Serguéi Dovlátov

Los nuestros


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—exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.

      —Lérmontov —le decía otro.

      —¡Perfecto! —exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.

      —Gógol —le informaba un tercero.

      —¡Perfecto! —exclamaba mi tío—. Justo el que no me he estudiado.

      Finalmente llamaron al tío Román. Este se acercó a la mesa, extrajo una papeleta y leyó:

      «La obra literaria de Griboyédov».

      —¡Maldición, qué suerte la mía! —exclamó mi tío—. Justo el que no me he estudiado.

      Cuando empezó la guerra, mi tío se sintió animado. En el Ejército se valoraba a gente como él. Aun en tiempo de paz, a mi tío le encantaban las peleas.

      Regresó del frente con el grado de teniente coronel. La guerra hizo de él un hombre responsable.

      Como a todos los tenientes coroneles retirados, a mi tío lo hicieron responsable de la seguridad en el trabajo de la fábrica Luch. (Los coroneles dirigen las secciones de personal).

      Es posible que entendiera algo de seguridad en el trabajo, no lo excluyo. Sin embargo, encauzó todos sus esfuerzos hacia el ejercicio físico. Mi tío ­dirigía la ­gimnasia de todo el grupo. Estableció la práctica del esquí de fondo tradicional. Organizaba partidos de voleibol. Salía en los periódicos.

      A sus sesenta y tres años esquiaba a la perfección y podía salir bien parado de cualquier pelea.

      —¡En cuerpo sano, misma mente! —repetía.

      A mí me despreciaba de corazón. Yo no hacía gimnasia por las mañanas. No me bañaba con agua helada. Para ser sincero, siempre he odiado los movimientos bruscos.

      Cuando alguien me ofende, intento por todos los medios hacer las paces.

      Me han ofendido pocas veces, la verdad. Tres veces en toda mi vida. Y las tres veces fue mi tío.

      —¡Intelectual! —me gritaba—. ¡Carroña! Más que un hombre pareces un trapo…

      A la pregunta de cuál era su escritor preferido, mi tío respondía a la primera:

      —¡Martin Eden1!

      Podía pasarse horas contando sus hazañas con los puños. Y era muy fantasioso, además. Sin embargo, cuando le preguntaba acerca de la guerra, mi tío no abría la boca. No le gustaba hablar de eso. Ignoro la razón…

      El tío había tenido dos hijos con Anna Grigórievna Sújareva. Un niño y una niña. Mi tío los visitaba con regularidad. Revisaba sus cuadernos y firmaba en el libro de notas. E invariablemente repetía:

      —¡En cuerpo sano, misma mente!

      Cierto día que Anna Grigórievna estaba en la cocina y los niños jugaban con su padre, mi tío se tiró un pedo. Los chicos estallaron en carcajadas.

      Anna Grigórievna se asomó al oír el alboroto. Se paró en el quicio de la puerta y, cruzando los dos brazos sobre pecho, dijo solemnemente:

      —Los niños necesitan un padre… Mira cómo juegan, cómo ríen, lo bien que se lo pasan…

      Pero el tío Román tenía también una esposa. Galina Pávlovna era «trabajadora sanitaria», como ella misma solía presentarse. Mi tío la quería y la respetaba. Su mujer compartía su credo filosófico: «¡En cuerpo sano, misma mente!».

      Un día llamaron al timbre de la puerta. El tío estaba en el trabajo. Y Galina había pasado un momento por casa solo para comer. Así que sonó el timbre.

      —¿Quién es? —preguntó Galina.

      Una voz de hombre contestó:

      —Dele un poco de agua a mi esposa embarazada.

      Se abrió la puerta y entró en el recibidor un tipo corpulento. Sacó una lima afilada y, sin mediar palabra, se la clavó a la mujer en el vientre.

      La tía corrió hacia el teléfono y antes de perder el conocimiento gritó:

      —¡Román! ¡Auxilio! ¡Me matan!

      El tío llegó en un camión a los treinta minutos. Entretanto se habían llevado a Galina en una ambulancia. Los vecinos atraparon al bandido. Mientras lo sujetaban de los brazos, el hombre reía. No se logró aclarar cuáles fueron sus motivos. Tal vez se tratara de un maníaco…

      Mi tío se pasó toda la tarde llorando. Cuando Galina salió del hospital, se hizo con un perro pastor.

      Se llamaba Golda. El nombre mostraba a las claras el carácter ocurrente de mi tío, al tiempo que, de modo casi imperceptible, delataba cierta tendencia antisemita.

      A muchos armenios (sobre todo a los armenios georgianos) no les gustan los judíos. Aunque sería mucho más lógico que no apreciaran a los rusos, a los georgianos o a los turcos. Los judíos tampoco sienten un especial afecto por los armenios. Al parecer, los pueblos desterrados no tienden a sentir afecto por otros parias. Les gusta más sentir afecto por sus amos. O, en el peor de los casos, sentirlo por sí mismos…

      El ejemplar de pastor se llamaba Golda. Al principio, Golda era un precioso cachorro de peluche. Luego creció. La llevaron a una exposición. Obtuvo incluso una medalla de segundo orden.

      Más tarde, sin motivo aparente, atacó a Galina; la cosió a mordiscos.

      Mi tío quiso pegarle un tiro al animal, pero su mujer lo calmó. Poco después, entregaron a Golda a la perrera.

      Mi tío Román seguía haciendo su gimnasia matutina, se mantenía erguido y esbelto. Podía subir a un tranvía en marcha y bajarle los humos a cualquier gamberro. Sin embargo, no llegó a cruzarse con ningún gamberro. Y en la ciudad había muy pocos tranvías…

      Entonces, un día, supe que mi tío estaba en una clínica psiquiátrica. Galina Pávlovna la llamó «clínica nerviosa», pero se trataba de un psiquiátrico.

      Me dirigí al parque Udelni. Edificios idénticos de color marrón, rodeados de arbustos ralos y algunos árboles.

      Por los caminitos paseaban los enfermos vestidos con batas grises. Las batas eran o demasiado grandes o muy pequeñas. Parecía como si obligaran ex profeso a los pacientes altos a llevar las tallas menudas, y a los más escuálidos y de menor estatura, las enormes.

      Por lo general, los enfermos paseaban a solas. Algunos gesticulaban con ademanes rápidos y distraídos. No me infundían miedo, solo lástima.

      Finalmente, llamaron a mi tío. Para mi sorpresa, parecía animado. Hasta se le veía algo moreno. Me dijo que le daban bien de comer. Y lo principal, le dejaban pasar mucho tiempo al aire libre.

      Después mi tío se aproximó a mí. Miró precavido a su alrededor y susurró:

      —Escúchame con atención. Los «cuatro ojos» están tramando una aventura colosal…

      —¿Quién? —le pregunté sin entender.

      El tío no me contestó. Y prosiguió con alegre entusiasmo:

      —¡Una más temible que la noche de San Bartolomé!

      Yo no sabía qué decir. No estaba preparado para aquella situación. No sabía cómo comportarme. Si replicarle o mostrarme de acuerdo.

      Junto a nosotros pasó un muchacho con un garrafón de agua. Junto al grifo, se leía la inscripción ennegrecida: «agua». Mi tío empezó a silbar, tratando de despistarlo. El muchacho desapareció tras los árboles.

      —¡Correrá mucha sangre! —prosiguió, meneando la cabeza.

      De puro terror, empecé a desempeñar mi extraño papel en la escena.

      —Puede que no sea nada —dije.

      —No esperes piedad —me replicó