Stephen Zepke

La sensación más allá de los límites


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caso, pues se enfoca en el arte: este autor argumenta que el surgimiento reciente del “cine poscinemático” incorpora los experimentos formales radicales de la vanguardia en las estructuras genéricas de las películas clase B, evaporando así sus ambiciones transformativas (y, con frecuencia, explícitamente políticas) en un viaje recalentado pero vacío de afectos cinéticos. Desde su punto de vista, el arte ya superó lo humano, pero no ha llevado a una revaluación de los valores en el sentido nietzscheano, sino a una revaluación de los afectos en tanto que productos. Berardi afirma algo similar: para él, la interfaz digital ha producido la utopía más eficiente hasta el momento: la utopía de un espacio virtual infinito “en el que miles de millones de usuarios se encuentran y crean su realidad económica, cultural y psíquica” (Berardi 2011, 53). Pero esta “utopía” es en realidad una distopía porque conduce a “la desaparición de lo humano o, quizás, a la sumisión de lo humano a la cadena [inhumana] de automatismos tecnolingüísticos” (Berardi 2011, 53). La humanidad ha sido superada, pero en su lugar nos hemos convertido en una sociedad de “esclavos netos” que trabajan en una “conexión celular permanente” (Berardi 2011, 115).

      Berardi resume esto en una declaración sucinta: afirma que nosotros vivimos “en el futuro del no futuro” (Berardi 2011, 50). El futuro ya no es una promesa de emancipación de las formas actuales de control, sino más bien la promesa de que se harán eternas. ¿A qué se debe esta desesperanza distópica? Se debe, según Berardi, a que el capitalismo molecular fragmenta nuestra energía nerviosa y cognitiva y la recombina dentro de la red, en una revaluación biopolítica de nuestra fisiología y psicología que hace imposibles tanto la conciencia individual como la colectiva. Resulta interesante que la resistencia que Berardi sugiere ante este proceso sea casi exactamente contraria a la de Nietzsche: donde Nietzsche defiende la “gran salud” del superhombre y su fuerza “explosiva” de devenir, Berardi sugiere una “teoría implosiva de la subversión, basada en la depresión y el agotamiento” (Berardi 2011, 138).

      A pesar de la indudable brillantez de estos análisis de los mecanismos biopolíticos contemporáneos, quiero tratar de defender el concepto nietzscheano de un futuro intempestivo e insistir en que aún puede tener relevancia transformativa. A esta tarea contribuye el hecho de que el mismo Nietzsche parece haber anticipado algunos de los desarrollos que hemos visto descritos arriba con horrorizado entusiasmo. Las descripciones nietzscheanas, cáusticas y, sin embargo, proféticas, de su propia modernidad, nos ofrecen varias sugerencias sobre cómo criticar nuestro presente de una manera que nos permita superarlo. Tres aspectos de estas descripciones son importantes aquí: primero, el hedonismo autoindulgente de la humanidad, que le hace imposible criticarse a sí misma; segundo, la obsesión de la humanidad con su propia inteligencia, que hace que se deleite en una especie de arrogancia computacional también conocida como ciencia; y tercero, el sorprendente clamor de Nietzsche de que el capitalismo biopolítico no es un obstáculo, sino, más bien, una etapa necesaria hacia un nuevo futuro.

      Esto no quiere decir que la vida humana “narcotizada” sea insípida o descolorida. La modernidad se caracteriza por lo que Nietzsche llama “el bullicio de la feria” (Nietzsche 2001, 4), un intenso rango de experiencias que, sin embargo, se vuelven inofensivas al verse restringidas al ámbito del entretenimiento cultural (pagado, por supuesto), y al ofrecernos un “más allá” extático que nos “eleva a un momento de sentimiento intenso y elevado” (Nietzsche 2001, 86), a pesar de encontrarnos en un cine, por ejemplo, y no en una iglesia. Nos transportamos a elevaciones de la experiencia que no podemos esperar en nuestras vidas normales y quedamos con la sensación de estar santificados, purificados por ese poder más elevado. Es el poder de los ideales ascéticos, pero convertidos en una forma embriagadora de entretenimiento, “latigazos ideales”, como Nietzsche los llama (2001, 86). Así pues, si bien pareciera que participamos constantemente en una abundancia de experiencia, dicha abundancia confirma un simple hecho: “nada es bello, solo el hombre es bello: sobre esta ingenuidad descansa toda estética, ella es su primera verdad” (Nietzsche 1989, 105). Para Nietzsche, la “industria del afecto” no produce arte sino un “antiarte” en el que los artistas glorifican “los errores religiosos y filosóficos de la humanidad” (Nietzsche 2007, 145) . El ejemplo favorito de Nietzsche es Richard Wagner, pero su ridiculización de Wagner también podría aplicársele fácilmente a los “antiartistas” (Nietzsche 1989, 97) de hoy en día, especialmente a aquellos que ganan fortunas en Hollywood, “todos ellos grandes descubridores en el reino de lo sublime, también de lo feo y horrible,