Diego Giacomini

Papel pintado


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donde los bienes son garantizados en su calidad por los propios productores. Pensemos en los mercados industriales y tecnológicos a nivel mundial. El Estado, a grandes rasgos, no garantiza ahí la calidad; sin embargo el sistema no solo no se ha desplomado, sino que cada vez crece más. El fraude es mínimo. El sistema se autocontrola: el que estafa, se funde. Lo mismo sucedería con moneda privada emitida en libre competencia. Cada acuñador privado estaría expuesto, día a día, al veredicto de sus consumidores, a la competencia y, en última instancia, en caso de delito, a la justicia del Estado.

      Tercero: se argumenta que si se permite la acuñación privada en libre competencia “la mala moneda terminará desplazando a la buena moneda”. Otra mentira: en libre mercado, si una moneda pesa (digamos) 9 onzas en lugar de pesar 10, terminará siendo aceptada al 90%, y no solo no desplazaría a la moneda de 10 onzas, sino que no habría estafa alguna.

      Afirmar que el mercado jamás podrá proveer al público de una sana y buena moneda proviene de una mala interpretación de la ley de Gresham, que demuestra que “la mala moneda desplaza a la buena de la circulación”. Como acabamos de ver, en libre mercado una moneda desgastada terminaría cotizando bajo la par, con lo cual no desplazaría a la nueva moneda. Por el contrario, el fenómeno descrito por la ley de Gresham sucede cuando el gobierno interviene en el mercado monetario, obligando a aceptar a 10 onzas tanto a las monedas desgastadas como a las nuevas. Cuando el gobierno interviene, dando igual valor a las dos monedas, está sobrevaluando la moneda desgastada y devaluando la nueva. Ejerce el control de cambios. En este escenario, todo el mundo pondrá en circulación las piezas desgastadas para atesorar las monedas nuevas. Esto sucede solo como resultado de la intervención estatal, nunca en libre mercado.

      Dicho sea de paso, esto es muy fácil de entender para los argentinos: sucede cada vez que un gobierno impone el control de cambios para evitar que nos refugiemos en el dólar, procurando escapar del impuesto inflacionario de la casta política para preservar nuestro poder adquisitivo y nivel de vida. Los controles cambiarios de los gobiernos de CFK, Macri y Alberto Fernández no son otra cosa que un precio mínimo para el peso y un precio máximo para el dólar. El peso está sobrevalorado y el dólar está subvalorado. La gente corre a sacarse de encima los pesos artificialmente sobrevalorados e intenta cambiarlos por dólares al precio oficial, que irremediablemente terminará siendo más barato. Como además hay control de cantidades, la escasez de dólares se hace creciente. El dólar paralelo sube y la brecha se ensancha. El exceso de demanda de dólares se transforma en exceso de oferta en la economía real, o sea en creciente recesión. Este efecto negativo sobre el nivel de actividad será mayor cuanto más intervención cambiaria haya, más tipos de cambio se establezcan y más segmentado esté el mercado de divisas. La caída de la demanda de dinero se profundiza, la actividad cae más y la estanflación recrudece.

      Cuarto: en el mejor de los casos,es cómico que los defensores del monopolio del Estado a la hora de emitir dinero ataquen al dinero privado usando el argumento del fraude. El Estado siempre fue y sigue siendo el gran estafador con la emisión de dinero. Los primeros episodios datan de la antigüedad y surgieron cuando los gobernantes, dándose cuenta de la posibilidad del señoreaje, se autoproclamaron los “custodios de la calidad de la moneda”. Entonces llamaron a cambiar las viejas monedas gastadas por nuevas monedas acuñadas con el sello real, supuesta garantía del peso del oro declarado en las caras de la moneda. En ese contexto, y siguiendo con el ejemplo anterior, los reyes llamaban a cambiar las viejas monedas de 10 onzas por nuevas monedas de 10 onzas. Hacían fundir las monedas de 10 onzas y acuñaban nuevas monedas (digamos) de 6 onzas, devolviéndolas al mercado pero con sellado de 10 onzas. Traducción: aplicaban un señoreaje de cuatro onzas con el cual financiaban sus gastos, la vida de la corte, sus flotas, guerras o sus cruzadas. La contracara del señoreaje era la emisión, la devaluación de la moneda, la pérdida del poder adquisitivo del dinero.

      La antigua Roma fue un caso paradigmático en esto. Cuando el denario (nombre de una moneda romana) se creó en la época de la República romana, dos siglos antes de Cristo, su contenido en plata equivalía al 95% del peso de la moneda. Esta proporción se mantuvo durante casi trescientos años. Luego Nerón, entre el año 54 y 68 después de Cristo, empezó a degradar el contenido metálico del denario. El contenido de plata de un denario se redujo de 95% a 65%. Posteriormente, Marco Aurelio, entre el año 161 y 180 después de Cristo, redujo el peso de las monedas. El emperador Cómodo, entre el 180 y 192 después de Cristo, degradó aún más la moneda. La contrapartida del sostenido señoreaje fue una creciente y cada vez más acelerada inflación.

      En definitiva, el dinero privado acuñado y emitido en libre competencia no solo no es imposible, sino que es la condición natural del dinero, su esencia y origen. El dinero es un invento privado, que nació y prosperó en libre mercado, potenciando la acción humana y el desarrollo de la civilización. El oro y la plata se convirtieron en dinero por elección espontánea y voluntaria de la gente. Y la gente los eligió porque eran los dos bienes más demandados, lo cual les confería máxima comerciabilidad. Es decir, el oro y la plata eran los dos bienes que se podían vender más rápida y fácilmente. A su vez, dado que ambos metales eran los más comerciables, pasaron a ser atesorados para servir como medio general de intercambio para operaciones futuras (reserva de valor). Posteriormente, y solo como consecuencia espontánea de ser medio general de intercambio, el oro y la plata pasaron a ser unidad de cómputo para los precios presentes y futuros (numerario).

      Ningún burócrata del Estado estuvo detrás de la invención del dinero. Si hubiese nacido de la intervención estatal, jamás habría tenido el éxito que tuvo. Toda imposición representa una solución “sub óptima”, es decir, una que conlleva pérdida de bienestar con respecto a la solución de libre mercado; solo la adoptamos por miedo al castigo de los burócratas a cargo del Estado.

      El rey falsifica monedas de oro dinero para cobrar impuesto inflacionario, que es el peor de todos porque no se puede evadir. Falsificando moneda, además, el rey perjudica en mayor medida a los pobres. Por último, el señoreaje y la falsificación de monedas distribuye ingresos desde los súbditos hacia la corona. En resumen: el hecho de que la emisión y acuñación