fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.
R
Josefina la cantora
Josefina es el nombre de nuestra cantora. Quien no la ha oído, no conoce el poder del canto. No hay nadie a quien su canto no arrebate, prueba de su valor, ya que en general nuestra raza no aprecia la música. El silencio es nuestra música preferida; nuestra vida es dura, y aunque intentáramos olvidar las preocupaciones cotidianas no podríamos nunca elevarnos tan por encima de nuestra vida habitual, hacia la música. Pero no nos quejamos mucho; casi ni nos quejamos; consideramos que nuestra máxima virtud es cierta astucia práctica, en verdad sumamente indispensable, y con esa sonriente astucia solemos consolarnos de todo, aun cuando alguna vez sintamos —lo que no ocurre nunca— la nostalgia de felicidad que tal vez la música produce. Sólo Josefina es una excepción; le gusta la música, y además sabe comunicarla; es la única; con su desaparición desaparecerá también la música —quién sabe hasta cuándo— de nuestras vidas.
Muchas veces me he preguntado qué ocurre realmente con esa música. Carecemos totalmente de sentido musical; ¿cómo comprendemos entonces el canto de Josefina, o más bien, ya que Josefina niega nuestra comprensión, creemos comprenderlo? La respuesta más simple sería que la belleza de su canto es tan grande que ni los más obtusos pueden resistirla; pero esa respuesta es insatisfactoria. Si así fuera realmente, al oír ese canto deberíamos experimentar, ante todo y en todos los casos, la sensación de lo extraordinario, la sensación de que en esa garganta resuena algo no oído antes, y que tampoco somos capaces de oír, y que tal vez Josefina y sólo ella nos capacita para oír. En realidad, no es ésta mi opinión, no siento eso y no he notado que los demás lo sintieran. En círculos íntimos, no titubeamos en confesarnos que, como canto, el de Josefina no es nada extraordinario.
Para empezar con algo, ¿es canto? A pesar de nuestra carencia de sentido musical, poseemos tradiciones de canto; en la antigüedad, el canto existió entre nosotros; las leyendas lo mencionan, y hasta se conservan canciones, que desde luego ya nadie puede entonar. Por lo tanto, tenemos alguna idea de lo que es el canto, y es evidente que el canto de Josefina no corresponde a esa idea. ¿Es entonces canto? ¿No será quizás un simple chillido? Todos sabemos que el chillido es una aptitud artística de nuestro pueblo, o, mejor que una aptitud, una expresión vital característica. Todos chillamos, pero a nadie se le ocurre que esto sea un arte, chillamos sin darle importancia, hasta sin darnos cuenta, y muchos de nosotros ni siquiera saben que es una de nuestras características. Por lo tanto, si fuera cierto que Josefina no canta, sino chilla, y que tal vez, como creo yo por lo menos, su chillido no sobrepasa los límites de un chillido común —hasta es posible que sus fuerzas ni siquiera alcancen para un chillido común, cuando un simple trabajador de la tierra puede chillar todo el día, mientras trabaja, sin cansarse—; si todo esto fuera cierto, entonces quedarían de inmediato refutadas todas las pretensiones artísticas de Josefina, pero todavía faltaría resolver el misterio de su inmenso encanto.
Tengamos en cuenta, después de todo, que lo que ella emite es un simple chillido. Si uno se coloca bien lejos y la escucha, o todavía mejor, si para poner a prueba su discernimiento trata de reconocer la voz de Josefina cuando ésta canta en medio de otras voces, sólo distingue, sin lugar a dudas, un vulgar chillido, que en el mejor de los casos apenas se diferencia por su delicadeza o su suavidad. Y sin embargo, si no se está ante ella, ya no se oye un simple chillido; para comprender su arte es necesario no sólo escucharla, sino también contemplarla. Aun cuando sólo fuera nuestro chillido cotidiano, nos encontramos ante todo con la peculiaridad de alguien que se prepara con solemnidad para ejecutar un acto cotidiano. Cascar una nuez no es realmente un arte, y en consecuencia nadie se atrevería a congregar a un auditorio para cascar nueces. Pero si lo hace y logra su propósito, entonces ya no se trata simplemente de cascar nueces. O tal vez se trate simplemente de cascar nueces, pero se descubre que nos hemos despreocupado totalmente de dicho arte porque lo dominábamos demasiado, y este nuevo cascador de nueces nos muestra por primera vez la real esencia del arte, al punto que podría convenirle, para dar un mayor efecto, ser un poco menos hábil en cascar nueces que la mayoría de nosotros.
Tal vez sucede lo mismo con el canto de Josefina; admiramos en ella lo que no admiramos en nosotros; por otra parte, ella coincide totalmente con nuestra opinión. Yo me encontraba presente una vez que alguien, como a menudo ocurre, mencionó el chillido popular, tan difundido, y en verdad lo mencionó muy tímidamente, pero para Josefina era más que suficiente. No he visto nunca una sonrisa tan sarcástica y arrogante como la suya en ese momento; ella, que es la personificación de la perfecta delicadeza, y hasta se destaca por eso entre nuestro pueblo, tan rico en finos tipos femeninos, llegó a parecer en ese instante francamente vulgar; pero su gran sensibilidad le permitió advertirlo y se dominó. De todos modos, niega toda relación entre su arte y el chillido. Sólo siente desprecio hacia los que son de opinión contraria, y probablemente un odio inconfesado. Esto no es simple vanidad, porque dichos opositores, entre los que en cierto modo me cuento, no la admiran seguramente menos que la multitud, pero Josefina no se conforma con la simple admiración, quiere ser admirada exactamente como ella prescribe; la mera admiración no le importa. Y cuando uno está frente a ella, la comprende; la oposición sólo es posible desde lejos; cuando uno está frente a ella, sabe: lo que chilla no son chillidos.
Como chillar es uno de nuestros hábitos inconcientes, podría suponerse que también en el auditorio de Josefina se oyen chillidos; nos encanta su arte, y cuando estamos encantados, chillamos; pero su auditorio no chilla, guarda un silencio ratonil; como si nos volviéramos partícipes del anhelado silencio, del que nuestro chillar nos apartaría, callamos. ¿Nos extasía su canto, o no será más bien el solemne silencio que envuelve su débil vocecita? Sucedió una vez que una tonta criaturita comenzó también a chillar, con toda inocencia, mientras Josefina cantaba. Ahora bien, era exactamente lo mismo que Josefina nos hacía oír; frente a nosotros, sus chillidos cada vez más débiles, a pesar de todos los ensayos, y en medio del público, el chillido infantil e involuntario; hubiera sido imposible señalar una diferencia; y sin embargo silbamos y siseamos de inmediato a la intrusa, aunque en realidad era totalmente innecesario, porque ésta se habría retirado de todos modos arrastrándose de terror y vergüenza, mientras Josefina lanzaba su chillido triunfal y en un completo éxtasis extendía los brazos y estiraba el cuello hasta más no poder.
Por otra parte, siempre ocurre así, cualquier tontera, cualquier contingencia, cualquier contrariedad, un crujido del suelo, un rechinar de dientes, un defecto de la iluminación le sirven de pretexto para realizar el efecto de su canto; cree cantar sin embargo ante oídos sordos; aprobación y aplauso le sobran, pero no verdadera comprensión, según ella, y hace tiempo que se resignó a la incomprensión. Por eso le agradaban tanto las interrupciones; cualquier circunstancia exterior que se oponga a la pureza de su canto, que pueda ser vencida con poco esfuerzo, o hasta sin esfuerzo, con simplemente afrontarla, puede contribuir a despertar a la multitud, y a enseñarle, si no la comprensión, por lo menos un respeto supersticioso.
Si así le sirven las pequeñeces, ¡cuánto más los grandes avatares! Nuestra vida es muy inquieta, cada día nos trae nuevas sorpresas, temores, esperanzas y miedos, que el individuo aislado no podría soportar si no contara día y noche, siempre, con el apoyo de sus camaradas; pero aun así sería bastante difícil; muchas veces miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno solo. Entonces Josefina considera que ésta es su hora. Se yergue, delicada criatura; su pecho vibra con angustia, como si hubiera concentrado todas sus fuerzas en el canto, como si se hubiera despojado de todo lo que en ella no es directamente necesario al canto, toda fuerza, toda manifestación de vida casi, como si se hubiera desnudado, abandonado, entregado totalmente a la protección de los ángeles guardianes, como si en su total arrobamiento en la música un sólo hálito frío pudiera matarla.