—y por antonomasia—, la canción de la tristeza, el sonido verdadero de la pena.
Todos experimentamos en lo más hondo de nuestro ser lo que los portugueses felizmente dieron en denominar saudade, término que se traduce como una suerte de anhelo inexplicable, la innombrable y enigmática ansia que anida en el alma, y es este sentimiento el que vive en los reinos de la imaginación y la inspiración; y es, a su vez, el caldo de cultivo del que emerge la canción de la tristeza, la Canción de Amor. Saudade es el deseo de ser transportado de la oscuridad a la luz, de ser acariciado por lo que no es de este mundo. La Canción de Amor es la luz divina, desde lo más profundo de nuestras entrañas, estallando a través de nuestras heridas.
En su brillante conferencia titulada Juego y teoría del duende, Federico García Lorca se apresta a esbozar una plausible explicación sobre la extraña e inexplicable tristeza que anida en el corazón de ciertas obras de arte. «Todo lo que tiene sonidos oscuros tiene duende», para, acto seguido, añadir, «ese misterioso poder que todos sienten pero el filósofo no puede explicar». En la música rock contemporánea, inframundo en el que me gano el sustento, la música parece menos inclinada a cobijar en su alma, inquieta y temerosa, la tristeza de la que nos habla Lorca. Emoción, a menudo; ira, no pocas veces, pero la verdadera tristeza escasea. Bob Dylan siempre la padeció. Leonard Cohen se centra, específicamente, en su tratamiento. Persigue a Van Morrison como un perro rabioso y, aunque lo intenta, no puede sustraerse a su sombra. Tom Waits y Neil Young pueden, en ocasiones, invocarla. Mis amigos The Dirty lo cargan a granel pero, a modo de epitafio, podría aventurarse que el duende se antoja demasiado frágil para sobrevivir a la modernidad compulsiva de la industria discográfica. En la tecnocracia histérica de la música moderna, se obliga a la pena a hacinarse en la última fila del aula, donde toma asiento, meándose de terror en sus pantalones. La tristeza o duende necesita espacio para respirar. La melancolía detesta el apremio y flota en silencio. Siento pena por la tristeza, mientras saltamos por todas partes, negándole su voz y tratando de verbalizarla e impulsarla hacia otros confines. No es de extrañar que la tristeza no sonría a menudo. Tampoco es de extrañar que la tristeza siga tan triste.
Todas las Canciones de Amor tienen que tener duende porque la Canción de Amor nunca es, sencilla y llanamente, felicidad. Primero debe hacer suyo el potencial para expresar el dolor. Esas canciones que hablan de amor, sin tener entre sus versos un lamento o una sola lágrima, no son Canciones de Amor en absoluto, sino más bien Canciones de Odio disfrazadas de Canciones de Amor y no merecen, siquiera, nuestra más mínima atención. Estas canciones nos despojan de nuestra humanidad y de nuestro derecho, por Dios concedido, a estar —y a sentirnos— tristes, y las ondas están infestadas de ellas. La Canción de Amor debe resonar con los susurros de la tristeza y los ecos del dolor. El escritor que se niega a explorar las regiones más oscuras del corazón jamás podrá escribir convincentemente sobre el poder del encantamiento, la magia y la alegría del amor, pues al igual que no puede confiarse en el bien a menos que haya respirado el mismo aire que el mal —la metáfora del Unigénito crucificado entre dos criminales viene aquí a mi mente—, en la estructura de la Canción de Amor, en su melodía, en la letra, debe uno sentir que ha saboreado la capacidad de sufrimiento.
Sad Waters
Down the road I look and there runs Mary
Hair of gold and lips like cherries
We go down to the river where the willows weep
Take a naked root for a lovers’ seat
That rose out of the bitten soil
But bound to the ground by creeping ivy coils
O Mary you have seduced my soul
Forever a hostage of your child’s world
And then I ran my tin-cup heart along
The prison of her ribs
And with a toss of her curls
That little girl goes wading in
Rolling her dress up past her knee
Turning these waters into wine
Then she plaited all the willow vines
Mary in the shallows laughing
Over where the carp dart
Spooked by the new shadows that she cast
Across these sad waters and across my heart
Aguas apenadas
Miro por el camino y ahí va Mary
Cabellos de oro y labios de cereza
Bajamos al río donde los sauces lloran
Una raíz es nuestro sillón de amor
Que emergió de la tierra hollada
Aunque sepulta por yedra enroscada
Ay, Mary, me cautivaste el alma
Eterno rehén de tu mundo infantil
Y luego repaso mi corazón de latón
Por los barrotes de sus costillas
Y agitando sus rizos
La chiquilla vadea el río
Remangándose sobre la rodilla
Convirtiendo estas aguas en vino
Luego trenzando las fibrosas ramas
Mary en el bajío se ríe
Allí donde resbalan las carpas
Asustadas por su mera sombra
Que oscurece mi corazón y estas aguas
Cuando rondaba los veinte, empecé a leer la Biblia, y encontré en la brutal prosa del Antiguo Testamento, en la potencia de sus palabras y de sus imágenes, una fuente inagotable de inspiración; especialmente en la notable serie de Canciones de Amor —o poemas— conocidos como salmos. Di con los salmos que versan directamente sobre la relación entre el hombre y Dios, rebosantes todos de la clamorosa desesperación, el anhelo, la exaltación, la violencia erótica y la brutalidad que podía esperar y hacer mías. Los salmos están impregnados de saudade, repletos de duende y ungidos por la más cruenta violencia. En muchos sentidos, estas canciones se convertirían en el modelo de referencia para muchas de mis Canciones de Amor más sádicas. “Salmo 137”, uno de mis favoritos, catapultado a las listas de éxitos por la banda Boney M, tal vez sea el ejemplo más ilustrativo de lo que trataba de explicarles.
Psalm 137
By the rivers of Babylon, there we sat down, yea,
We wept, when we remembered Zion
We hanged our harps upon the willows in the
midst thereof
For there they that carried us away captive
required
Of us a song; and they that wasted us required
of us
Mirth saying, Sing us one of the songs of Zion.
How shall we sing the Lord’s song in a strange
land?
If I forget thee, O Jerusalem. Let my right hand
Forget her cunning.
If I do not remember thee, let my tongue cleave to
The roof of my mouth: If I prefer not Jerusalem
above my chief