en cuanto aparecen esos proyectos todos los aprueban, nada aprobarían con más agrado, pero tampoco hay nada que la realidad de nuestra vida permita menos cumplir; se aprueban los proyectos, se intenta su aplicación, pero pronto todo vuelve a ser lo que era antes. Nuestra vida es tal, que un niño apenas puede correr un poco y distinguir otro tanto del mundo que le rodea, pues debe ganarse la vida como un adulto; las zonas en que por razones económicas debemos vivir dispersos son demasiado extensas, nuestros enemigos demasiado numerosos, los peligros que nos acechan, innúmeros; no podemos alejar a los niños de la lucha por la existencia, hacerlo significaría una muerte prematura. A estas melancólicas consideraciones se agrega otra que no es nada melancólica: la fecundidad de nuestra raza. Una generación —y cada una es más numerosa aún que la anterior— es inmediatamente desplazada por la siguiente; los niños no tienen tiempo de ser niños. Otros pueblos pueden criar cuidadosamente a sus niños, pueden edificar escuelas para ellos, y de esas escuelas surgen diariamente torrentes de niños, el futuro de la raza, pero durante mucho tiempo esos niños que día tras día salen de las escuelas son los mismos. Nosotros no tenemos escuelas, pero de nuestro pueblo surgen a brevísimos intervalos innúmeras multitudes de niños, balbuceando o pipiando alegremente, porque todavía no saben chillar, rodando o gateando impulsados por el ímpetu general, porque todavía no saben correr, llevándoselo todo por delante con torpeza, porque todavía no pueden ver, ¡nuestros niños! Y no como los niños de esas escuelas, siempre los mismos, no; siempre distintos, sin fin, sin interrupción, apenas aparece un niño, ya no es más niño, porque se apiñan detrás de él nuevos rostros de niños, imposibles de diferenciar a causa de su cantidad y su premura, rosados de felicidad. Verdaderamente, por más hermosa que sea esta abundancia, y por más que nos la envidien los demás, y con razón, no podemos proporcionarles una verdadera infancia. Y esto trae consecuencias. Una especie de inagotable e inarraigable infancia caracteriza a nuestro pueblo; en oposición directa con lo mejor que tenemos, nuestro infalible sentido común, nos conducimos muchas veces de la manera más insensata, y justamente con la misma insensatez de los niños, loca, pródiga, grandiosa, frívolamente, y todo por el placer de alguna diversión. Y aunque tanto nuestra alegría natural ya no puede alcanzar la intensidad de la alegría infantil, algo de ésta sin duda queda. Y también Josefina ha sabido aprovechar desde el primer momento esta puerilidad de nuestro pueblo.
Pero nuestra gente no sólo es pueril, en cierto sentido también es prematuramente senil, la niñez y la vejez no son como en los demás. No tenemos juventud, somos adultos de inmediato, y luego somos adultos demasiado tiempo, y cierto cansancio y cierta desesperanza originados por esa circunstancia nos marcan con señales visibles, a pesar de la resistencia y la capacidad de esperanza que nos caracterizan. Esto también se relaciona seguramente con nuestra carencia de sentido musical, somos demasiado viejos para la música, sus emociones, sus éxtasis no concuerdan con nuestra pesadez; cansados, la desdeñamos; nos conformamos con nuestro chillido; un chillido de vez en cuando basta. Quien sabe si no habrá talentos musicales entre nosotros; pero si los hubiera, el carácter de nuestras gentes los anularían antes de que comenzaran a desarrollarse. En cambio, Josefina puede chillar todo lo que se le ocurra, o cantar, o como quiera llamárselo, no nos molesta, nos cae bien, podemos soportarlo perfectamente; si alguna traza de música hay en su canto, está reducida a su mínima expresión; así conservamos cierta tradición musical, sin molestarnos en lo más mínimo.
Pero Josefina representa algo más para este pueblo tan definido. En sus conciertos, sobre todo durante las épocas difíciles, sólo los muy jóvenes se interesan por la cantante como tal, sólo ellos la contemplan con asombro, miran cómo proyecta los labios, cómo expele el aire entre sus bonitos dientes, y cómo desfallece de pura admiración ante los sonidos que ella misma provoca, y aprovecha esos desfallecimientos para elevarse hacia nuevas y cada vez más increíbles perfecciones; pero la verdadera masa del pueblo —es fácil advertirlo— se recoge en sus propios pensamientos. Aquí, en los breves instantes entre las luchas, el pueblo dormita; como si los miembros de cada individuo se distendieran, como si por una vez el sufriente pudiera tenderse y reposar en el vasto y cálido lecho del pueblo. Y en medio de esos sueños resuena el intermitente chillido de Josefina; ella lo llama canto perlado, nosotros tartamudeo; pero de todos modos, éste es su lugar apropiado, más que en cualquier otra parte; casi nunca encontrará la música momento más adecuado. Algo hay allí de nuestra pobre y breve infancia, algo de una dicha perdida que no puede volver a encontrarse, pero también algo de nuestra activa vida cotidiana, de sus pequeñas alegrías, incomprensibles y sin embargo incontenibles e imposibles de tapar. Y todo esto expresado no mediante sonidos rotundos, sino suaves, casi murmullos confidenciales, a veces un tanto roncos. Es natural: son chillidos. ¿Por qué no? El chillido es el habla de nuestro pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y no lo saben, pero aquí el chillido se libera de las cadenas de la vida cotidiana y al mismo tiempo nos libera a nosotros, durante un breve instante. Juro que no queremos faltar a esos conciertos.
Pero de aquí a la pretensión de Josefina, de que así nos infunde nuevas fuerzas y etcétera y etcétera, hay un buen trecho. Por lo menos para las personas normales, no para los aduladores.
— ¿Cómo podría ser de otro modo? —dicen con la más descarada arrogancia—, ¿cómo se podrían explicar si no ese enorme público, especialmente en momentos de peligro directo e inminente, que muchas veces hasta han llegado a entorpecer las medidas requeridas para alejar a tiempo el peligro?
Bien, esto último es lamentablemente cierto, pero no debería mencionarse como título de honor de Josefina, especialmente si se considera que cuando el enemigo sorprendía y diseminaba dichas asambleas, y muchos de los nuestros perdían la vida, Josefina, la culpable de todo —sí, tal vez había atraído al enemigo con sus chillidos—, siempre aparecía escondida en el rincón más seguro, y era siempre la primera en escapar en silencio y velozmente, protegida por su escolta. Sin embargo, en el fondo, todos lo saben, y no obstante acuden apresuradamente dónde y cuándo se le ocurre a Josefina volver a cantar. De aquí se podría deducir que Josefina está prácticamente más allá del bien y del mal, que puede hacer lo que se le ocurra, aun cuando entrañe un peligro para la comunidad, y que todo se le perdona. Si así fuera, las pretensiones de Josefina serían entonces perfectamente comprensibles, si, en esa libertad que el pueblo le permite, en esa exención que a nadie más se concede y que va esencialmente contra la ley, uno podría advertir un reconocimiento de la incomprensión que Josefina aduce, como si la gente se maravillara impotente ante su arte, no se sintiera digna de él y tratara de compensar la tristeza que dicha incomprensión provoca en Josefina mediante un sacrificio en verdad desesperado, y decidiera que así como el arte de ella está más allá de su entendimiento, así también su persona y sus deseos están más allá de su alcance. Ahora bien, esto es absolutamente falso; tal vez el pueblo, individualmente, se rinde demasiado pronto ante Josefina, pero en conjunto, así como no se rinde incondicionalmente ante nadie, tampoco lo hace ante Josefina.
Desde hace mucho tiempo, tal vez desde el comienzo de su carrera artística, Josefina lucha por obtener la supresión de toda trabajo en consideración a su canto; se le evitarían así las preocupaciones relativas al pan cotidiano, y todo lo que nuestra lucha por la existencia implica, para transferirlo —aparentemente— a la comunidad. Un fácil entusiasta —y alguno hubo entre nosotros— podría deducir con simpleza lo insólito de esta petición, y de la actitud espiritual que semejante petición implica, la íntima justicia de la misma.. Pero nuestro pueblo deduce otras conclusiones, y declina tranquilamente la exigencia. Tampoco se preocupa mucho por refutar sus considerándoos básicos. Josefina aduce, por ejemplo, que el esfuerzo del trabajo le daña la voz, que en realidad el esfuerzo del trabajo no es nada al lado del esfuerzo de cantar, pero que le impide descansar suficientemente después del canto y recuperar fuerzas para nuevas canciones, y por lo tanto se ve obligada a agotarse por completo, y en esas condiciones no puede alcanzar nunca la cima de sus posibilidades. La gente la escucha y no le hace caso. Esta gente, tan fácil de conmover a veces, otras veces no se deja conmover por nada. La negativa es en ciertas ocasiones tan neta, que hasta Josefina se amilana, parece someterse, trabaja como es debido, canta lo mejor que puede, pero sólo durante un tiempo, y luego reanuda el ataque con fuerzas renovadas (en este sentido sus fuerzas son inagotables).
Ahora bien, es evidente que Josefina no pretende en realidad lo que dice pretender. Es razonable, no