Kate Walker

Perdida en el olvido


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se movió inquieta en la cama como si de pronto se hubiera visto invadida por un gran calor. Tenía de repente en la sangre una nueva frescura que hacía que su corazón latiera más deprisa, que sus mejillas se sonrojaran… haciéndole consciente de que debajo de las sábanas llevaba solo un camisón corto que le habían dado en el hospital.

      Y lo más inquietante era que podía ver sus propios sentimientos reflejados en los ojos de aquel hombre. En sus enormes pupilas negras, en la intensidad de su mirada, a pesar de que su expresión jamás se alterase y permaneciera tan firme y segura como al principio. El contraste entre la aparente calma de su expresión y el primitivo brillo de sus ojos, la hizo tragar saliva.

      —¿Por qué piensa que yo puedo saberlo? —preguntó el hombre con un acento que confirmó a Serena sus sospechas sobre sus antepasados.

      —Señor Cordoba… —explicó la doctora con suavidad.

      Pero tanto Serena como el hombre ignoraron la interrupción y siguieron concentrados el uno en el otro.

      —¿Se supone que debería conocerlo?

      —¡Para nada!

      Un gesto arrogante de su mano dejó claro que el comentario de ella no tenía sentido.

      —Al contrario, nunca me había visto antes.

      Bueno, eso era un alivio. Serena estaba segura de que si se hubiera encontrado alguna vez a aquel hombre, lo recordaría…¡sin ninguna duda! No sabía cómo había llegado allí, a aquel hospital, ni tampoco lo que le había ocurrido, pero desde luego era un alivio que… ¿cómo lo había llamado la doctora?… que el señor Cordoba no se hubiera cruzado jamás en su camino.

      —Entonces, ¿quién es usted?

      —Me llamo Rafael Cordoba.

      Era evidente que el hombre lo había dicho esperando darle alguna pista. Y Serena hubiera deseado que así fuera. En ese momento, le encantaría saber por qué ese hombre estaba en su habitación. Así evitaría tener que responder un montón de preguntas.

      Pero tuvo que reconocer que lo que de verdad quería era verse libre de esa inquietud, de ese sentimiento incómodo que él había creado en ella. Nunca antes había sentido tan intensamente la presencia de alguien. La naturaleza carnal de los pensamientos que provocaba en ella le hacía muy difícil poder concentrarse en nada más.

      —¿Y usted? —Serena se volvió hacia el rostro amable que estaba a su lado y que era como una luz en medio de la confusión y la incertidumbre.

      —Soy la doctora Greene —contestó la mujer—. ¿Cree que está en condiciones de contestarnos a algunas preguntas?

      —Lo intentaré.

      Tuvo que hacer un enorme esfuerzo por ignorar al señor Cordoba. Y a pesar de que trató de concentrarse en la doctora, seguía viéndolo por el rabillo del ojo. Su presencia en la entrada era una verdadera amenaza.

      —¿Se llama Serena Martin?

      —Así es.

      —¿Cuántos años tiene?

      —Veintitrés.

      Serena comenzó a relajarse. Eso era más fácil. Las preguntas de la doctora Greene no conllevaban problemas ni sugerían amenazas. Así que la confusión de su mente comenzó a desaparecer. Si podía contestar con esa rapidez, seguramente no habría sufrido daños graves en el posible accidente.

      —¿Puede decirme su dirección?

      —Calle Alban, número treinta y cinco, en Reyton… ¿Qué pasa? —preguntó Serena al ver que la mujer se detenía bruscamente al oír el nombre de la población.

      —¿Reyton, en Yorkshire?

      —Sí.

      —¿Y entonces qué está haciendo en Londres?

      De nuevo aquella voz. La del acento que erizaba el vello de su nuca y provocaba escalofríos en su espalda. Debería haber imaginado que el señor Cordoba no podría estarse callado durante mucho tiempo.

      —¿Londres? ¿Es donde estamos?

      —Así es —contestó él, ignorando la mirada de desaprobación de la doctora Greene—. Está usted en Londres, y ahí es donde ha tenido lugar el accidente, donde…

      —Ya es suficiente, señor Cordoba.

      Pero a Rafael no le preocupó lo más mínimo la intervención de la doctora y, dando dos pasos largos, entró en el dormitorio con la cabeza alta y los ojos dorados brillantes.

      —¿Qué está usted haciendo aquí, si vive en… ?

      —¡No lo sé! —exclamó ella impaciente.

      No podía más. Le dolía la cabeza y se sentía cansada, agotada como si hubiera corrido un maratón. Hizo un gesto de impaciencia con la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas, impidiéndole ver el rostro moreno del hombre.

      —Quizá estoy de vacaciones. Quizá…

      —¡He dicho que basta! —repitió la doctora Greene—. Tengo que velar por mi paciente. La señorita Martin está muy cansada. Ha pasado por una experiencia horrorosa y necesita descansar. Así que yo, como doctora, debo cuidar de que así sea.

      Pero era evidente que aquello no era lo que el señor Cordoba quería oír, pensó Serena al descubrir la rabia que reflejaban sus ojos y su boca.

      Y esa rabia le era tan conocida, que en ese momento le pareció conocer al señor Cordoba desde hacía mucho tiempo. Fuera quien fuese, era evidente que no estaba acostumbrado a que le llevara la contraria alguien a quien considerase un inferior. Serena estaba segura de que iba a estallar de un momento a otro, pero pareció pensárselo mejor y, finalmente, se controló.

      —¡Como usted diga!

      La doctora Greene se volvió satisfecha hacia Serena.

      —¿Hay algún familiar con el que podamos contactar? ¿Sus padres o cualquier otro familiar cercano?

      —No, mi madre falleció de cáncer el año pasado y mi padre murió de un infarto dieciocho meses antes. No tengo a nadie.

      Serena tuvo que luchar una vez más contra las lágrimas. Parpadeó para no dejarlas salir mientras la doctora colocaba una mano sobre la suya en un gesto consolador.

      —No se disguste. Tiene que descansar y tranquilizarse, recuperarse poco a poco…

      —Pero, ¿cómo voy a descansar si no sé qué es lo que ha pasado? —preguntó con voz temblorosa.

      ¿Cómo podía relajarse alguien sin saber el motivo exacto por el que estaba en ese hospital y sin saber qué había pasado antes de eso?

      Porque no podía recordar qué es lo que había pasado ni cómo había sido llevada allí. Y en cuanto a estar en Londres…

      —¡Por favor! —exclamó, agarrando la mano de la doctora como si fuera su única tabla de salvación, el único vínculo con la cordura después de que el mundo pareciera haberse vuelto loco de repente.

      —¡Debe decírmelo! ¿Por qué estoy aquí?

      —Tuvo un accidente —contestó la doctora Greene—, un accidente de coche y se dio un golpe bastante fuerte en la cabeza. Ha estado inconsciente durante un tiempo.

      —¿Un tiempo? ¿Cuánto tiempo?

      —Hoy hace diez días. Los primeros días estuvo totalmente inconsciente. Luego, se despertaba y volvía a dormirse.

      —¿Sí?

      Serena trató de recordar. Si se esforzaba, podía recordar cosas vagas que había pensado que eran sueños. Momentos que parecían emerger a una superficie turbia y trataban de encontrar desesperadamente algo a lo que aferrarse.

      Y entonces, por un breve instante, fue capaz de abrir los ojos y mirar a su alrededor antes de que una cortina pesada