caso, pues se enfoca en el arte: este autor argumenta que el surgimiento reciente del “cine poscinemático” incorpora los experimentos formales radicales de la vanguardia en las estructuras genéricas de las películas clase B, evaporando así sus ambiciones transformativas (y, con frecuencia, explícitamente políticas) en un viaje recalentado pero vacío de afectos cinéticos. Desde su punto de vista, el arte ya superó lo humano, pero no ha llevado a una revaluación de los valores en el sentido nietzscheano, sino a una revaluación de los afectos en tanto que productos. Berardi afirma algo similar: para él, la interfaz digital ha producido la utopía más eficiente hasta el momento: la utopía de un espacio virtual infinito “en el que miles de millones de usuarios se encuentran y crean su realidad económica, cultural y psíquica” (Berardi 2011, 53). Pero esta “utopía” es en realidad una distopía porque conduce a “la desaparición de lo humano o, quizás, a la sumisión de lo humano a la cadena [inhumana] de automatismos tecnolingüísticos” (Berardi 2011, 53). La humanidad ha sido superada, pero en su lugar nos hemos convertido en una sociedad de “esclavos netos” que trabajan en una “conexión celular permanente” (Berardi 2011, 115).
Maurizio Lazzarato presenta una explicación considerablemente más sobria de este proceso que se enfoca en la manera en que la tecnología digital se ha insertado en la interfaz entre los procesos trascendentales de la ontogénesis (la voluntad de poder de Nietzsche) y su encarnación como poder de autosuperación sensual e intelectual del cuerpo.8 De forma similar a Pasquinelli y Berardi, Lazzarato argumenta que la tecnología digital ha surgido en la interfaz entre la producción y la recepción de la sensación, imponiéndole un sistema capitalista de circulación a la habilidad que tiene la sensación de multiplicarse y transformarse a sí misma. Como resultado, el poder de revaluación o invención y la “distancia” intempestiva que este implica, se han visto, dice Lazzarato, “‘objetivados’ dentro de límites precisos en un dispositif tecnológico” (Lazzarato 2006b, 111). El capitalismo biopolítico ha tomado un sentido ontológico en la medida en que ahora es el productor de la creatividad (esto es, de la ontogénesis). Consecuentemente, la creación (o el devenir), como proceso ontológico (es la producción de vida, como en Nietzsche), no se subsume simplemente en los procesos capitalistas y digitales contemporáneos, sino que ahora estos la producen. La creación sigue siendo creación de una diferencia inmanente y crítica, ¿por qué no?, que produce un nuevo futuro –entre más nuevo mejor–. Pero este modo de producción es una expresión del capitalismo, más que su resistencia (Lazzarato 2007). Superar se ha convertido en la lógica misma del capital, que de este modo reclama cualquier futuro. “Nuestra hipótesis –escribe Lazzarato– es que la proliferación de mundos posibles es la ontología de nuestro presente” (Lazzarato 2007, 177).
Berardi resume esto en una declaración sucinta: afirma que nosotros vivimos “en el futuro del no futuro” (Berardi 2011, 50). El futuro ya no es una promesa de emancipación de las formas actuales de control, sino más bien la promesa de que se harán eternas. ¿A qué se debe esta desesperanza distópica? Se debe, según Berardi, a que el capitalismo molecular fragmenta nuestra energía nerviosa y cognitiva y la recombina dentro de la red, en una revaluación biopolítica de nuestra fisiología y psicología que hace imposibles tanto la conciencia individual como la colectiva. Resulta interesante que la resistencia que Berardi sugiere ante este proceso sea casi exactamente contraria a la de Nietzsche: donde Nietzsche defiende la “gran salud” del superhombre y su fuerza “explosiva” de devenir, Berardi sugiere una “teoría implosiva de la subversión, basada en la depresión y el agotamiento” (Berardi 2011, 138).
A pesar de la indudable brillantez de estos análisis de los mecanismos biopolíticos contemporáneos, quiero tratar de defender el concepto nietzscheano de un futuro intempestivo e insistir en que aún puede tener relevancia transformativa. A esta tarea contribuye el hecho de que el mismo Nietzsche parece haber anticipado algunos de los desarrollos que hemos visto descritos arriba con horrorizado entusiasmo. Las descripciones nietzscheanas, cáusticas y, sin embargo, proféticas, de su propia modernidad, nos ofrecen varias sugerencias sobre cómo criticar nuestro presente de una manera que nos permita superarlo. Tres aspectos de estas descripciones son importantes aquí: primero, el hedonismo autoindulgente de la humanidad, que le hace imposible criticarse a sí misma; segundo, la obsesión de la humanidad con su propia inteligencia, que hace que se deleite en una especie de arrogancia computacional también conocida como ciencia; y tercero, el sorprendente clamor de Nietzsche de que el capitalismo biopolítico no es un obstáculo, sino, más bien, una etapa necesaria hacia un nuevo futuro.
La crítica, lo sabemos, es el primer paso hacia la superación del hombre y, sin su efecto de distanciamiento, no podemos hallar el impulso para dar el salto hacia el futuro.9 Pero el espíritu de la modernidad nos ha inoculado contra la crítica, distrayéndonos con entretenimiento u obsesionándonos con “datos”. “¡Ay! –se lamenta Nietzsche– llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo” (Nietzsche 1996, 41). El hombre moderno es adicto a los afectos histriónicos y efímeros cuyo disfrute ubicuo ha banalizado la afirmación al convertirla en una cuestión de gustos. Este hombre moderno, argumenta Nietzsche, es el “último hombre” o el “hombre final”, un humano que ha descubierto la “felicidad” al remover todo aquello que era duro y cruel en la vida. En vez de todo esto, la cultura se ha convertido en una especie de “narcótico” que le administra “un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables” (Nietzsche 1996, 41). “¿Quién nos contará la historia completa de los narcóticos? –pregunta Nietzsche– es aproximadamente la historia de la ‘cultura’, ¡de la llamada cultura superior!” (Nietzsche 2001, 86). Todavía hay mucho trabajo, pero “el trabajo es entretenimiento”, que llena la vida con “pequeños placeres” que no molestan. Tal como la gente dice con orgullo hoy en día: “todo va bien”, en lo que sería la versión contemporánea del burro rebuznador de Nietzsche, cuyo grito vacío y repetido –“Sí-ííí”– simplemente afirma la monotonía de nuestros placeres. El placer de comprar, de poseer, de sentirnos orgullosos acerca de nuestra conformidad e insignificancia. Este disfrute vacío y acrítico simplemente confirma nuestra esclavitud biopolítica, y aunque abarca lo nuevo, lo hace solamente como una negación de cualquier “exterior” a aquellos deseos y sensaciones que determinan nuestro presente. “Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio” (Nietzsche 1996, 41). Esta es la esencia de la “mentalidad de rebaño”: simplemente repite lo que existe, toma los afectos y los valores que le dan y agradece el hecho de limitarse a darle clic al ratón con diligencia (Nietzsche 1997d, 133).
Esto no quiere decir que la vida humana “narcotizada” sea insípida o descolorida. La modernidad se caracteriza por lo que Nietzsche llama “el bullicio de la feria” (Nietzsche 2001, 4), un intenso rango de experiencias que, sin embargo, se vuelven inofensivas al verse restringidas al ámbito del entretenimiento cultural (pagado, por supuesto), y al ofrecernos un “más allá” extático que nos “eleva a un momento de sentimiento intenso y elevado” (Nietzsche 2001, 86), a pesar de encontrarnos en un cine, por ejemplo, y no en una iglesia. Nos transportamos a elevaciones de la experiencia que no podemos esperar en nuestras vidas normales y quedamos con la sensación de estar santificados, purificados por ese poder más elevado. Es el poder de los ideales ascéticos, pero convertidos en una forma embriagadora de entretenimiento, “latigazos ideales”, como Nietzsche los llama (2001, 86). Así pues, si bien pareciera que participamos constantemente en una abundancia de experiencia, dicha abundancia confirma un simple hecho: “nada es bello, solo el hombre es bello: sobre esta ingenuidad descansa toda estética, ella es su primera verdad” (Nietzsche 1989, 105). Para Nietzsche, la “industria del afecto” no produce arte sino un “antiarte” en el que los artistas glorifican “los errores religiosos y filosóficos de la humanidad” (Nietzsche 2007, 145) . El ejemplo favorito de Nietzsche es Richard Wagner, pero su ridiculización de Wagner también podría aplicársele fácilmente a los “antiartistas” (Nietzsche 1989, 97) de hoy en día, especialmente a aquellos que ganan fortunas en Hollywood, “todos ellos grandes descubridores en el reino de lo sublime, también de lo feo y horrible,