el aficionado a los juegos de azar, desde el guerrillero hasta el coleccionista, todos persiguen la misma quimera; como sabía Somerset Maugham, «las cosas que se nos escapan son más importantes que las que poseemos».
La diligencia humana en crear diversivos contra el vacío es inagotable. Son siempre más o menos los mismos y aproximan al común mortal a los más grandes y sensibles cazadores de vacío. También porque, como escribía Balzac, «las personas grandes de verdad son sencillas y esa sencillez os coloca junto a ellos en un mismo plano».
Hay quien, como Nietzsche, está convencido de que «sólo los pensamientos que surgen caminando valen la pena» y se consagra a fatigosas excursiones y agotadoras caminatas. O quien, como Montherlant, se concentra en los placeres peligrosos, exaltado por los riesgos que le hacen correr, persuadido de que «todo lo que no es goce es secundario». O quien, como Léautaud, que, atrincherado en una soledad abarrotada de animales, opta por la fantasía, pensando que los placeres existen sólo en la imaginación. O quien hace como Morand, que trataba de sortear el vacío huyendo de él con viajes incesantes. Claro que la esencia del equipaje del viajero es la maleta semivacía de Wystan Auden: una botella de ginebra, una de vermut, un vaso de plástico y sus poemas: beber y crear, dos modos diferentes de aturdirse amueblando el vacío.
Pocos como Voltaire, incluso sabiendo cuán indispensable es lo superfluo, admiten que en el fondo lo único que hay que hacer es cultivar el propio jardín, como Cándido. Porque «trabajar sin pensar es el único modo de hacer soportable la vida».
Incluso admitiendo, como insinuaba Beckett, que «cada palabra es una mancha superflua sobre el silencio y sobre la nada», escribir, aunque fatigosa, sigue siendo una actividad confortable. «Todos los dolores se pueden soportar, si se los hace entrar en una historia o si se puede contar una historia sobre ellos», aprendió Karen Blixen, menoscabada por una enfermedad letal, pero dispuesta a gozar tanto del panorama africano como de la belleza de Marilyn Monroe.
Pero para hacer frente a la nada puede bastar también la alegría de una adquisición en la que parece encarnarse la belleza, esa última línea de resistencia contra la brutalidad del vacío. En Londres, Cocteau fue en peregrinaje a la casa del renombrado Lock: «Hoy he visto a mister Lock confeccionar un sombrero con cintas, paja y alfileres… lo llevo puesto y me proporciona ideas inglesas». O moverse en un marco agradable: «Caminar a pie con buen tiempo, en un bonito paisaje, sin prisa, con una meta placentera: he ahí mi modo de vida preferido», confesaba Rousseau. O tratar de concretar el desmoronamiento del tiempo en una serie de cifras. Simenon, coleccionista de relojes, gustaba de cronometrar las secuencias de su vida, desde la escritura hasta el sueño y el sexo. O la alianza afectuosa con un animal doméstico, utopía viviente de un compromiso entre lo natural y lo humano. O una nobleza imaginaria para eludir la vanguardia del vacío: la multitud. Cuando empezó a hacerse llamar conde, título al que no tenía derecho, no obstante la antigüedad de su familia, Arthur de Gobineau se justificó con desenvoltura: «Sólo significa que no tengo ni el aire ni las opiniones de un plebeyo». O una ebriedad capaz de transfigurar la banalidad del mundo, que deja filtrar de manera irresistible el vacío de la existencia. «A veces un hombre inteligente», explicaba Hemingway, «se ve obligado a emborracharse para pasar el tiempo con los imbéciles.» A Roger Vailland, sin embargo, el alcohol no le bastaba, necesitaba también la droga y las orgías para soportar la intolerabilidad de la vida.
Cada uno tiene su propia receta y a menudo los más disolutos parecen los más sabios. Para Benjamin Constant, frecuentador de burdeles y de casas de juego, había que renunciar a la ilusoria idea de amueblar el vacío con el amor y conformarse de manera ordenada con el deber que, sin exigir arriesgadas profundizaciones, evitaba inquietantes meditaciones de las que habría podido surgir un eco de la nada. También Baudelaire, icono de la vida disoluta, invitaba a trabajar, porque trabajar es menos cansado que divertirse. Flaubert que, tras haber experimentado todo tipo de placeres en exóticos viajes, se encerró en casa a escribir, no albergaba dudas al respecto. «El alma es una bestia feroz. Siempre está hambrienta y hay que atiborrarla para que no nos embista. Nada es más tranquilizador que un trabajo prolongado.»
Existen modos de amueblar el vacío más peligrosos para quien los practica y para aquellos que están a su lado, aunque, en un entorno de condenados a muerte como el humano, se trata en el fondo de matices. Según los hermanos Goncourt, María Antonieta se puso a «jugar» a la política sólo para amueblar el vacío de su vida. A T. E. Lawrence, huérfano de sus heroicas empresas árabes, las únicas distracciones que le quedaron fueron las locas carreras en la potente moto que acabarían costándole la vida. El último medio para resistir el peso aniquilador y amenazador del vacío es el suicidio, que aspira a derrotar al adversario en el tiempo. Sólo así puede entenderse a los enfermos terminales que ponen fin a sus días, al igual que la minuciosidad con que preparan su propia salida. El suicidio es la versión sacra de la prisa profana que nos empuja en una carrera contra el tiempo perdida sin remedio de antemano. «Nada importante muere… sólo… los hombres… y las mariposas», constataba Romain Gary.
BESO
«Temo a un beso / lo mismo que a una abeja. / Sufro y el insomnio no me deja descansar: / temo a un beso», confesaba Verlaine. Así pues ¿por qué extrañarse si también en esta época influida por la pornografía el beso conserva una carga emocional tan intensa? El triunfal renacimiento del mito del vampiro y del beso que puede ocasionar la muerte pero también el amor eterno son prueba de ello.
Cada vez más a menudo son las chicas quienes besan primero, y el estupor que suscitan es el mismo que experimentó Stendhal en París cuando la joven Giulia Rinieri de’Rocchi lo besó, susurrándole: «Sé muy bien y desde hace mucho tiempo que eres viejo y feo…». Sorprendido, el escritor anotó: «Asombroso recibimiento de Giulia, pero por desgracia sus confidencias han desinflado mi imaginación».
No hay duda, aleccionaba el impetuoso Maupassant, de que «un beso legal nunca vale tanto como un beso robado», y sin embargo los besos arrancados a la fuerza rara vez son venturosos. Al pobre Balzac, después de haber robado uno a una marquesa allumeuse sobre las frías orillas del lago de Ginebra, le cayó una buena reprimenda.
Para los amantes afortunados, como D’Annunzio, en el marco romano de la tranquila via Gregoriana, el beso es un éxtasis: «Un beso los postraba más que un amplexo. Al separarse, se miraban con los ojos fluctuantes en una turbia neblina». Pero George Sand tenía que darse cuenta de que el etéreo Chopin no habría querido ir más allá del beso.
Claro que hay besos elusivos, como los que le concedía la sinuosa Tamara de Lempicka a D’Annunzio a orillas del lago de Garda. Embaucado «por sus besos profundos», el Vate del Vittoriale se hacía la ilusión de hacerla capitular, pero, después de que lo hubiera cubierto de marcas rojas de carmín con sus labios, la pintora lo rechazó con la excusa de temer contagiarse de la sífilis.
Los trenes, que con sus arrancadas aproximan los cuerpos y producen la sensación de una provisional extraterritorialidad moral, pueden ser un excelente terreno de caza. En el tren hacia Lourdes, el osado Marinetti obró un milagro. Seducido por los «dientes brillantísimos» de una desconocida del compartimento vecino, el futurista salió del vagón y la alcanzó desde el exterior, arriesgándose mil veces a caer. «¡Un beso, un beso, te lo suplico, la boca, otra vez tu boca!» ¿Cómo negarle algo?
Los besos tienen sonido. En las calles de Dublín, Nora le daba a su futuro esposo, James Joyce, «besos ruidosos». Y también tienen sabor. Lo experimentó la «esclava de amor» de Malaparte, Biancamaria Fabbri, su compañera en Capri: «El primer beso entre nosotros tuvo un sabor fresco, limpio, como un sabor a lágrimas carentes de amargor». Pero antes que ella, Alexandrine, la futura señora Zola, se repartía con el escritor la fresa que tenía entre los labios. «Es como caer en un cubo de ostras», se quejaba Patricia Highsmith al hablar del primer beso que a los dieciséis años le había dado a un chico.
Hay quien, como Scott Fitzgerald, trata de disminuir su valor –«El beso tuvo origen cuando el primer reptil macho lamió a la primera reptil hembra, aludiendo en modo sutil y ceremonioso al hecho de que era suculenta como el pequeño reptil que se había comido la noche antes»–. Quizá porque Zelda, en Alabama, le confesó que había besado