Giuseppe Scaraffia

Los grandes placeres


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ser uno de los grandes se había portado con él de manera sumamente generosa.

      A Hemingway le gustaba hacerse fotografiar con el torso desnudo, con los puños apretados, en la pose del célebre John J. Sullivan. Subirse al ring estaba de moda entre los americanos de París. Ezra Pound corregía los manuscritos de Hemingway a cambio de lecciones de boxeo. Pero el más singular de todos sigue siendo sin duda el dandi surrealista Arthur Cravan, que con dos metros de altura y cien kilos de peso, quedó K.O. en el primer round ante el peso pesado negro Jack Johnson.

      Desde el principio Cravan no había tenido demasiadas dudas sobre el resultado final y se había puesto en guardia para proteger de los duros golpes del campeón del mundo aquel rostro tan amado por las mujeres. Al ver cómo temblaba, Jack Johnson fue llamado al orden por el árbitro porque insistía en darle al poeta patadas en el culo. Un gancho en la oreja izquierda puso fin al tragicómico episodio. Pero sólo en la realidad, porque desde entonces Cravan se dedicaría a ensalzar su propia resistencia: según él, habría aguantado durante sus buenos siete rounds antes de tirar la toalla.

      Por supuesto, no eran los primeros en dejarse atraer por la violencia bien regulada de este deporte, que tuvo entre sus más ilustres practicantes al gigantesco Alexandre Dumas y al musculoso Theóphile Gautier. Byron prefería la modalidad francesa, la Savate, una técnica mixta de puñetazos y patadas, inspirada en las artes marciales orientales, que fascinó también al plácido Rossini. «Nuestro boxeo es absolutamente idéntico al inglés, salvo que es todo lo contrario», puntualizaba Dumas, compensado por Tyson, que en una entrevista declaró: «Soy el Edmond Dantès del boxeo», rindiendo homenaje al héroe de El conde de Montecristo.

      Para el boxeo no había límites de sexo.

      A los treinta y nueve años Colette, amenazada por la amante de su futuro marido, recibió con éxito lecciones de pugilismo.

      Fue Jack London quién transformó a los boxeadores en protagonistas, convirtiéndolos en héroes proletarios, obreros de día y boxeadores de noche para alimentar a la familia. Pero la pureza del diletante chocaba, en sus páginas, con la corrupción de los combates amañados y las apuestas. «Cuando combate, verás al viejo irlandés salvaje que bulle en sus venas y guía sus puños. No es que pierda la sangre fría: es un iceberg ardiente y helado al mismo tiempo.» Ni siquiera cuando estaba embarcado dejaba London de entrenarse todos los días.

      El idealista Albert Camus veía el boxeo como un deporte «absolutamente maniqueo». No lo consideraba un juego, como el fútbol o el tenis, sino «un rito que lo simplifica todo. El bien y el mal, el vencedor y el perdedor». Para otros era más inmediato. Roger Nimier tenía que desahogar su sed de batirse en el ring: «Me siento atraído por el sudor y la sangre, por la gratuidad de las cosas. Y poder batirme de verdad me parece estupendo». Para Norman Mailer el boxeo era un modo de darle sentido a la violencia que a ratos lo poseía, arrastrándolo a las peleas de bar. En El desafío evoca la confrontación que tuvo lugar en 1975 entre el descarado Cassius Clay y el tranquilo e invicto George Foreman, concentrándose en la preparación y en los caracteres de los campeones.

      En Cuarteles de invierno, de 1982, Osvaldo Soriano transformó el boxeo en una lucha por la libertad de su propio país, Argentina. Lo mismo había hecho Luis Sepúlveda en Campeón. En 1968 el célebre combate entre Benvenuti y Griffith abrió un debate entre Pasolini, hostil a la derecha, encarnada a su parecer por Benvenuti, y Arpino, que no soportaba aquella instrumentalización política del deporte. Pero el más emblemático de los enfrentamientos fue el que tuvo lugar en 1938 entre Max Schmeling y el negro americano Joe Louis: el campeón nazi se desplomó en la lona al cabo de pocos minutos echando por tierra cualquier discurso sobre la supremacía aria.

      «Escribir sobre el pugilismo», declara Joyce Carol Oates en su Mike Tyson, «significa escribir de nosotros mismos, y nos obliga a indagar no sólo en el boxeo, sino en los confines mismos de la civilización, en qué es o qué debería ser humano; sobre el ring violentamente iluminado, el hombre puesto al límite cumple un rito atávico.»

      BUENOS MODALES

      «Los buenos modales»: bastan estas tres palabras para evocar a frágiles abuelas y artificiosas zalamerías. El enemigo más insidioso y letal de los buenos modales fue el 68, con su culto rousseauniano a una hipotética naturalidad. Los excesos de entonces, desde la simple mala educación hasta el abandono rayano en la violencia, han quedado atrás, pero ha permanecido la idea de que la persona «auténtica», al contrario que la «falsa», no debe esconder sus reales, y a menudo mezquinos, sentimientos.

      La cortesía es un placer que se nos concede, sustrayéndose a la prisa artificiosa que nos empuja a atropellarnos los unos a los otros. Además, como decía Emerson, «los buenos modales requieren tiempo, y no hay nada más vulgar que la prisa». La velocidad con la que nos precipitamos sobre un bufet para reaparecer con un plato rebosante de comida, es directamente proporcional a la vivacidad del ascenso social.

      Para Baudelaire la cortesía es la mejor manera de mantener la distancia con los demás. Fitzgerald, de hecho, observaba que las personas elegantes eran amabilísimas con los extraños y deliberadamente bruscas con los íntimos. Por algo Proust insiste en la ineffable amabilidad del duque de Guermantes, que trata a los conocidos con una cortesía que raya en lo servil.

      También la timidez puede convertirse en una excusa para ser maleducados. En cualquier caso es el síntoma de una excesiva y, por ello, poco cortés concentración en sí mismo. Después de una cierta edad, amonestaban Frutteto y Lucentini, tiene tanto sentido afirmar: «Soy tímido», como decir: «Soy suizo». Lo mismo vale para la torpeza. La hospitalaria Gertrude Stein tuvo que renunciar a recibir a Ezra Pound: «No quiero volver a ver a Ez. Basta con que entre y se siente aquí durante media hora, para que cuando se vaya todo esté roto: la silla, la lámpara… Ez me cae bien, pero no puedo permitirme el lujo de tenerlo en casa, eso es todo».

      Es difícil establecer los límites entre la amabilidad y la pasividad. En el automóvil, la doncella de los Huxley ocupaba perentoriamente el sitio más cómodo, al lado del conductor, y nadie la detuvo nunca. ¿Indiferencia? ¿Bondad? En cualquier caso mejor pasarse de cortés que lo contrario. Al advertir que un sirviente estaba robando a escondidas una galleta, el Rey Sol, cuenta Saint-Simon, se precipitó sobre él incriminándolo. Otro caso de mal carácter, pero más elegante, es el de Somerset Maugham, quien, tras haber descubierto a un amigo robándole un por aquel entonces preciado aguacate, no se lo perdonó nunca, aunque tampoco se lo echó en cara.

      La avaricia es enemiga de los buenos modales. El duque de Westminster, contaba asombrada Coco Chanel, salía a menudo sin sombrero para evitar tener que dejar propina a los guardarropas. La propina no debe avergonzar nunca a quien la recibe ya sea por su exigüidad o por su exceso. Claro que también existen los fuera de serie, como Proust, que una noche llegó a pedir al portero galoneado del Ritz un billete prestado para luego dejárselo de propina.

      Aunque ceder el paso ya no es motivo de duelo, hay quien todavía, ignorando sexo, edad y oportunidad, se precipita hacia la salida tratando por todos los medios de adelantar a los demás. Todos sabemos que la magnífica Villa dei Tatti del esteta Harold Acton se ha convertido en una fundación para los estudios del Renacimiento, pero muy pocos recuerdan que nadie podía alardear de haber salido nunca antes que él de una estancia. Un día, Casanova le cedió el paso a un amigo que quería satisfacer sus necesidades; un momento después, el otro resultó aplastado por la caída de una chimenea. Ante lo cual Casanova concluyó: «Hay que dejar pasar a la gente y, sobre todo, ser educados».

      CAFÉ

      «Negro como el diablo. Caliente como el infierno. Puro como un ángel. Dulce como el amor.» Así quería su café Talleyrand, que se lo hacía servir en jarras de oro. A quien le ponía sobre aviso contra aquella droga, de gran éxito en el siglo XVII, le replicaba: «facilita la digestión, no entorpece la mente, reactiva la circulación y hace dormir bien».

      Por lo demás, Napoleón no conseguía prescindir de aquel «licor intelectual», aunque le abrasaba el estómago: «El café fuerte me resucita. Me procura un calor, una extraña consunción, un dolor agradable. Prefiero sufrir a no sentir».

      Mucho