Lee Wilkinson

Movido por la venganza


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y le dio un alivio tan grande que había roto a llorar de alegría. Pero esta no duró demasiado porque, ante la promesa de una recuperación total, Martin había comenzado a hablar de adelantar la boda para principios de octubre, haciéndola sentirse como si un nudo de seda se le estuviese ajustando más y más alrededor del cuello.

      A veces, cuando se escapaba a dar un paseo, se le ocurría la idea de no volver nunca, pero luego la descartaba por imposible. En realidad, ella no recibía ningún salario por su trabajo de secretaria ejecutiva de Martin. Como temiendo que ella se marchase si tuviese independencia económica, Martin nunca le daba dinero en efectivo. Una vez, ella le había mencionado discretamente que necesitaba comprar unas cosas.

      —Compra lo que quieras y cárgalo a mi cuenta —fue su respuesta, lo cual la había obligado a no comprar más que lo estrictamente necesario.

      Lo que la retenía no era la falta de casa o dinero, sino una obligación moral que la aprisionaba tanto como si la hubiesen atado con cadenas.

      Absorta en sus pensamientos, dio la vuelta a un grupo de árboles y, como si hubiese estado al acecho, la alta figura de un hombre apareció de repente en su camino, haciéndola gritar de sorpresa.

      —Tranquila —le aseguró rápidamente—, no hay de qué asustarse.

      Hubiese reconocido esa voz en cualquier sitio, la voz de alguien que había amado y seguiría amando siempre. La sorpresa se hizo tan grande que creyó desmayarse.

      Él pareció darse cuenta de ello, porque unas fuertes manos la sujetaron por los brazos.

      —¡Keir!

      Él estaba igual, quizás un poco más delgado, pero tan varonil como siempre. Su recio rostro era el mismo, la misma mandíbula, la prominente nariz y los altos pómulos, aunque ahora rodeasen la boca líneas de dolor y desilusión.

      El impacto fue el mismo, la misma intensa atracción a la que Sera había respondido con su entrega ardiente, pero ahora se hallaba contenida, guardada.

      —¿Qué haces aquí? —preguntó ella, mirándolo a los profundos ojos azules de negras pestañas—. Pen… pensé que ahora vivías en Inglaterra —tartamudeó.

      Keir siempre había salido a correr por las mañanas. ¿Sería por ello que ella inconscientemente había seguido haciéndolo? ¿Para encontrárselo?

      —Decidí que era hora de volver a Nueva York. ¿Qué tal está Rockwell? —preguntó él, sin alterarse.

      —Martin se encuentra bien —logró ella decir, preguntándose si él se habría enterado del accidente.

      —He oído que los beneficios de su empresa fueron todavía superiores el año pasado —dijo él con sarcasmo y le tomó la mano izquierda, que lucía una magnífica sortija de brillantes—. ¿Todavía no llevas alianza?

      —No.

      —¿Por qué no? Rockwell estaba loco por ti.

      —Lo sigue estando —dijo ella con voz inexpresiva.

      —Entonces, ¿a qué se debe el retraso? Estabas a punto de casarte con él el verano pasado —cuando ella no respondió, añadió con ironía—: Ya tiene que valer varios millones, lo cual te debe de hacer muy feliz.

      —No sé a qué te refieres —respondió ella con rigidez.

      —¡Venga ya!

      —No me importan los millones que tenga.

      —Mira tú, y yo que creía que te importaban mucho.

      —Pues, estabas equivocado. No sé de dónde has sacado eso.

      —Disculpa que te recuerde que no te llevó demasiado tiempo dejarme cuando se cruzó por el medio alguien con suficiente dinero.

      —Yo no hice nada de eso —negó ella enfadada, y se preguntó cómo era posible que él la culpase por la ruptura—. Ya te lo he dicho, el dinero no me importa.

      —A pesar de lo que dices, no puedo evitar creer que las cosas habrían sido diferentes si yo hubiese tenido dinero.

      Ella apretó los dientes e hizo ademán de pasar a su lado, pero Keir se dio la vuelta y caminó a su lado.

      —Supongo que no era el momento adecuado para conocernos. Cuando me mudé a ese apartamento en el centro, en lo último que hubiese pensado era en que me enamoraría.

      Dijera lo que dijese ahora, ella estaba segura de que nunca la había amado de verdad.

      Cuando llegó a los Estados Unidos, se fue a vivir a un estudio en Manhattan. Una cálida noche de finales de primavera sus caminos se habían cruzado. Literalmente, porque ella subía las escaleras llevando una bolsa de papel marrón, llena de la compra, apretada contra el pecho a la vez que un hombre bajaba los escalones de dos en dos. Se cruzaron en el descansillo y él le dio en el hombro sin querer, haciéndola tambalearse y soltar la bolsa de la compra.

      Con una gran presencia de ánimo, él la sujetó por los hombros con el brazo para evitar que se cayera hacia atrás, mientras paquetes y fruta se desparramaban y rodaban por los escalones.

      Sara medía un metro setenta, pero el hombre que la sujetaba sobrepasaba el metro ochenta y era de anchos hombros. Sus hermosos ojos de espesas pestañas negras eran color azul oscuro, y tenía el cabello oscuro y ondeado. Vestía con estilo un par de vaqueros y una camisa. Tenía aspecto de atleta, con estrechas caderas y sin un gramo de grasa de más.

      —¿Te encuentras bien? —le preguntó. Su voz era grave y atractiva.

      —Sí, gracias —respondió ella temblorosa, no solo por el incidente sino por el atractivo que emanaba de él. La blanca sonrisa le aceleró el pulso y le costó trabajo desviar la mirada de la bien delineada boca. Haciendo un esfuerzo, logró hacerlo, furiosa por su actitud adolescente, que no iba a tono con sus veintitrés años de edad.

      —Qué amable, si tenemos cuenta que fui yo quien se tropezó contigo.

      —Soy una persona amable —dijo Sera en son de broma, intentando ocultar su reacción ante él—. La verdad es que fue culpa mía también.

      —Amable, generosa y honesta —se burló él—. Una mujer entre un millón —y antes de que ella pudiese pensar en qué responderle, añadió—: y, evidentemente, británica.

      —Soy medio americana —dijo ella, con indudable orgullo.

      —No me había dado cuenta —dijo él, sorprendido.

      —Aunque nunca había venido a Estados Unidos hasta que se presentó la oportunidad de pasar un año en la filial que mi empresa tiene en Wall Street.

      —¿Dónde trabajas?

      —En Anglo American Finance.

      —La conozco —dijo él—. Es más, he hecho negocios con Martin Rothwell, el hombre que se podría decir es el dueño de Anglo American… ¿a qué te dedicas?

      —Soy la secretaria ejecutiva de Cheryl Rothwell, la hermana del señor Rothwell. Me la presentaron cuando fue a la oficina de Londres y cuando se enteró de que yo era medio americana, me ofreció esta oportunidad.

      —Ya. ¿Cuál de tus padres es el americano?

      —Mi madre. Nació en Boston.

      —¡Mira qué casualidad! La mía también.

      —Entonces… ¿tú también eres americano? No se diría por tu acento.

      —Lo que pasa es que, al igual que tú, yo soy mitad y mitad. Nací y me criaron en Nueva York, pero estudié en Oxford.

      Una naranja rodó escaleras abajo.

      —Por más divertido que sea quedarme aquí sujetándote, creo que será mejor que recoja tu compra, antes de que acabe llegando hasta la puerta de entrada.

      Mientras lo observaba juntar la fruta y el resto de la comida, Sera supo