a primera vista. La había visto manejar lo ocurrido con más aplomo del que él tendría jamás. El único instante en que la máscara se le había resquebrajado había sido al besarla.
Así que iba a asistir a la boda de su primo. Debería decirle quién era, pero igual entonces no se creía que buscaba inversores externos. Seguían siendo desconocidos, y decirle a la gente que era un Bisset le había complicado mucho la vida en el pasado.
La sala de conferencias a la que los condujeron estaba bien amueblada. Bastante parecida a la impresionante sala de juntas que había en Bisset Industries.
En algún momento iba a tener que decir quién era, pero aún no. Se lo estaba pasando bien. Ella le había arrebatado el control, había algo en aquella mujer que le fascinaba.
El problema era que su familia también iba a asistir a aquella boda, y aunque él era muy celoso de su intimidad, la clase de relación de relumbrón que ella quería… podía despertar preguntas. Iba a tener que tomar decisiones rápidamente.
–¿Te has asustado ya? –preguntó ella.
–¿Y tú?
–Yo, sí. Mira, has sido tan dulce acudiendo a mi rescate cuando iba a caerme, pero no estoy segura de que sepas dónde te estás metiendo.
Se recostó en el sillón de cuero y repiqueteó con los dedos sobre el pecho, un movimiento que había visto hacer a su padre cientos de veces, siempre que se enfrentaba a un oponente en un consejo de administración.
–Háblame de ello –dijo.
Ella asintió y caminó hasta el otro lado de la mesa. El sol del verano se filtraba el ventanal, y pudo admirar su magnífica figura.
–Como ya te he dicho antes, me dedico al estilo de vida. Mi carrera empezó con un blog, y fui asistente personal de Leta Veerland. No sé si habrás oído hablar de ella.
–La conozco.
Leta Veerland era la par de Martha Stewart. Había hecho carrera en los ochenta y los noventa con libros de estilo de vida, revistas y programas de televisión. Su madre la consideraba el summun del buen gusto y la emulaba en todas sus fiestas veraniegas de los Hamptons.
–Me lo imaginaba. Ella quería recortar el show y yo comencé a aportar una perspectiva más fresca y joven, según ella misma dijo. Y la gente comenzó a responder. Ya han pasado siete años. Mi mercado ha ido creciendo y ha pasado de ser el de una-chica-soltera-en-la ciudad, al de vida-en-pareja-y–hogar…
–Pero no tienes pareja.
–Sí, bueno, salía con alguien, pero no funcionó. Y he ido dejando pistas que parecían decir que iba a revelar la identidad de mi chico nuevo en esta boda en la que soy dama de honor. También estoy promocionando el lanzamiento de un nuevo producto para futuras novias y esposas, así que…
–Quedaría fatal que te presentaras sola –concluyó–. Vale, eso tiene sentido. ¿Qué es exactamente lo que necesitarías de mí si accedería a hacerlo?
Se volvió, y Zac cayó en la cuenta de que, cuando hablaba de negocios, la dulzura desaparecía. Tenía una expresión tan seria de emprendedora que le recordó mucho a su padre y a su hermano Logan cuando estaban a punto de cerrar un trato.
–Los paparazzi acaban de vernos abrazados. Me temo que, o es contigo, o con nadie más. Solo nos queda acordar un precio.
Se levantó y se tomó su tiempo para llegar al otro extremo de la sala de conferencias. Le había llegado una mano ganadora, y aunque era consciente de que financiar la participación en la Copa América era un precio demasiado alto para que ella lo pagase por cuatro días de noviazgo, ambos estaban en una posición en la que no había otra salida.
Ella no retrocedió cuando se le acercó hasta quedar a escasos centímetros el uno del otro.
–Me temo que lo que necesito es muy valioso.
Capítulo Tres
Volver a casa, a Nantucket, siempre era un momento agridulce para Juliette Bisset. Su madre, Vivian, y ella habían tenido siempre una relación difícil mientras estaban en la ciudad, pero era curioso que, en Nantucket, siempre habían estado extrañamente unidas. A Musette, su hermana pequeña, le encantaba estar allí. Hacía casi veinticinco años que había fallecido. Seguía echándola de menos.
–Me imaginaba que te encontraría aquí.
Juliette se volvió. Era Adler, su sobrina, la hija de Musette. Se imaginó a su hermana muerta de risa porque su hija fuera a casarse con un miembro de la familia rival.
–No puedo dejar de pensar en tu madre, estando aquí para tu boda.
–Yo tampoco. La echo de menos –dijo Adler.
–También yo –contestó, abrazándola–. Es como si estuviera aquí con nosotras.
–Eso espero. Es una de las razones por las que he escogido Nantucket para la boda. Aquí es donde éramos más felices. Espero que las gardenias florezcan a tiempo para llevarlas en el ramo de novia.
Juliette sabía que Musette las ponía en la habitación de la niña cuando era pequeña.
–Seguro que sí.
Adler se volvió a mirar las otras lápidas del cementerio familiar. La mayoría de sus antepasados estaban enterrados allí.
–¿Por qué no tiene nombre esta lápida?
Juliette sintió un peso de plomo en el estómago y la garganta se le cerró. Aquella pequeña lápida contenía su secreto más hondo y oscuro.
–Es la del bebé que nació muerto.
–Oh… qué triste. ¿Era de la abuela?
–No. Anda, volvamos a casa antes de que empiece a llover.
Adler se colgó del brazo de su tía para volver a la casa mientras hablaba de los detalles de última hora de los que tenía que ocuparse antes de que los invitados comenzasen a llegar, pero Juliette tenía el pensamiento en otra parte… en aquella diminuta lápida. A veces deseaba no haber ocultado nunca su nacimiento, pero las cosas no tenían marcha atrás, así que su bebé quedaría escondido para siempre allí.
Volvieron a la casa por la puerta de la playa, en cuanto entraron, Dylan, el corgi de Vivian, corrió hacia ellas.
–¿Ha estado bien el paseo, Juliette? –preguntó su madre al verlas llegar. Vivian rondaba los setenta, pero aparentaba menos edad. Llevaba unos pantalones blancos ajustados y un blusón que solo se había metido de un lado, y con un martini en la mano, se acercó a su hija para abrazarla. Luego, hizo lo mismo con Adler, pero lanzó un beso al aire. Juliette se había pasado años comparándose con los demás, y por un momento los celos viejos asomaron en su interior, pero los apartó con decisión. Ella también tenía una hija con la que, por fin, empezaba a sentirse unida, algo que jamás se habría esperado que ocurriera a aquellas alturas de su vida, ya con sesenta y un años.
–¿Un martini, chicas?
–Bien–dijo Adler.
–Por supuesto –añadió Juliette. Aquel fin de semana iba a ser duro en más de un sentido, e iba a hacer cuanto estuviera a su alcance para enfrentarlo con encanto y una sonrisa irrompible.
–¿En cuánto valoras tu colaboración? –le preguntó Iris a Zac. Seguían con la negociación. Iris intentaba continuar centrada, pero es que olía tan bien, y con el beso de antes…
–Estoy organizando mi propio equipo para competir en la Copa América.
Ella parpadeó. No era lo que esperaba oír. Sabía poco de esa competición, excepto que el director general de Oracle había ganado la copa para Estados Unidos unos años atrás, y que para lograrlo había tenido que invertir un montón de dinero y de tiempo.
–¿Así te ganas la