Helen Bianchin

Boda de sociedad


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algunos, y tomaba solícita nota de su comanda antes de retirarse con la debida deferencia para comunicarla a la cocina.

      Aysha levantó su copa, tomó un sorbito de agua, y se quedó mirando a Carlo:

      –¿Habría alguna posibilidad de que accedieras a casarte en secreto?

      Él giró su copa para mover el vino, y luego se la llevó a los labios y lo saboreó:

      –¿Tienes alguna razón de peso para despertar la ira de Teresa, estropeándole la boda del año?

      –No se lo tomaría bien, desde luego –convino ella–; pero casi preferiría conservar la salud mental y soportar su ira.

      Carlo la miraba asombrado y divertido.

      Llegó el camarero con los primeros platos: sopa minestrone y unos excelentes linguini a la marinera.

      –No quedan más que dos semanas –le recordó.

      A ella le parecían una cadena perpetua. Si por ella fuera, se habría ido a vivir a un apartamento, pero Teresa había sentenciado que era una estupidez, puesto que en la casa de sus padres disponía de toda un ala para su uso exclusivo, que incluía gimnasio, sauna, y un amplio salón. Tenía su propio coche, su garaje con entrada independiente, y, en principio, podía entrar y salir sin dar cuentas a nadie.

      Aysha empuñó el tenedor, enroscó en torno a él una porción de pasta y se lo llevó a la boca. Deliciosos.

      –¿Están buenos?

      Como respuesta, enrolló hábilmente otra porción y le acercó el tenedor.

      –Prúebalos –le dijo, sin pensar en lo íntimo que podía resultar el gesto, y tuvo un sobresalto cuando Carlo puso sus dedos sobre los de ella, guió su mano, y sin dejar de mirarla a los ojos, se llevó la pasta a la boca.

      Se le hizo un nudo en el estómago, y, cuando se deshizo, Aysha sentía que le retumbaba el corazón en los oídos.

      Sonriendo, Carlo tomó un poco de minestrone con la cuchara, y se lo ofreció.

      –¿Quieres probarla?

      Probó un poquito, y le dijo que «no» con la cabeza cuando le ofreció más. ¿Se daría cuenta de lo mucho que le costaba conservar la serenidad en momentos como ése?

      –Tenemos ensayo mañana por la tarde en la iglesia –le recordó Carlo.

      La expresión de Aysha se ensombreció, y dejó el tenedor, sin apetito por el momento.

      –Ya, a las ocho –corroboró, sin darles ninguna expresión a las palabras–. Y después cenamos todos los del ensayo.

      Es decir, los padres de los contrayentes, los propios novios, las damas de honor con sus parejas, los niños y niñas portadores de las arras, y los papás de los niños. Y al día siguiente, tendría la despedida de soltera, que no iba a consistir precisamente en unas cuantas amigas, que se reúnen con algo para picar y una botella de champán. Habría cincuenta invitados, camareros contratados, y una actuación elegida por Teresa.

      Para redondear la situación, Aysha no había querido tomarse antes de la boda más que dos semanas del total de seis de sus vacaciones. Seguir trabajando agravaba el estrés al que estaba sometida, aunque tuviera un lado bueno, al mantenerla ocupada con otras cuestiones, y distraerla de la tensión que se iba acumulando con su madre. El lado negativo eran las horas que tenía que sacar antes de entrar a trabajar y después de salir del trabajo para elegir diseños y colores y supervisar la instalación de alfombras, cortinas y muebles en la enorme casa que Carlo había hecho construir cerca del puerto. Sin dejar de batallar con Teresa cada vez que sus gustos no coincidían, y Teresa olvidaba que su papel era de asesora. Cosa que sucedía continuamente.

      –Un penique por tus pensamientos.

      Aysha levantó la vista y vio la sonrisa socarrona de Carlo.

      –Estaba pensando en la casa –dijo, sin mentir–; está quedando todo muy bien.

      –¿Te gusta?

      –¿Y cómo iba a no gustarme? –le contestó sencillamente, evocando el moderno diseño que el arquitecto había dado al edificio, formado por cinco alas independientes, con aislamiento acústico, que convergían en un patio central. La luz y el espacio eran los protagonistas del interior de la casa, que contaba con una galería balconada para las obras de arte, un pequeño auditorio, y una sala de juegos. Había una zona construida más baja, con piscina, sauna y jacuzzi. Era un escaparate, un espacio en el que agasajar a los invitados y seguir haciendo negocios. Aysha pensaba convertirlo en un hogar.

      El sumiller volvió para rellenar las copas, seguido del camarero joven, que retiró los platos e inmediatamente llevó los segundos.

      Aysha miró a su prometido, mientras comían en silencio. Le pareció la encarnación de la masculinidad, elegante, decidido, y dueño de una sensualidad primitiva que era un auténtico imán para las mujeres. Otros hombres envidiaban su mezcla de contundencia y encanto, una combinación absolutamente irresistible.

      Aysha era muy consciente de todas y cada una de sus cualidades, y se preguntaba si sería ella mujer suficiente para retenerlo.

      –¿Le apetece tomar postre, señorita Benini?

      El deseo de complacer del joven camarero resultaba casi agobiante, y ella le sonrió amablemente al contestarle:

      –No, gracias, prefiero café.

      –Parece que lo tienes conquistado –dijo Carlo cuando el camarero se retiró.

      –Qué cosas tan bonitas dices –le contestó, con ganas de enredar.

      –¿Tú crees que debería ponerme celoso?

      A ella le habría gustado que la pregunta fuera sincera, pero no lo creía probable, así que le siguió el juego.

      –Bueno, es joven y guapo –hizo como que reflexionaba–. Será seguramente un universitario que trabaja por la noche para pagarse los estudios. Y eso quiere decir que es alguien con empuje –y continuó, sin dejar de sostener la mirada de Carlo, ni de sonreír–, así que no sé si querría dejar la habitación que tendrá alquilada, vender su vehículo, que me imagino que será una Vespa, y dedicarse a ser un gigoló.

      Carlo se rió suavemente, y Aysha sintió escalofríos por todo el cuerpo, como si cada una de las terminaciones nerviosas de su piel lanzara una descarga.

      –Creo que será mejor que te lleve a casa.

      –Acuérdate de que he venido en mi coche.

      Sus ojos parecieron oscurecerse, y su mirada se hizo más intensa:

      –¿Como gesto de independencia, o como aviso de que no piensas compartir mi cama esta noche?

      La sonrisa de ella volvió a ser deslumbrante, y sus ojos relampaguearon burlones:

      –Teresa opina que mi objetivo número uno debería ser ocuparme de tus necesidades físicas.

      –¿Y la opinión de Teresa es la que cuenta? –preguntó él con una voz suave como la seda, sin que eso la engañara ni por un instante.

      –Mi madre cree que hay que cubrir todos los frentes –le contestó alegremente.

      Seguía mirándola fijamente, y casi se diría que leyéndole el pensamiento.

      –¿Y tú también lo crees?

      –Yo no tengo ninguna estrategia –le contestó, ya seria.

      ¿Se daba cuenta de que estaba enamorada de él? ¿De que llevaba toda la vida enamorada de él? Esperaba que no lo supiera, porque le habría dado una ventaja excesiva.

      –Acábate el café –dispuso Carlo con gentileza– y nos marchamos.

      Levantó la mano y el camarero se materializó con la cuenta. Firmó la nota, dejó una generosa propina, y se volvió a acomodar en su asiento para observar a Aysha, que se puso