serte sincera, sí.
—¿Ibas a comer sola? —le preguntó, sin retirar la vista de la mano izquierda de ella, en la que no llevaba alianza.
—Sí.
—¿Un viernes por la noche?
—¡Solo llevo unos días en Nueva York! —se defendió ella—. No he tenido tiempo de conocer a nadie.
—Pues lo menos que puedo hacer, después de tropezarme contigo y dejarte sin cena, es invitarte a una pizza. Soy Keir Sutherlands, mucho gusto —dijo él, tendiéndole la mano.
—Encantada. Me llamo Sera Reynolds —respondió Sera. Su primer impulso fue aceptar, pero luego recordó lo que siempre le decía su abuela.
—Si no te gusta, podemos comer pasta.
—Me encanta la pizza —dijo ella, negando con la cabeza.
—¿Pero te han dicho que tengas cuidado con los extraños? —dijo él, al verle la expresión.
Su sonrojo fue respuesta suficiente.
—Puede que yo sea un poco peculiar en ciertos aspectos, pero no creo que llegue a tanto como para que se me considere extraño. Permíteme que te tranquilice con respecto a mis intenciones, ya que no quiero aprovecharme de ti. Estoy soltero y sin compromiso y, que yo sepa, nunca he tenido ni cuernos ni rabo. Tampoco he cometido asesinatos en serie sin previo aviso. Ahora, si prefieres un enfoque más positivo, ambos somos angloamericanos, y lo de que yo vivo en el mismo edificio es cierto, lo cual significa que soy tu vecino.
—No sé si eso debería tranquilizarme o no —bromeó ella—. Supongo que hasta el estrangulador de Boston habrá tenido vecinos.
—¿Y si te dijera que me harías muy feliz compartiendo una pizza conmigo? —preguntó él, mirando los ojos claros y almendrados, la nariz recta, la boca amplia y generosa y la suave curva de la barbilla.
—Siento que estoy comenzando a ceder.
—¡Gracias a Dios! —exclamó él con fervor—. ¿Qué te parece si subimos la compra a tu casa antes de desfallecer de hambre? ¿En qué piso vives?
—El último piso letra B. Tengo un estudio.
—Yo vivo en el último letra A —sonrió él, mientras comenzaban a subir las escaleras—. Así que lo de ser vecinos es cierto.
—Qué raro que no hayamos coincidido hasta ahora —se sorprendió ella.
—Lo raro es que hayamos coincidido —negó él con la cabeza—. Dices que hace unos días que estás. Yo tampoco hace mucho que he llegado. En este tipo de edificio la gente puede vivir puerta con puerta y no conocerse nunca, a menos que tengan los mismos horarios. Normalmente yo no estaría por aquí a estas horas, pero el cliente con quien iba a cenar canceló la cita en el último momento, así que decidí venir a casa a cambiarme antes de ir a comer algo —esbozó una sonrisa—. Ahora me alegro de haberlo hecho.
Las primeras semanas de estar enamorada, porque se enamoró locamente de él, fueron las más maravillosas de su vida.
Descubrió que Keir tenía más que lo que ella siempre había deseado en un hombre. Además de ser interesante y atractivo, resultó ser de carácter agradable, inteligente, sensible y compasivo, con sentido del humor y un contagioso amor por la vida.
También era adicto al trabajo y se quedaba hasta pasadas las nueve en su oficina de Wall Street, además de trabajar buena parte del fin de semana.
A pesar de estar tan ocupado, se las ingeniaba para verla un rato casi todos los días. Unas veces por la mañana temprano cuando salían a andar por un pequeño parque del barrio, otras para tomar un café por la noche en la casa de uno o el otro. Los fines de semana, si él disponía de tiempo, compartían una sencilla comida y una botella de vino.
—¿Por qué trabajas tanto? —protestó ella en una ocasión en que tuvieron que cancelar planes de fin de semana por sus obligaciones.
—El negocio de las propiedades exige mucha dedicación —respondió él con cautela.
—Pero, ¿todo el mundo trabaja por la noche y los fines de semana?
—Gran parte de mi trabajo se realiza más en restaurantes y bares que en el despacho, y los futuros clientes pretenden que esté disponible a a cualquier hora del día —dijo, apretándole la mano con cariño—. No será siempre así, te lo prometo. Pero por ahora no tengo elección.
—Habrá que resignarse, entonces —suspiró ella, aceptando lo inevitable.
El sábado por la mañana él apareció de improviso ante su puerta.
—¿Sabías que estaba negociando un contrato con tu jefe?
Sera asintió con la cabeza.
—Pues bien, Martin Rothwell ha accedido a financiar el proyecto que tenemos en Brodway, así que he decidido hacer pellas por una vez. ¡Vamos a divertirnos! —exclamó, tomándola de la mano.
—Pe… pero tengo que arreglarme el pelo y ponerme algo decente —tartamudeó ella.
—Lo que llevas está perfecto —le dijo él, mirando el vestido camisero gris y blanco, las sandalias sin tacón y el cabello negro y sedoso que le caía sobre los hombros—. Y me gusta que te dejes el pelo suelto.
—¿Adónde vamos? —le preguntó, cuando bajaban las escaleras.
—Tomaremos el metro hasta Coney Island.
Comieron perritos calientes, compartieron una gran bolsa de patatas y una gaseosa y caminaron por el malecón, disfrutando del sol, la música, los olores y el ambiente de diversión de tanta gente junta pasándoselo bien.
—Es la primera vez que veo algo por el estilo —reconoció ella.
—Háblame de ti —dijo él—. La verdad es que conozco bien poco.
—Pues hay poco que conocer —dijo ella—. He llevado una vida muy aburrida.
—No importa. Yo intentaré no bostezar.
—Estoy segura de que no te interesará.
—Y yo estoy seguro de que sí —la contradijo él con firmeza—. Tienes una extraña mezcla de timidez y coraje, de calidez y reticencia. Y aunque nunca criticas a nadie, eres una persona con un gran sentido de la moral.
—Haces que parezca una vieja —protestó ella.
—Todo lo contrario. Eres exactamente el tipo de mujer que siempre había querido encontrarme…
Ella sintió que se le detenía el corazón en el pecho mientras él continuaba.
—Y quiero saber qué es lo que te ha hecho así. Háblame de tu infancia. ¿Dónde has crecido?
—En Sussex.
—¿Cómo eran tus padres?
—No lo sé —reconoció ella—. No llegué a conocerlos de verdad. Murieron cuando tenía dos años.
—Qué duro —dijo él con sencillez—. ¿Cómo sucedió?
—Me dejaron con mi abuela paterna para irse a esquiar a Francia y murieron en una avalancha el día en que llegaron. Ambos eran hijos únicos y, con excepción de la madre de mi padre, ninguno tenía parientes cercanos.
—¿Ella te crió?
—Sí. Aunque no quería responsabilizarse de un niño a su edad, Nan era una mujer de principios y un gran sentido de la responsabilidad. Había enviudado el año anterior y teníamos muy poco dinero, y aunque nunca me lo dijo, yo sabía que era una carga para ella. No le gustaban demasiado los niños, así que pasé mucho tiempo sola.
—¿Pero tenías amigos en el colegio?
—No me alentó a que tuviese amistades —respondió