Loida Primo

Gladiador o esclavo: tú decides


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montar Laxy, la fábrica de colchones.

      Se va a vivir con su tía Domi a Bilbao, a mi tierra, la que me ve nacer, deja a su hermana Rosy y a su abuela en Reinosa, y va a desarrollar su modelo de negocio de colchones en esta ciudad, donde considera que hay proyección del negocio. Sin embargo, recién operado, también busca, de alguna manera, el calor de un hogar, ya que sus recursos eran muy limitados, tanto los económicos como los emocionales. Era un hombre solitario que iba y venía en función de la necesidad y de su gran olfato. La intuición de mi padre era un rol innato, natural, impresionante. Y así es como monta la fábrica de colchones Laxy en Bilbao y empieza a vender los primeros artículos de descanso.

      Don Carlos era todo un emprendedor, viajero, luchador, investigador, que nunca paró de buscar, ni en lo espiritual ni en lo personal.

      Mi padre fue la persona que vio en mí habilidades, cualidades y actitudes que yo no sabía que tenía. Fue más que un padre para mí, no diré que fue un amigo, pero sí fue mi referente. Cuando acabé la carrera de Económicas en la Universidad del País Vasco, me propuso ir a trabajar con él a su empresa. Pero a la Loida que yo era entonces, la fábrica, la empresa y todo su mundo me parecía de lo más aburrido.

      —Ahora que has terminado tus estudios, ¿por qué no vienes a ayudarme, aunque sea dos o tres meses? —me preguntó un día.

      —Aita —le contesté cariñosamente—: La verdad es que prefiero desarrollar mi mundo y mi carrera y trabajar por mí misma.

      Me fui de prácticas a la banca, primero tres meses, luego seis. Cada vez que llegaba a casa me preguntaba qué había aprendido. Estaba aprendiendo, era verdad, pero lo que aprendía no me hacía ninguna ilusión. Lo cierto es que mi trabajo en la banca se terminó. Comencé a dar clases particulares y a buscar un nuevo proyecto, quería algo que me entusiasmara, un proyecto profesional en el que pudiera creer, que me emocionara. Don Carlos insistió en que fuera a trabajar con él unos meses. Me tentó con un mensaje: «vamos a montar un departamento de compras y tú podrías integrarte en él», me dijo.

      Cuando yo entré, la empresa ya tenía 30 años. Se había montado de manera improvisada, resolutiva, pero poco profesionalizada. Había mucho terreno para optimizar. El control de las compras de los innumerables insumos que se utilizan para hacer un colchón se llevaba en planillas escritas a mano. Vi que era necesario montar un departamento de compras informatizado. Esto permitiría determinar los costes de esos componentes, de la mano de obra directa (M.O.D.) y de la producción. Además de implementar bases de datos de proveedores por artículo y tipo de material para poder realizar una contabilidad analítica. En este mundo, yo tenía todo por aprender. Me ofreció hacer un curso de formación en la gestión de compras. «Y luego comenzarás a trabajar en las oficinas», me propuso. Como siempre, cerramos el pacto con un apretón de manos y luego con un fuerte beso y abrazo. Don Carlos y yo nos pasamos la vida negociando entre bromas y risas, entre enfados y reconciliaciones. La verdad es que nuestra relación fue una maravilla.

      Llegó el día en que aterricé en la empresa como colaboradora. Don Carlos me presentó a la gente de oficinas: administrativos, comerciales y chóferes. Allí, mi padre era «Don Carlos», con mayúsculas. La estructura física de su empresa reflejaba el tipo de organización vertical que él había impuesto: dirección en el tercer piso, administración en el segundo y producción abajo de todo, en la base.

      Desde el primer momento me di cuenta de que el hombre que veía allí ya no era mi padre, sino un señor distante, atemorizador, un hombre con una gran autoridad. En casa siempre tenía dibujada una hermosa sonrisa; en la empresa, su semblante era serio, su postura recta, erguido, cabeza en alto. Otra persona.

      Un día, un proveedor belga me dijo que no podía entregarme látex (componente fundamental en los colchones) porque los puentes de acceso a la calle donde estaba ubicada la fábrica eran muy estrechos para sus tráileres. Me propuso entregarlos en unos depósitos que teníamos a veinte kilómetros de distancia. Yo ignoraba que tuviésemos catorce mil metros cuadrados al lado del aeropuerto. Pregunté por qué no estábamos instalados allí. La gente de producción no quería desplazarse y el sindicato se oponía firmemente. Los trabajadores hacían el hamaiketako, como se llama al piscolabis de las once en el País Vasco, en verdaderas callejuelas en penumbras. Parecía incomprensible que no quisieran trasladarse. Estábamos instalados en un edificio de menos de la mitad de superficie, verticalizado, piso sobre piso, oscuro, un verdadero agujero. Yo lo llamaba el zulo. En esa ubicación, la empresa no podía expandirse, crecer ni implementar nuevas áreas productivas. La planta funcionaba en varios pisos, lo que aumentaba los costes y tiempos de producción. Trasladar material, subir y bajar escaleras, las dificultades de transporte y de comunicación entre las distintas áreas que suponía su separación, incidían directamente en el coste del producto. Entonces teníamos tres modelos de colchones: Alba, Olimpo y Benjamín que vendíamos muy bien. A don Carlos no le preocupaba la demanda ni la competencia, porque todo lo que se fabricaba en aquel zulo se vendía.

      Cuando yo me incorporé, el mercado ya estaba maduro, sin embargo, me di cuenta de que en algún momento, el coste del producto iba a ser importante para mantener la competitividad. Cuando le dije esto a don Carlos me propuso ir a conocer las instalaciones de Zabalondo, lo que yo llamo el paraíso. Estaban a veinte minutos del centro de Bilbao, eran diáfanas, limpias, luminosas, había dos plantas de producción de siete mil metros cada una, en un solo nivel. Allí se podía ubicar perfectamente el almacén y las distintas células de producción por las que pasa la fabricación de un colchón, cada una de ellas con un layout productivo, coordinado, ordenado, estructurado, y con maquinaria nueva.

      Pero don Carlos llevaba ocho años intentando hacer el traslado sin conseguirlo. Los trabajadores estaban acomodados y fue cuando comencé a comprender las dificultades implícitas de hacer salir a la gente de su zona de confort. Lo que les cuesta pasar a lo que yo llamo «la zona mágica». Don Carlos se sentía presionado y agobiado por esta gente, con su resistencia al traslado y en definitiva, al cambio. Una resistencia que manifestaban pidiendo cosas que no era posible concederles, porque ceder a esas demandas era tirar por la borda las mejoras que suponía el traslado.

      La relación de don Carlos con chóferes, administrativos y comerciales estaba alineada con su filosofía. Pero los empleados de la planta productiva no lo conocían, no lo sentían como alguien próximo. Formaban ese cuerpo sindical desde la extrema radical izquierda, con intereses muy distintos a los suyos y acostumbrados a lo que ya conocían. Don Carlos era, por un lado, pastor evangélico y por otro lado empresario. La gente percibía esa dualidad. Decían que tenía en una mano la Biblia y en la otra a Plauto, el comediógrafo de la antigua Roma que describió la avaricia. Lo tildaban de explotador. No pocas veces nos topábamos con pintadas que rezaban: «Primo cabrón, vas al paredón». Las amenazas de la extrema radical izquierda le agobiaban y le daban muchísimo miedo. Cuando él propuso el traslado, lo amenazaron con huelgas, con cierres. Él se echaba para atrás y se refugiaba en su coraza de patrón, ejerciendo un liderazgo absolutamente vertical.

      Cinco meses después de mi ingreso en la empresa, no conocía la planta ni a los trabajadores. Don Carlos decía que había que buscar la mejor forma y el mejor momento para hacerlo, sin embargo, el tiempo iba pasando y la barrera no se franqueaba. Él siempre me hablaba de encontrar salidas laterales, cuando las circunstancias no permitían resolver la situación de forma directa.

      Una mañana llegué antes que don Carlos. Fui a ver al señor Blanco, quien era y es hasta hoy el jefe administrativo, y le dije que me bajaba a la nave.

      —¿Sola? —me preguntó— ¿Qué le diré a don Carlos cuando venga?

      —Dile que estoy en la planta con mano de obra directa.

      —Me parece que es mejor que esperes a que venga don Carlos.

      No hice caso de su recomendación y comencé a bajar las escaleras hasta la planta baja, a ver a las personas que trabajaban allí y de las que únicamente tenía referencias de don Carlos.

      De pronto, oigo a alguien que dice: «¡¡¡Corre,