un momento era tu madre! –dijo Carmela con expresión exasperada antes de alejarse.
Fabian observó cómo se alejaba y se encontró pensando de nuevo en el complicado tema de una esposa y un heredero. Complicado porque en aquellos momentos no mantenía ninguna relación seria ni tenía intención de hacerlo. Cuando un hombre se había quemado una vez en la vida se volvía prudente ante el peligro y aprendía a no acercarse más al fuego. Pero él ya había cumplido los treinta y siete y el tiempo no se detenía.
Debido a su considerable riqueza, y las responsabilidades que conllevaba ser dueño de Villa Rosa, la casa que había pertenecido a su familia durante siglos, necesitaba un hijo o una hija que lo heredaran todo. No… tenía que haber alguna otra forma de conseguir lo que quería sin embarcarse en una relación amorosa. Debía plantearse seriamente encontrar una solución.
–¡Cuánto me alegro de tenerte aquí por fin! Ha pasado tanto tiempo… ¡demasiado! Estoy deseando irme de luna de miel, por supuesto, pero sería estupendo poder pasar algo de tiempo contigo. Prométeme que no saldrás corriendo en cuanto regrese, dentro de dos semanas, ¿de acuerdo?
Contemplando a la curvilínea morena perfectamente arreglada que había sido su mejor amiga en el instituto, Laura se preguntó cómo podía haber pasado con tanta rapidez el tiempo desde la última vez que se vieron. Hacía al menos diez años que no se veían. Se habían mantenido en contacto por carta y por correo electrónico, por supuesto, y a veces habían hablado por teléfono, pero no era lo mismo que verse regularmente y tener la oportunidad de profundizar en su amistad. Pero ahora que estaba allí, en la Toscana, tenía intención de aprovechar al máximo la oportunidad que había surgido.
Aunque temporal, lo cierto era que la oferta de empleo que le había hecho Carmela había sido providencial. Ni siquiera le importaba que no se tratara de unas vacaciones, porque la música era una pasión absoluta para ella. Estaba segura de que el mero hecho de estar por allí sería un bálsamo para su espíritu y su moral.
–No tengo un trabajo esperándome, Carmela –contestó–, así que no tengo prisa por volver a Inglaterra.
–Me alegra oír eso. No que no tengas trabajo, por supuesto, ¡pero sí que puedas quedarte aquí una temporada!
–Hace tiempo que estaba deseando renovar nuestra amistad.
Laura sonrió y cruzó los brazos sobre la bonita blusa de encaje blanco que vestía con una falda azul pastel. Luego, con un suspiro, volvió sus ojos grises hacia los jardines que se divisaban a través de los amplios ventanales de la casa.
Los tejados de las elegantes marquesinas que brillaban bajo el sol de la tarde le recordaron una justa medieval. Sólo faltaba que aparecieran las damas y los caballeros elegantemente vestidos para asistir al acontecimiento. El mar blanco de los toldos contrastaba con el verde del césped, perfectamente cortado. A lo lejos había una balaustrada de mármol blanco con unas escaleras que llevaban a una sección más privada de los jardines. El olor a madreselva y glicinias entraba por las ventanas abiertas, llenando el aire de una soporífera fusión de excepcional deleite. Era como entrar en un sueño…
–¿Y qué piensas de tus habitaciones? –preguntó Carmela–. Te he puesto cerca del fondo de la casa para que cuentes con un poco más de intimidad si Fabian tiene invitados que vayan a quedarse a dormir. ¡Las vistas desde tus ventanas son espectaculares!
–Son una auténtica maravilla, Carmela. Voy a sentirme como una princesa en esas habitaciones, ¡y sobre todo durmiendo en esa cama con dosel!
–¿Has hablado ya con la prensa, Carmela? Esta mañana han… Oh, disculpa. No sabía que tenías compañía.
Laura se volvió al escuchar aquella profunda voz italiana y vio que el hombre dueño de ella la miraba de arriba abajo con evidente sorpresa desde el umbral de la puerta. Sintió que una extraña tensión la paralizaba y que su proceso mental se ralentizaba. ¿Sería aquél el jefe de Carmela? Si era así, era la antítesis de lo que esperaba.
Rubio, de ojos azules, alto y con una fuerte mandíbula, podría haber sido fácilmente confundido con un danés, un suizo o un alemán. Pero la confianza y ligera arrogancia que proyectaba, así como la forma en que llevaba la ropa, como si ésta y él formaran un todo, la convencieron de que era un auténtico hijo de Italia.
Repentinamente acalorada, apartó la mirada.
–¡Fabian! Llegas justo a tiempo para conocer a Laura. Ha llegado hace una hora y estaba a punto de ir a buscarte para presentártela –Carmela apoyó una mano en la espalda de Laura y la empujó con firme delicadeza hacia su jefe–. Laura, te presento al señor Fabian Moritzzoni, dueño de Villa Rosa y mi jefe. Fabian, ésta es mi querida amiga Laura Greenwood.
Laura alargó automáticamente su mano y Fabian la estrechó, sin excesiva fuerza pero con evidente autoridad.
–Es un placer, señorita Greenwood. Al parecer estoy en deuda con usted por haber aceptado ocupar el puesto de Carmela durante su ausencia. Espero que haya tenido un buen viaje desde Inglaterra.
–El viaje ha sido muy agradable, gracias.
–Tengo entendido que es la primera vez que viene a la Toscana, ¿no?
–Así es, pero no porque no haya querido venir antes. Carmela lleva años pidiéndome que venga, pero nunca se presentaba el momento adecuado. Pero por fin estoy aquí y espero serle útil, señor Moritzzoni.
–Yo espero lo mismo –Fabian frunció ligeramente el ceño antes de añadir–: Puede tomarse el día libre para instalarse y empezar a trabajar mañana. Carmela le pondrá al tanto de todo lo que hay que hacer. ¿Le parece bien? –preguntó, sin apartar la vista de ella un instante.
Laura pensó que tenía la mirada más intensa y perspicaz que había visto en su vida. No le habría gustado encontrarse en el pellejo de alguien que tratara de engañarlo. Pero entonces pensó en otra cosa. ¿Habría visto la cicatriz? ¿Sería eso lo que estaba mirando con tanta intensidad? Alzó instintivamente una mano para tocar los pálidos mechones dorados de su flequillo, repentinamente consciente de la desfiguración que había debajo. En aquel país de gente tan guapa, a Fabian Moritzzoni no debió de agradarle mirar a una mujer del montón afeada por una cicatriz. Laura deseó que terminara de hablar con Carmela y se fuera. Su confianza y empeño en hacer bien aquel trabajo no habían desaparecido, pero se habían visto ligeramente mermados.
–No necesito esperar a mañana para empezar a trabajar –dijo–. Si Carmela necesita que eche una mano de inmediato, por mí no hay problema. Quiero que pueda irse tranquila a disfrutar de su luna de miel, sabiendo que deja la situación en buenas manos. Cuanto antes me entere de lo que hay que hacer, mejor.
–¿Lo ves, Fabian? –dijo Carmela, sonriente–. ¡Te dije que no había nada de qué preocuparse teniendo a Laura aquí!
–Estoy seguro de que tienes razón.
Laura detectó un matiz en la inquietante mirada del italiano que pareció decir: «Me sentiré muy decepcionado si me fallas». Tembló por dentro y, cuando sus ojos se encontraron, necesitó armarse de todo su valor para no apartar la mirada.
Capítulo 2
DESDE que la orquesta y la compañía de ópera habían llegado aquella mañana, la casa y sus terrenos habían vibrado con el sonido de la música. Mientras escuchaba, maravillada, Laura deseó que los niños a los que había enseñado pudieran escuchar lo que estaba escuchando ella en aquellos momentos. A pesar de que sólo tenían seis o siete años, habían llegado a apreciar algunas de las piezas clásicas que ella les había hecho escuchar en clase, además de las que solía tocarles al piano. Pero hacía ya dos años que no enseñaba, algo que le producía una intensa sensación de vacío que no podía ser fácilmente colmado.
Hubo una época en el pasado en que soñó con convertirse en intérprete, pero tras descubrir la pasión que le producía enseñar música a los niños, decidió que su verdadera