Joseph von Eichendorff

Andanzas de un inútil


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hizo que la embarcación se balanceara, y las señoras se movían con espanto al ritmo de la barca y algunas gritaban de miedo. Sentada en la borda, la bella dama, sonriente, sostenía un lirio con el que rozaba las aguas. Su imagen se reflejaba en el agua, con las nubes y los árboles; parecía que pasara un ángel en la profundidad del cielo azul.

      Mientras la contemplaba embelesado, la otra dama, gordita y vivaracha, me pidió que cantara una canción. Al instante, un joven delicado que llevaba gafas se dio la vuelta y, besándole la mano, dijo:

      —¡Qué idea tan oportuna! Una canción popular cantada en el campo por el pueblo es la esencia del alma nacional.

      No obstante, respondí que no sabía ninguna que fuera adecuada para sus excelencias. Entonces saltó la doncella respondona, de la que no me había percatado hasta ese momento, sentada en silencio a mi lado con una cesta llena de tazas y botellas:

      —Conoce una canción preciosa sobre una bella señora.

      —Sí, sí, que la cante —añadió la dama opulenta.

      Me sonrojé de pies a cabeza. Entonces, la bella dama levantó los ojos del agua y me dirigió una mirada que me estremeció. Así que, ni corto ni perezoso, canté con todo el ímpetu de mi corazón:

      Allá por donde camino,

      por campos, bosques y valles,

      contemplo el azul del cielo.

      ¡A ti siempre te saludo,

      mi bella y noble señora!

      Encuentro en mi jardín flores

      hermosas y delicadas;

      coronas haré con ellas,

      trenzaré mis pensamientos,

      cumplidos y cortesías.

      A ella no podré ofrecerlas;

      es tan noble y es tan bella

      que se marchitan las flores.

      El amor no tiene igual,

      perdura en el corazón.

      Parezco lleno de vida,

      pero trabajo y trabajo;

      si el corazón se me rompe,

      cavando sigo cantando;

      pronto cavaré mi tumba.

      Llegamos a tierra y todos descendieron de la barca. Algunos caballeros se habían burlado de mí ante las damas; lo vi en sus miradas y lo noté en sus cuchicheos mientras cantaba. El joven de las gafas me dio la mano al salir y me dijo algo que no entendí; la mayor de mis damas asentía amablemente con la cabeza. La bella dama, que había mantenido todo el tiempo la mirada baja mientras escuchaba la canción, salió sin pronunciar palabra. Con lágrimas en los ojos, el corazón me latía de dolor y vergüenza. En ese momento me percaté de lo hermosa que era ella y de lo pobre que era yo, escarnecido y perdido en el mundo. Cuando todos desaparecieron tras los arbustos, no pude soportarlo. Me arrojé al suelo y lloré amargamente.

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