tranquilizarla.
—¿Estás segura de que necesita a alguien? ¿No le habrás pedido que me haga un favor, o que haga una buena obra o algo así?
—Estoy segura. Está desesperado. Casi no podía ni hablar cuando me lo encontré en el restaurante. Y eso no es normal en él. Además, cielo, recuerda lo más importante: que vive en el lugar perfecto.
A sólo cinco manzanas de la casa de su hija que, en ese momento, la odiaba.
Para Audrey era un sueño poder estar tan cerca de Andie, ya que nunca habría podido permitírselo.
—Está bien, estoy lista —dijo, mirándose el reloj. Tenía que marcharse.
—Relájate —le recomendó Marion—. Respira. No es un ogro, ni un hombre brusco, sólo un poco acelerado. No le gusta perder el tiempo. No intentes darle palique, lo odia. Y no le des besos, también lo odia.
—¿Hay algo que le guste? —preguntó Audrey, todavía más nerviosa.
—La paz. Me dijo que necesitaba tranquilidad, y tú puedes darle eso. Tal vez el traje de monja no sea tan mala idea después de todo.
Audrey se aferró al volante como si fuese a enfrentarse a una muerte cercana.
A pesar de estar desesperada por ver a su hija, odiaba ir a aquel lado de la ciudad. De hecho, nunca iba allí. Le aterraba encontrarse con alguien conocido.
Bueno, pues tendría que superarlo.
Porque, en realidad, a su ex marido ya no le interesaba ser padre, aunque Andie estuviese viviendo con él. La pobre no tardaría en darse cuenta de que no podía contar con él desde hacía mucho tiempo, y entonces…
Tendría que volver con su madre, ¿no?
Con eso contaba ella.
Lo cierto era que el tiempo y la cercanía eran sus únicas esperanzas.
Tal vez Andie no la perdonase, pero necesitaría una madre, y ella pretendía estar lo más cerca posible cuando eso ocurriese.
Lo que significaba que tenía que conseguir el trabajo.
Giró en Maple Street y agarró el volante con tanta fuerza que le sorprendió que no se partiese en dos. Al entrar en su anterior barrio, se le aceleró el corazón.
«Respira», se recordó. «Ya no eres esa mujer, Audrey. Ya no estás tan dolida. Ni tan enfadada. Ni eres tan autodestructiva».
El corazón se le calmó un poco.
Después de diecinueve años siendo prudente y predecible, con un matrimonio relativamente bueno y una familia bastante feliz, lo había echado todo a perder en un ataque de ira y desconcierto el otoño anterior, cuando su marido las había abandonado.
Era como si aquellos diecinueve años no hubiesen valido nada, y ella era sólo la mujer en la que se había convertido durante aquellos crudos y dolorosos días y noches. Mientras que el hecho de que su marido las abandonase parecía del todo aceptable.
Cerró los ojos y respiró.
«Ya no eres esa mujer».
Al final de la manzana, giró y entró en la parte más antigua de Highland Park, y se dio cuenta de que Simon Collier vivía en la zona más lujosa del barrio, en la que las casas eran casi fincas.
Era impresionante.
La casa era una imponente estructura de piedra gris de tres pisos, con mucho terreno alrededor… un tanto descuidado en algunas partes.
Avanzó por el camino que llevaba hasta ella y aparcó fuera del garaje de dos pisos, para cuatro coches. Salió y se miró el reloj.
Justo a tiempo. Exactamente a las siete de la mañana se abrió la primera plaza de garaje y allí de pie, al lado de un reluciente Lexus negro convertible vio a un hombre vestido con un elegante traje negro, camisa blanca, corbata azul y zapatos impecables.
Simon Collier, supuso Audrey.
La forma en la que salió de la oscuridad del garaje, con la precisión de un mago, justo a las siete en punto, le dio un poco de miedo.
Ella sonrió un poco, a pesar de que tenía ganas de vomitar. Avanzó y se dijo que lo mejor sería imaginarse que era un importante cliente de su ex marido, que iba a cenar a casa, y que tenía que asegurarse de que estuviese cómodo y lo pasase bien.
Le tendió una mano muy cuidada, ya que la manicura era el último vicio que le quedaba y dijo:
—¿Señor Collier? Soy Audrey Graham. Encantada de conocerlo.
Él le dio la mano y la miró de manera aprobatoria, probablemente por su puntualidad y por no haberse puesto a parlotear nada más verlo.
Audrey todavía estaba intentando respirar con normalidad.
Sus ojos se ajustaron por fin de la luz del sol a las sombras del garaje y fue cuando se dio cuenta de que era un hombre muy guapo.
Iba muy bien vestido y arreglado, y le había dado la mano con fuerza y seguridad. Tenía el pelo moreno, todavía abundante y grueso, perfectamente peinado, los ojos oscuros y una sonrisa educada. Era elegante y muy masculino al mismo tiempo.
Y más joven de lo que ella había esperado. Y según se fue acostumbrando a la luz del garaje, más guapo y joven le pareció.
No había esperado algo así, dado el barrio en el que vivía, y el modo en que Marion había hablado de él, debía de tener mucho dinero. Ella se había imaginado a un hombre de unos sesenta años, calvo y gordo.
—Señora Graham, ha llegado justo a tiempo. Bien. Lo siento, pero tengo muy poco tiempo esta mañana, como casi todas las mañanas. Será mejor que vayamos directos al grano.
—Por supuesto.
—En estos momentos, tengo cuatro problemas en vida, Audrey. ¿Puedo llamarte Audrey?
—Por favor.
—Bien. Llámame Simon, por favor. Como te decía, tengo cuatro problemas. No me gustan los problemas y cuatro son demasiados.
—Lo siento —fue lo único que se le ocurrió contestar a ella.
—No lo sientas. Espero que puedas resolver tres de esos cuatro problemas. ¿Eres consciente de que tendrás que vivir aquí?
—Sí.
—Excelente. Mi primer problema es el jardín. Marion me dijo que tenías el jardín más bonito de Mill Creek.
—Bueno… —¿qué podía decir?—. A la gente parecía