las rentas de Su Majestad por la carga de mantenerlo, que pronto habría llegado a ser insoportable, y aun añadió que la medida propuesta por el secretario, de sacarle los ojos, lejos de remediar este mal lo aumentaría, como lo hace manifiesto la práctica acostumbrada de cegar a cierta clase de aves, que así comen más de prisa y engordan más pronto. A su juicio, Su Sagrada Majestad y el Consejo, que son sus jueces, estaban en conciencia plenamente convencidos de su culpa, lo que era suficiente argumento para condenarlo a muerte sin las pruebas formales requeridas por la letra estricta de la ley.
“Pero Su Majestad Imperial, resueltamente dispuesto en contra de la pena capital, se dignó graciosamente decir que, cuando al Consejo le pareciese la pérdida de sus ojos un castigo demasiado suave, otros había que se puedan infligir después. Y su amigo el secretario, pidiendo humildemente ser oído otra vez, en respuesta a lo que el tesorero había objetado en cuanto a la gran carga que pesaba sobre su Majestad con mantenerlo, dijo que Su Excelencia, que por sí solo disponía de las rentas del emperador, podía fácilmente prevenir este mal con ir aminorando su asignación, de modo que, falto de alimentación suficiente, fuera quedándonos flojo y extenuado, perdiera el apetito y se consumiera en pocos meses. Tampoco sería entonces —tan peligroso el hedor de su cadáver, reducido como estaría a menos de la mitad; e inmediatamente después de su muerte, cinco o seis mil súbditos de Su Majestad podían en dos o tres días quitar toda carne de sus huesos, transportarla a carretadas y enterrarla en diferentes sitios para evitar infecciones, dejando el esqueleto como un monumento de admiración para la posteridad.
“De este modo, gracias a la gran amistad del secretario, quedó concertado el asunto. Se encargó severamente que el proyecto de mataros de hambre poco a poco se mantuviera secreto; pero la sentencia de sacarle los ojos había de trasladarse a los libros; no disintiendo ninguno, excepto Bolgolam, el almirante, quien, hechura de la emperatriz, era continuamente instigado por ella para insistir en su muerte.
“En un plazo de tres días su amigo el secretario recibirá el encargo de venir a su casa y leerle los artículos de acusación, y luego daros a conocer la gran clemencia y generosidad de Su Majestad y de su Consejo, gracias a la cual se le condena solamente a la pérdida de los ojos, a lo que Su Majestad no duda que se someterá agradecida y humildemente. Veinte cirujanos de Su Majestad, para que la operación se lleve a efecto de buen modo, procederán a descargarle afiladísimas flechas en las niñas de los ojos estando usted tendido en el suelo.
“Dejo a su prudencia qué medidas deba tomar; y, para evitar sospechas, me vuelvo inmediatamente con el mismo secreto que he venido.”
Así lo hizo su señoría, y yo quedé solo, sumido en dudas y perplejidades.
Era costumbre introducida por este príncipe y su Ministerio —muy diferente, según me aseguraron, de las prácticas de tiempos anteriores— que una vez que la corte había decretado una ejecución cruel fuese para satisfacer el resentimiento del monarca o la mala intención de un favorito—, el emperador pronunciase un discurso a su Consejo en pleno exponiendo su gran clemencia y ternura, cualidades sabidas y confesadas por el mundo entero. Este discurso se publicaba inmediatamente por todo el reino, y nada aterraba al pueblo tanto como estos encomios de la clemencia de Su Majestad, porque se había observado que cuando más se aumentaban estas alabanzas y se insistía en ellas, más inhumano era el castigo y más inocente la víctima. Y en cuanto a mí, debo confesar que, no estando designado para cortesano ni por nacimiento ni por educación, era tan mal juez en estas cosas, que no pude descubrir la clemencia ni la generosidad de esta sentencia; antes bien, la juzgué —quizá erróneamente— más rigurosa que suave. A veces pensaba en tomar mi defensa en el proceso; pues, aun cuando no podía negar los hechos alegados en los varios artículos, confiaba en que pudieran admitir alguna atenuación. Pero habiendo examinado en mi vida atentamente muchos procesos de Estado y visto siempre que terminaban según a los jueces convenía, no me atreví a confiarme a tan peligrosa determinación en coyuntura tan crítica y frente a enemigos tan poderosos. En una ocasión me sentí fuertemente inclinado a la resistencia, ya que, estando en libertad como estaba, difícilmente hubiera podido someterme toda la fuerza de aquel imperio, y yo podía sin trabajo hacer trizas a pedradas la metrópoli; pero en seguida rechacé este proyecto con horror al recordar el juramento que había hecho al emperador, los favores que había recibido de él y el alto título de nardac que me había conferido. No había aprendido la gratitud de los cortesanos tan pronto que pudiera persuadirme a mí mismo de que las presentes severidades de Su Majestad me relevaban de todas las obligaciones anteriores.
Por fin tomé una resolución que es probable que me valga algunas censuras, y no injustamente, pues confieso que debo el conservar mis ojos, y por lo tanto mi libertad, a mi grande temeridad y falta de experiencia; porque si yo hubiese conocido entonces la naturaleza de los príncipes y los ministros como luego la he observado en otras muchas cortes, y sus sistemas de tratar a criminales menos peligrosos que yo, me hubiera sometido a pena tan suave con gran alegría y diligencia. Pero empujado por la precipitación de la juventud y disponiendo del permiso de Su Majestad Imperial para rendir homenaje al emperador de Blefuscu, aproveché esta oportunidad antes de que transcurriesen los tres días para enviar una carta a mi amigo el secretario comunicándole mi resolución de partir aquella misma mañana para Blefuscu, ateniéndome a la licencia que había recibido; y sin aguardar respuesta, marché a la parte de la isla donde estaba nuestra flota. Cogí un gran buque de guerra, até un cable a la proa, y después de levar anclas me desnudé, puse mis ropas —juntas con mi colcha, que me había llevado bajo el brazo— en el buque, y, tirando de él, ya vadeando, ya nadando, llegué al puerto de Blefuscu, donde las gentes llevaban esperándome largo tiempo.
Me enviaron dos guías para que me encaminasen a la capital que lleva el mismo nombre. Los llevé en las manos hasta que llegué a doscientas yardas de las puertas y les rogué que comunicasen mi llegada a uno de los secretarios y le hiciesen saber que esperaba allí las órdenes de Su Majestad. Al cabo de una hora obtuve respuesta de que Su Majestad, acompañado de la familia real y de los magnates de la corte, salía a recibirme. Avancé cien yardas. El emperador y su comitiva se apearon de sus caballos, la emperatriz y las damas de sus coches, y no advertí en ellos temor ni inquietud alguna. Me acosté en el suelo para besar la mano de Su Majestad y de la emperatriz. Dije a Su Majestad que había ido en cumplimiento de mi promesa y con permiso del emperador, mi dueño, a tener el honor de ver a un monarca tan poderoso y de ofrecerle cualquier servicio de que yo fuese capaz y se aviniese con mis deberes hacia mi propio príncipe, no diciendo una palabra acerca de la desgracia en que había caído, puesto que a la sazón no tenía yo informes ofíciales de ella y podía fingirme por completo ignorante de tal designio. Ni tampoco podía razonablemente pensar que el emperador descubriese el secreto estando yo fuera de su alcance, en lo que no obstante, bien pronto pude echar de ver que me engañaba.
No he de molestar al lector con la relación detallada de mi recibimiento en esta corte, que fue como convenía a la generosidad de tan gran príncipe, ni las dificultades en que me encontré por falta de casa y lecho, y que me redujeron a dormir en el suelo envuelto en mi colcha.
Capítulo 8
El autor, por un venturoso accidente, encuentra modo de abandonar Blefuscu. Después de varias dificultades, vuelve sano y salvo a su país natal.
Tres días después de mi llegada, paseando por curiosidad hacia la costa nordeste de la isla, descubrí, como a media legua dentro del mar, algo que parecía como un bote volcado. Me quité los zapatos y las medias, y, vadeando dos o trescientas yardas, vi que el objeto iba aproximándose por la fuerza de la marea, y luego reconocí claramente ser, en efecto, un bote, que supuse podría haber arrastrado de un barco alguna tempestad. Con esto, volví inmediatamente a la ciudad y supliqué a Su Majestad Imperial que me prestase veinte de las mayores embarcaciones que le quedaron después de la pérdida de su flota y tres mil marineros, bajo el mando del vicealmirante. Esta flota se hizo a la vela y avanzó costeando, mientras yo volvía por el camino más corto al punto desde donde primero descubriera el bote; encontré que la marea lo había acercado más todavía. Todos los marineros iban provistos de cordaje que yo de antemano había trenzado para darle suficiente resistencia. Cuando llegaron