una ventana abierta a ese propio camino. La confianza del narrador resulta contagiosa, la certeza de que nada puede salir mal por mal que parezca acaba atravesando la novela como un hilo rojo que une al lector, al escritor, y a los niños que ambos fueron en algún momento: los que se perdían ante las flores del jardín o ante el descubrimiento de sus propias manos.
Se ha dicho muchas veces que el tema de esta novelita es la alegría de vivir, y que su eje radica en el amor: uno de los personajes dictamina: «El amor, querido amigo […] echa por tierra las barreras de rango y posición con una ferviente mirada; el mundo le parece demasiado estrecho y la eternidad demasiado breve». Yo, por mi parte, opino de distinto modo: poco he aprendido del amor con esta narración, pero mucho de la mirada: de la intensidad y la voluntad de fijarse, en exclusiva, en aquello que es bello, que merece la pena, en lo que nutre el alma y devuelve la fe. En su descripción, breve pero definitiva, de lo que ve y lo que busca, el personaje de Eichendorff no tiene tanto de romántico como de modernista. Son los colores y la esencia, aquello que cree tocar con solo definirlo, lo que le dan a la historia la liviandad de algo más soñado que vivido, más insinuado que leído.
Esta historia, como toda la poesía de Eichendorff, posee una música propia. Mendelssohn o Schumann supieron escucharla (clásica en su nacimiento, romántica en su desarrollo), y Brahms la derivó hacia la suave melancolía que rezuman todas sus composiciones. Y, como ocurre en muchas canciones, el final nos lleva a una referencia a su inicio. «Todo está bien», canta el Danubio, y quiénes somos nosotros para contradecir al viejo río, que esconde un dios en su interior.
No todas las historias de Eichendorff emanarán la misma canción secreta: en algunos de sus cuentos (pienso en «El anillo», quizás el más conocido, y el que mayor influencia tuvo sobre otros autores de su época) trata oscuridades más duraderas, el filo siniestro del Romanticismo. En otras de sus historias aparecen maldiciones y la prohibición del conocimiento, salvo que se esté dispuesto a pagar con la felicidad. El amor contrariado, los celos, el doliente sentimiento de no ser nada frente a la inmensidad de la naturaleza, todo lo que de grandilocuente y de parodiable tuvo ese movimiento.
Pero eso será en otros relatos, serpenteará en otros poemas. Eichendorff no fue ajeno a la desdicha: dos de sus hijitas murieron, su familia perdió la fortuna que les enorgullecía, él mismo debió apartarse del trabajo aún joven por una enfermedad que le asoló la salud y los movimientos. Supo de la gloria y de la fama de otros autores contemporáneos, no sabemos si eso le preocupó. ¿Le inquietaría pasar a la historia, o le bastaría con volver de vez en cuando los ojos a ese bosque que cantó como nadie y que enseñó a describir, a las estrellas que aparecían sobre las rocas ariscas?
La alegría es, sí, una emoción evanescente: pero el recuerdo, ese patrimonio de la edad, la dota de peso, la fija en la memoria de una manera más sólida y certera. En un futuro, al radiante optimismo de esta novela se le superpondrá la bonita sensación de haberla leído, y a esta, la expectante relectura, para ver si contiene aún esa capacidad de transmitir la luz que lleva. Titulada de maneras muy diferentes —Andanzas de un inútil, Vida de un tunante, Aventuras de un mentecato—, el que se lleve leyendo desde 1826 debería darnos ya una respuesta: sí, continuará pasando la prueba, recorrerá otros tiempos y otros lectores como el protagonista los caminos, inmutable, una píldora de felicidad y de buenos presagios. Y, ante esa conclusión, todo prólogo resulta inútil.
Espido Freire
Capítulo primero
Escuchaba, soñoliento, girar la rueda del molino de mi padre y el trino de los gorriones sobre el tejado, de donde goteaba la nieve. Sentado en el umbral de la puerta, me restregaba los ojos reanimado por la templada luz del sol. De pronto, salió mi padre del molino; había estado trabajando desde el alba y llevaba el gorro de dormir medio caído. Me dijo:
—¡Ah, inútil! Otra vez tomando el sol y desperezando los huesos mientras yo hago el trabajo de los dos. Esto no puede seguir así. No voy a mantenerte más tiempo. La primavera ya ha llegado; coge tus cosas, ve a recorrer mundo, gánate la vida por tu cuenta.
—Bien —dije—, si soy un inútil me iré a ver mundo y a hacer fortuna. —Me agradaba ese proyecto; se me había pasado por la cabeza emprender un viaje oyendo al verdecillo que, en las estaciones frías, había cantado en la ventana su triste canción —«Campesino, campesino, déjame entrar en tu casa»—. Ahora, con la llegada de la primavera, entonaba alegremente desde la rama más alta: «Campesino, campesino, me voy, me voy volando».
Así pues, no lo pensé: entré y descolgué de la pared mi violín, que tocaba con bastante destreza. Mi padre me dio algunas monedas para el camino y, tras atravesar el pueblo, me puse en marcha. Sentía una secreta alegría al ver por todas partes amigos y conocidos dirigiéndose a sus trabajos para cavar, arar, etc., como ayer, anteayer y todos los días, mientras yo levantaba velas. Me despedía de esa pobre gente, pero a nadie le importaba; sin embargo, mi corazón rebosaba de júbilo.
Y cuando al fin llegué a campo abierto, cogí mi querido violín y, sin dejar de marchar, toqué y canté así:
Aquel que Dios quiere bien
lo hace viajar por el mundo;
a él le enseña los prodigios
de rocas, bosques y campos.
El vago que en casa queda
no aprecia la luz del alba,
se ocupa de cuidar niños,
tenso de cargas y heridas.
Los ríos brotan del monte,
gozosas van las alondras,
¿cómo no cantar con ellas
con el ímpetu del pecho?
Dejo al buen Dios que me guíe;
a Él, que cuida tierra y cielo,
ríos, alondras y campos,
a Él encomiendo mi suerte.
Transcurrido un tiempo vi que se acercaba un precioso carruaje a mi espalda. Había avanzado despacio, sin que yo me percatara, pues estaba embriagado de entusiasmo. Dos damas muy elegantes asomaron sus cabezas para escuchar mi música. Una de ellas era joven y muy bonita, aunque a mí me parecían hermosas las dos. Dejé de cantar y la dama de más edad hizo detener el coche y me dijo afablemente:
—Hola, caminante. Canta usted canciones muy hermosas.
Yo, por no ser menos, respondí:
—Para complacer a su excelencia cantaría otras más bellas.
A lo que ella me contestó:
—¿Adónde va a una hora tan temprana?
Sentí vergüenza; aunque ni yo mismo lo sabía, me atreví a decir:
—Me dirijo a «V.».
Las damas hablaron entre ellas en un idioma que yo no comprendía.
La joven negó varias veces con la cabeza, pero la otra sonreía y, al cabo de un rato, me dijo:
—Súbase al coche, también nosotras vamos a «V.».
¡Qué felicidad! Hice una reverencia y subí de un salto. El cochero hizo restallar el látigo y salimos disparados por la carretera; el viento casi se lleva mi sombrero.
Atrás quedaba el pueblo, sus jardines e iglesias, y delante veía otros pueblos, castillos y montañas. A mis pies se sucedían los campos sembrados, los arbustos y las praderas, mientras sobre mi cabeza cientos de alondras volaban en el cielo azul. Me daba vergüenza gritar de alegría, pero en mi interior clamaba de júbilo, y con tanto ardor que zapateaba en el estribo y casi pierdo el violín que llevaba bajo el brazo. El sol ascendía, el horizonte se cubrió de densas nubes blancas y no había nada en el cielo ni en las extensas praderas. El aire era sofocante, todo estaba en silencio y solo los campos de trigo se mecían