Kate Walker

Perdida en el olvido


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la cabeza para evitar las miradas de Rafael—. ¿Es tu hijo?

      La respuesta del hombre fue un murmullo que provocó en ella un nuevo comentario.

      —No sabía que estabas casado.

      —No lo estoy y tampoco lo he estado nunca, a pesar de que una vez estuve a punto de casarme.

      —Entonces, Tonio… ¿fue un hijo deseado?

      El corazón de Serena estaba palpitando tan rápidamente, que le costaba respirar. Que no estuviera casado no significaba que no estuviera comprometido. Después de todo, ¿qué podía haber más importante entre dos personas que un hijo?

      —¿Que si fue deseado? —la maravillosa boca de Rafael hizo una mueca—. Hay personas que lo expresarían de otro modo.

      —Pero si su madre y usted están juntos…

      —¡No! —exclamó casi con violencia—. La madre de Tonio y yo no estamos… como dice usted tan diplomáticamente, juntos.

      El corazón de Serena, que había comenzado a palpitar más lentamente, dio un vuelco ante el repentino cambio del tono de voz de él.

      De alguna manera, sin saber cómo, ella había traspasado las barreras que él había levantado alrededor de sí. El hombre al que se había acostumbrado durante aquellos días había desaparecido, dejando paso al hombre al que ella había llamado inquisidor español. El hombre que le había enfadado y asustado el primer día había vuelto.

      —Lo siento, no quería… molestarte.

      Serena soltó la manita del niño, temerosa de repente de transmitirle sus sentimientos.

      —Nunca…

      Pero no dijo nada más. El pequeño, furioso porque le habían arrebatado su recién encontrado juguete, murmuró una protesta que se convirtió en un grito y encendió sus mejillas violentamente.

      —¡Oh, cariño, lo siento! —dijo ella, inclinándose rápidamente sobre el pequeño.

      Rafael se acercó y sacó al niño del cesto.

      —Calla, calla. No pasa nada —dijo, consolándolo.

      Serena sintió una profunda emoción ante la imagen del bebé contra el pecho duro y fuerte de aquel hombre. La criatura parecía mucho más pequeña y delicada contra aquellos brazos que lo agarraban. Su cabecita parecía más frágil.

      Y en ese momento, bruscamente, toda la soledad y el miedo que la habían invadido justo antes de que llegara Rafael, volvieron a asaltarla.

      Por eso, a pesar del miedo inicial que había sentido hacia él, se había alegrado tanto de ver a Rafael el segundo día después de que hubiera recuperado la conciencia. No era probable que fuera a visitarla nadie más. No tenía a nadie en quien apoyarse, nadie que pudiera hacerle más agradable su estancia en el hospital.

      Y no había tenido que pedírselo. Incluso había ido el primer día con flores, fruta, una bolsa con una selección de cosas de aseo de las mejores marcas. Le había llegado a llevar un par de camisones nuevos, adivinando su talla con una precisión que la había asombrado e inquietado a la vez. Porque indicaba que conocía su cuerpo a la perfección.

      —¡Quédatelos! —había protestado él cuando ella había hecho ademán de rechazarlos—. No es nada… puedo permitírmelo.

      Pero ella había descubierto aquella mañana que los camisones y las cosas de aseo eran solo una pequeña muestra de la generosidad de aquel hombre, que parecía inmensa.

      —¿Es verdad que me está pagando el hospital?

      La cabeza orgullosa de Rafael se irguió inmediatamente, sus cejas se juntaron y sus ojos oscuros se entornaron como si quisieran ocultar algo.

      —¿Quién te lo ha dicho? —preguntó con un tono de voz amenazante.

      —Oh, vamos, señor Cordoba —protestó Serena—. ¡Es verdad que he tenido un accidente y que me he dado un golpe en la cabeza… pero no me he vuelto loca!

      —Creí que habíamos quedado en que me llamarías Rafael —interrumpió él fríamente en un intento por cambiar de tema.

      —¡No hemos acordado nada! Te limitaste a ordenarme que te llamara por tu nombre de pila y me dijiste que no me preocupara por nada, que tenía que dejar descansar mi preciosa cabecita…

      Y como era débil y vulnerable, ella lo había hecho. Había aceptado su presencia en el hospital, porque las enfermeras también lo hacían; no había insistido en hacer preguntas, porque todavía le dolía la cabeza y no podía pensar con claridad. Simplemente había aceptado la idea de que Rafael Cordoba pertenecía a una época de su vida que ella no podía recordar, momentos antes o después de un accidente del que todavía no sabía los detalles.

      Pero no quería continuar así. Quería respuestas concretas cuanto antes.

      —Sí que tienes que cuidar tu cabeza, ya que has sufrido un fuerte golpe. Y no solo eso —continuó diciendo Rafael mientras movía al bebé en el cesto—. Tienes suerte de que no te haya pasado nada más.

      —¡La verdad es que sí! —respondió Serena.

      Ella todavía sentía escalofríos al recordar el momento en el que, ayudada por una enfermera, se había cambiado la bata que le habían dado en el hospital por la que le había llevado Rafael. Se había quedado impresionada al ver los cardenales que tenía, así como las cicatrices y cortes.

      Y cuando, finalmente, había tenido valor para mirarse al espejo, había descubierto que también en la cara tenía cardenales. Toda la frente y parte de una mejilla estaban cubiertos por manchas que se estaban volviendo amarillas. Y el moratón más oscuro lo tenía en torno al ojo. Lo que le había hecho sospechar la gravedad de lo ocurrido y lo cerca que había estado de sufrir una desgracia mayor.

      —Pero ya estoy mejor y pronto volveré a pensar como es debido. Para empezar, estoy en una habitación privada. Y sería tonta si pensara que los cuidados que estoy recibiendo, así como la comida que me dan, serían los mismos si me hubieran ingresado en un hospital público. Por eso te he preguntado…

      Aquello no pareció gustar a Rafael, cuya expresión cambió totalmente.

      —Me han dicho que eres tú quien está pagando el hospital, ¿es cierto?

      Durante unos segundos, pareció que no le iba a responder, pero finalmente el hombre asintió.

      —Pero, ¿por qué? ¿Por qué debería un completo desconocido hacer todo esto por mí? Es decir, si es verdad que eres un desconocido, como aseguras.

      —¿Y por qué diablos iba a mentirte? —preguntó.

      Los ojos de él se llenaron de desprecio y la miraron de un modo que ella sintió la necesidad de cruzarse de brazos.

      Había conseguido olvidarse temporalmente de que estaban en una habitación, aunque fuera de un hospital, y de que ella llevaba solo una bata mientras que él iba completamente vestido.

      —No… no sé. Pero me has dicho que no te conocía de antes y, sin embargo, estás haciendo todo esto por mí.

      —Ya te dije que puedo permitírmelo.

      —Ya sé que me dijiste eso.

      Serena estiró los brazos en un gesto enfadado y eso hizo que se le abriera ligeramente el escote, dejando ver parte de su generoso pecho.

      —¡Lo que me preocupa es lo que te estás callando! No me importa que seas un banquero inmensamente rico y que el coste de mi estancia en el hospital sea una minucia para ti. Quiero que me cuentes exactamente por qué estás haciendo todo esto y por qué no quieres confesarlo.

      Rafael levantó las manos y, sorprendentemente, hizo un gesto condescendiente. Pero el gesto irónico de su boca y el brillo de sus ojos dejaron ver otra cosa.

      —Es evidente que te sientes mejor —murmuró