Serguéi Dovlátov

Los nuestros


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plan, hasta el más perfecto, puede fallar. Y la cadena se rompe, por regla general, por donde menos te lo esperas. El menor movimiento en falso y estás listo, todas las cartas liadas… O sea que, como suele decirse, se alteran las reglas del juego… El truco radica en que la nuestra ha de ser una maniobra completamente imprevista… Y yo he dado con ella… Escucha con atención.

      Mi tío dejó de sonreír y habló como un oficial, en términos lacónicos y duros:

      —El primer plan es el bueno. El otro es por si acaso, por si el primero falla… No escribas —me interrumpió.

      —De acuerdo —dije.

      —Y recuerda bien. Lo primero es fumar cigarrillos sin filtro, solo sin filtro. Y lo segundo es ponerte dos calzoncillos a la vez.

      Mi tío soltó una carcajada con expresión triunfante y se frotó las manos.

      —¿Lo has comprendido? —me preguntó.

      —Sí —dije.

      —El plan sigue en secreto. Ni una palabra, ni a los más allegados. Si no, todo estará perdido. Espera mis órdenes. Ahora debo irme. Que te vaya bien. Gracias por la fruta. Aunque la fruta no es más que una pura ficción…

      Y se marchó enfundado en su absurda bata, con paso ligero y deportivo.

      Pasado un mes, mi tío se curó. Nos veíamos en las fiestas familiares. El tío sonreía con expresión tímida.Me contaba que cada día corría alrededor de la Academia Forestal. Que se encontraba bien de salud y más animado que nunca.

      En aquellas ocasiones preparaban hortalizas ralladas especialmente para él. A su lado se sentaba Galina Pávlovna. En los brazos de su esposa asomaban unas cicatrices oscuras: los mordiscos de la perra.

      Me imaginé a mi tío corriendo, temprano por la mañana, a lo largo de la verja de la Academia Forestal.

      ¡Oh, Dios mío! ¡¿Hacia dónde?!…

      Capítulo 4

      La vida del tío Leopold siempre me pareció envuelta en una exótica nebulosa. Había en él algo de los héroes de Mayne Reid y Fenimore Cooper. Durante largos años, su suerte excitaba mi imaginación. Ahora ya se me ha pasado.

      Pero no nos precipitemos.

      Mi abuelo judío había tenido tres hijos. (Espero que esta nota épica no turbe al lector). Los hijos se llamaban Leopold, Donat y Mijaíl.

      Al menor, Leopold, le pusieron como a propósito un nombre extranjero. Como si ya tuvieran presente su biografía cosmopolita.

      Donat es nombre de oscuro origen báltico-lituano. (Lo que cuadra con la incierta situación vital de mi padre. A los setenta y dos años emigró de Rusia).

      El agraciado con el nombre más ortodoxo, Mijaíl, murió de tuberculosis durante el cerco de Leningrado.

      Estarán de acuerdo conmigo en que el nombre determina en gran medida el carácter y hasta la biografía de una persona.

      Anatoli es, casi siempre, un sinvergüenza y un camorrista.

      Borís, un colérico con tendencia a engordar.

      Galina, una metomentodo, chillona y vulgar.

      Zoia, madre soltera.

      Alekséi, un bonachón sin mucho carácter.

      Grigori es un nombre que me sugiere cierto nivel de bienestar material.

      Mijaíl, la sorda premonición de una muerte trágica y temprana. (Piensen en Lérmontov, Koltsov, Bulgákov…).

      Y así sucesivamente.

      Mijaíl crecía, hosco y reservado. Escribía versos. Organizó un grupo futurista en el Lejano Oriente. El propio Maiakovski le escribió una carta, tan moderadamente insultante como amistosa.

      Mi padre guarda dos libros escritos por su hermano mayor. Uno se titula: M-u-u. Del segundo no recuerdo el título. Tenía algo que ver con una complicada fórmula algebraica.

      Los versos eran bastante extraños. Uno de sus poemas líricos acababa con estas palabras:

      Me estremecía todo yo y deseaba

      abrirme la frente contra el muro y caer…

      De una reseña del libro que ha sobrevivido recuerdo esta grosería: «¡Manda a rezar a un cretino y se partirá la frente!…».

      Mijaíl era una persona extraordinariamente reservada. Los parientes no sospechaban siquiera a qué se dedicaba. En cierta ocasión, ya adultos, Donat y Mijaíl se encontraron tras el escenario del teatro de verano de Briansk. Como pronto se aclaró, los dos participaban en el mismo programa de variedades. Donat, como cupletista; Mijaíl intervenía con una lectura literaria.

      Los hermanos mayores se interesaban por la literatura y por el arte. El menor, Leopold, siguió desde pequeño otro camino, mucho más interesante y ventajoso.

      Se hizo estafador.

      A los catorce años especulaba con tabaco en la zona del puerto. Compraba puros a los marineros extranjeros para vendérselos al restaurante nocturno de los hermanos Urin. Luego se pasó a las medias de seda y los cosméticos. Si hacía falta, acompañaba a los extranjeros al prostíbulo de la calle Kosaya. Al tiempo que se dedicaba al boxeo en el club atlético Ícaro. Y los domingos tocaba el trombón en el parque de la ciudad.

      A los dieciocho años Leopold llevó a cabo su primer negocio verdadero. Sucedió así.

      En una de las tiendas del centro se presentó un joven mustio y de aspecto humilde. En sus manos, envuelto en un periódico arrugado, llevaba un violín. El joven se dirigió al dueño de la tienda, Tanakis.

      —Afuera llueve a cántaros. Me temo que mi violín se va a mojar. ¿Podría dejarlo aquí por el momento?

      —¿Por qué no? —contestó, con indiferencia, Tanakis.

      Al cabo de una hora entró en la tienda un elegante caballero extranjero de bigotes enormes y sospechosamente pelirrojos. Se pasó un largo rato examinando las mercancías de los estantes. Luego alargó la mano, apartó el periódico arrugado y exclamó:

      —¡No puede ser! ¡No puedo creerlo! ¡Estoy soñando! ¡Despiérteme! ¡Qué hallazgo: un auténtico Stradivarius! ¡Se lo compro!

      —No está en venta —respondió Tanakis.

      —¡Estoy dispuesto a pagar lo que sea!

      —Lo lamento mucho…

      —¡Quince mil en metálico!

      —Lo lamento muchísimo, monsieur…

      —¡Veinte mil! —gritó el extranjero.

      El rostro de Tanakis se cubrió de un intenso rubor:

      —Hablaré con su propietario.

      —Recibirá usted una buena comisión. ¡Todo un Stradivarius!… ¡Oh, no me despierte, no me despierte!

      Al poco, el pálido joven regresó.

      —He venido a por el violín.

      —¿Por qué no me lo vende? —le dijo Tanakis.

      —No puedo —contestó, entristecido, el joven—. Por desgracia, no puedo. Es un regalo de mi abuelo. La única cosa de valor que tengo.

      —Le daré dos mil en metálico.

      El muchacho casi se echa a llorar.

      —En efecto, me hallo en una situación delicada. Y ese dinero me vendría de perillas. Me iría a tomar las aguas, como me ha recomendado el doctor Schvartz. Y, no obstante, no puedo… Es un recuerdo….

      —Tres —dijo el propietario de la tienda.

      —¡Lo lamento,