de las redes digitales hiperconectadas que determinan nuestro presente. Este es el estatus ambivalente de su pensamiento –clarividente y redundante a la vez– que debemos comprender, de lo contrario, Nietzsche corre el riesgo de verse reducido a un maniático excéntrico o, peor, a un soñador místico.
Entonces, nuestra primera pregunta es ¿qué armas nos ofrece la “crítica de la modernidad” de Nietzsche para la “gran guerra” (Nietzsche 1997d) que es liberar al futuro del presente? Al final de su vida, Nietzsche dudó que alguien lo hubiera escuchado y puede decirse que sus dudas estaban justificadas. Sin embargo, no solamente rechazó cualquier responsabilidad –argumentó que todos sus libros eran anzuelos y que no fue su culpa no haber pescado nada: “faltaban los peces” (Nietzsche 1997b, 119)–, sino que interpretó esta situación como una evidencia de que él estaba en lo cierto. En el “Prefacio” a El Anticristo escribe:
Este libro pertenece a los menos. Tal vez no viva todavía ninguno de ellos. […] ¿Cómo me sería lícito confundirme a mí mismo con aquellos a quienes ya hoy se les hace caso? –tan solo el pasado mañana me pertenece. Algunos nacen de manera póstuma. […] Oídos nuevos para una música nueva. Ojos nuevos para lo más lejano. Una conciencia nueva para las verdades que hasta ahora han permanecido mudas […]. ¡Pues bien! Solo esos son mis lectores, mis lectores predestinados: ¿qué importa el resto? –El resto es simplemente la humanidad. –Hay que ser superior a la humanidad por fuerza, por altura de alma –por desprecio. (Nietzsche 1997a, 29)
Este pasaje concentra la relevancia ambigua de Nietzsche: se aprecia su distancia obstinada, su desprecio por las masas y esa superioridad desdeñosa que parece negar cualquier posibilidad de una política colectiva; también se escuchan con claridad las primeras notas de una crítica biopolítica. Sus futuros lectores necesitarán una fisiología nueva: orejas, ojos y una conciencia nuevos para articular experiencias nuevas. La filosofía en el sentido nietzscheano no es nada menos que un programa de resistencia biopolítica.
¿Pero es posible que esta biopolítica de lo “nuevo”, del “futuro”, emerja hoy en día, cuando el capitalismo parece haber instrumentalizado con tanta eficacia la novedad, la creatividad e incluso el futuro mismo (“nuevos” productos, “industrias creativas” y “mercados de futuros”? ¿O cuando las fuerzas afirmativas parecen haber quedado capturadas en los dudosos entusiasmos que expresamos por aquello que “nos gusta”? Nietzsche tenía indicios de que todo esto sucedería y por eso insiste en diferenciar entre un futuro del hombre (Morgen) y el futuro intempestivo del superhombre (Übermorgen). Pero como esta diferencia es trascendental, ya que refleja su distinción ontológica entre ser y devenir y su encarnación en la negación (humana) y en la afirmación (superhumana) de la vida, su fórmula de una nueva sensibilidad biopolítica puede parecer un programa reductivo de no-compromiso. Alternativamente, algunos pensadores recientes han sugerido que la biopolítica está marcada por el surgimiento del capitalismo como una ontología del devenir, argumentando que nuestras nuevas prótesis tecnológicas han capturado la fuerza viva (la voluntad de poder) o que el capitalismo neoliberal ha hecho de la fuerza radical de afirmación su propia lógica. En este ensayo me propongo refutar ambos escenarios, mostrando cómo el pensamiento de Nietzsche puede ofrecernos formas concretas de compromiso político.
Este compromiso comienza desde una crítica inmanente del presente que pretende revaluar sus valores. Es solamente a través de esta revaluación que se establecerá un “pathos de la distancia” (Nietzsche 1997c, 37) entre lo humano, demasiado humano, y el superhombre del futuro que crea una ruptura con el presente. Pero esta distancia no delimita una diferencia entre lo humano y lo que va más allá, sino que más bien es el principio crítico inmanente de la voluntad de poder –un “principio de desequilibrio” como lo llama Klossowski (1995, 107)– mediante el cual la humanidad logra su “autosuperación” (Nietzsche 1997d, 232). En otras palabras, no superaremos los valores trascendentes que definen lo humano al plantear una alternativa que ocupe su lugar. Más bien, el proceso afirmativo de la crítica produce una nueva estructura de pensamiento y vida desde el interior de las condiciones del presente. La crítica obliga al presente a producir aquello que excede sus condiciones de posibilidad, pues es solamente mediante la producción de un futuro intempestivo semejante como la voluntad de poder puede retornar eternamente en tanto principio de vida. 2 La crítica de Nietzsche del presente se inmiscuye, entonces, con lo cotidiano, con el propósito de convertirlo en un extraño para sí mismo. Este extraño sería el futuro, pero el futuro solamente puede producirse dejando el presente, lo cual no quiere decir abandonándolo, sino haciendo que se desprenda de sí mismo. Como lo formula Nietzsche:
Si uno quiere llegar alguna vez a vislumbrar en lontananza nuestra moralidad europea, a fin de compararla con otras moralidades precedentes o futuras, ha de hacer como hace un viajero que quiere conocer la altura de las torres de una ciudad: a tal efecto, el viajero abandona la ciudad. (Nietzsche 2001, 380)3
Para revaluar la moralidad, por ejemplo, uno debe considerarla desde un punto exterior a ella misma, un punto “más allá del bien y del mal”. Pero este exterior no es trascendente, sino que lo producen aquellos que tienen la fortaleza para ir “fuera […] más allá”, a un lugar libre de la “suma de juicios de valor dominantes que son parte de nuestra carne y de nuestra sangre” (Nietzsche 2001, 380). La crítica inmanente encarna este pasaje como un tipo de biopolítica pero, a diferencia de Foucault, que entiende este término como referencia a las técnicas políticas usadas sobre poblaciones, para Nietzsche la biopolítica comienza con lo individual y su autocrítica. Esto hace de la superación una práctica necesariamente situada y una forma –extrema, ciertamente– de “lo personal es político”, una micropolítica afectiva. Así planteada, la autocrítica de lo individual supera el presente, pero también supera nuestra aversión (demasiado dialéctica) a este. Nietzsche continúa:
El hombre de ese más allá, que quiere tener a la vista los más altos criterios de valor de su tiempo, necesita antes, sobre todo, para conseguirlo, “dominar” esta época en sí mismo –esta es la prueba de su fuerza– y, por consiguiente, no solo su época, sino también su aversión y contradicción existentes hasta ahora frente a esta época, su sufrimiento por este tiempo, su falta de adecuación a este tiempo. (Nietzsche 2001, 380)
La crítica no revalúa el presente al negarlo porque la negación define la naturaleza humana del presente que debe ser superado; en cambio, revalúa la negación como afirmación, con el fin de darle al presente un nuevo futuro.4 Los únicos que pueden emprender esta tarea son los artistas, porque ellos tienen la capacidad de crear. “¡Arte y nada más que arte! –grita Nietzsche– es el gran instrumento que posibilita la vida, la gran seducción de la vida, el gran estimulante de la vida” (Nietzsche 2000, 566). Tenemos que ser “artistas-filósofos”, “poetas de nuestra vida” (Nietzsche 2001, 229), personas capaces de seleccionar aquello que en nuestro presente va más allá de este, capaces, esto es, de desarrollar nuevos ojos y oídos para sentir ese futuro, de desarrollar una nueva fisiología capaz de abarcarlo. El arte lo es todo para Nietzsche porque crea lo que aún no es; es la base no solamente de su ontología sino también de su política. La política es una guerra que se libra entre fuerzas (valores) fisiológicas en torno al destino del futuro. El futuro de la humanidad puede o bien negar la vida al postular un mañana (Morgen) en continuidad con un hoy –un futuro nihilista o, como Nietzsche lo llama, “el futuro como progreso” (Nietzsche 2000, 76)5– o bien afirmar la vida al emerger como la discontinuidad del presente, como un futuro radical que se enfrenta contra el presente (Übermorgen). El artista, argumenta Nietzsche –y esta es la esencia de su política–, crea algo que no niega el presente, sino que afirma lo que supera su humanidad y también su presente. Este es el “gran estilo” o, como comenta Deleuze con precisión, es el “estilo como política” (Deleuze 2005a, 324) . El artista se define por su generosidad, por la fuerza de lo que crea. Así que, si bien es cierto que no hay creación sin destrucción, la destrucción solamente es un resultado.