había una escotilla por la cual podía uno contemplar la sala de máquinas.
—Sí, allí trabajaba yo —dijo el fogonero.
—Siempre tuve muchísimo interés por la mecánica —dijo Karl conservando una ilación de pensamiento fija—, y seguramente más adelante habría llegado a ser ingeniero, si no hubiera tenido que embarcarme para América.
—¿Y por qué tuvo que irse usted?
—¡Bah, nada! —dijo Karl arrojando toda esa historia con un ademán. Y miró al mismo tiempo al fogonero sonriéndole como si implorara su indulgencia por no haberle respondido claramente.
—Por alguna causa será —dijo el fogonero, y no se sabía bien si con ello quería él exigir o bien rechazar la explicación de esa causa.
—Ahora yo también podría hacerme fogonero —dijo Karl—; a mis padres ya les es indiferente lo que vaya a ser.
—El puesto mío queda vacante —dijo el fogonero metiéndose las manos en los bolsillos de los pantalones con plena y orgullosa conciencia de lo que acababa de decir; y a fin de estirarlas echó sobre la cama las piernas metidas en unos pantalones abolsados, como si fueran de cuero, de un color gris ferrugiento. Karl debió retroceder más hacia la pared.
—¿Abandona usted el barco?
—Sí, señor; hoy nos largamos.
—¿Y por qué? ¿No le gusta a usted?
—Pues son las circunstancias; el hecho de que a uno le guste o no una cosa no siempre es lo decisivo. Por otra parte, tiene usted razón, tampoco me gusta. Usted seguramente no piensa en serio hacerse fogonero, pero es precisamente así como se llega a serlo con mayor facilidad. Yo, decididamente, no se lo aconsejo. Si deseaba usted estudiar en Europa, ¿por qué no quiere hacerlo aquí? Puesto que, por otra parte, las universidades norteamericanas son incomparablemente mejores que las europeas.
—Es muy posible —dijo Karl—, pero ya no tengo casi dinero para los estudios. Es cierto que he leído de alguno que durante el día trabajaba en un comercio y por la noche estudiaba, hasta que llegó a ser doctor y creo que aun alcalde; pero esto exige, naturalmente, gran perseverancia, ¿no es cierto? Me temo que yo no la tenga. Además no era yo alumno excepcionalmente bueno, y en verdad no me ha costado nada dejar el colegio. Además los colegios de aquí son posiblemente más severos todavía. Apenas conozco el inglés. Y en general hay mucha prevención aquí contra los extranjeros, según creo.
—¿Ya está usted enterado también de eso? Pues no está mal. Es usted mi hombre, entonces. Vea usted, estamos por cierto en un barco alemán: pertenece a la Hamburg—Amerika—Linie. ¿Por qué no somos aquí alemanes todos? ¿Por qué es rumano el jefe de maquinistas? Se llama Schubal. Parece mentira ¿no es cierto? Y ese canalla nos maltrata a nosotros, los alemanes, ¡a bordo de un barco alemán! No crea usted (perdía el aliento y su mano llameaba por el aire), no crea usted que me estoy quejando sólo por quejarme. Sé que usted no tiene ninguna influencia, que usted mismo es un pobre muchachito. ¡Pero esto es demasiado! ¡Demasiado! —Golpeó varias veces con el puño sobre la mesa, sin quitar los ojos de él mientras golpeaba—. He servido ya en muchos barcos —y citó veinte nombres uno tras otro como si fuese una sola palabra; Karl quedó completamente confundido—, y me distinguía y me elogiaban; trabajaba a gusto de mis capitanes, hasta que quedé varios años en un mismo velero mercante —se levantó como si aquello constituyese el punto culminante de su vida—, y aquí, en esta carraca, donde todo marcha como sobre ruedas, donde no se necesita ningún ingenio especial, aquí yo no sirvo para nada, y continuamente estoy molestando a ese Schubal, y soy un haragán, y me merezco que me echen, y me hacen un favor dándome mi sueldo. ¿Lo entiende usted? ¿Entiende usted eso? Pues yo no lo entiendo.
—No debe usted tolerarlo —dijo Karl excitado. Casi había perdido la noción de que pisaba el suelo inseguro de un barco, en la costa de un continente desconocido, tan a gusto y como en su casa se encontraba allí, sobre aquel lecho del fogonero—. ¿Ya vio usted al capitán? ¿Ya trató usted de que le hiciera justicia?
—¡Oh, váyase!, será mejor que se vaya usted. No quiero que esté aquí. Usted no escucha lo que digo y me da consejos. ¿Cómo quiere que vaya a ver al capitán? —Y cansado, el fogonero volvió a sentarse y hundió el rostro entre sus dos manos.
«Mejor consejo no puedo darle», díjose Karl. Y en general le pareció que mejor hubiera hecho en irse a buscar su baúl, en lugar de estar dando allí consejos que, después de todo, sólo se consideraban estúpidos.
Cuando el padre le entregó el baúl para siempre, le preguntó bromeando: «¿Cuánto tiempo lo conservarás?», y ahora, tal vez, ya estaba realmente perdido ese fiel baúl. El único consuelo era, de todos modos, que el padre apenas podría enterarse de su situación actual, aunque tratara de averiguarla. La última noticia que la compañía podría dar era que lo habían llevado hasta Nueva York.
Pero lo que verdaderamente lamentaba Karl era haber usado apenas, hasta entonces, las cosas que contenía el baúl, a pesar de que hacía mucho ya que le hubiera hecho falta mudarse de camisa, por ejemplo. Ahí, pues, había hecho economías fuera de lugar; precisamente ahora, cuando en los comienzos de su carrera tendría necesidad de presentarse pulcramente vestido, no le quedaría más remedio que aparecer con la camisa sucia. Si no fuera por eso, la pérdida del baúl no hubiera sido tan grave, ya que el traje que llevaba puesto era mejor aún que el que tenía en el baúl, el cual era en realidad sólo un traje de repuesto, que la madre había tenido que remendar hasta momentos antes de su partida. Y entonces recordó también que en el baúl había además un trozo de salchichón veronés, que la madre le había empaquetado como regalo extraordinario, y del que él sólo había podido comerse una parte mínima, ya que durante el viaje le faltó el apetito por completo y le bastó sobradamente con aquella sopa que se repartía en el entrepuente. Ahora, en cambio, le hubiera gustado mucho tener a mano el salchichón para obsequiar con él al fogonero. Pues esa clase de gente es fácil de ganar si, subrepticiamente, se les desliza cualquier insignificancia: Karl lo sabía bien por su padre que, mediante repartos de cigarros, se ganaba los favores de todos los empleados inferiores con los cuales trataba comercialmente. De las cosas que podía regalar ahora sólo le quedaba a Karl su dinero y, por lo pronto, no quería tocarlo, ya que bien podía ser que hubiese perdido su baúl.
De nuevo tornó a pensar en el baúl y, realmente, no podía entender por qué había vigilado ese baúl con tanta atención durante el viaje, entregado a una vigilancia que casi le quitaba el sueño, si ahora había permitido que se lo quitaran con semejante facilidad. Se acordó de las cinco noches cargadas de esa sospecha constante contra un pequeño eslovaco que dormía en el segundo echadero hacia la izquierda; pensaba que aquél tenía puestas sus miras en el baúl y que sólo esperaba acechando que Karl, acosado y vencido por la debilidad, se quedase adormilado un instante para poder atraer hacia sí el baúl con un palo largo con el que jugaba y practicaba durante el día.
De día ese eslovaco tenía aspecto bastante inofensivo, pero apenas llegaba la noche, se incorporaba en su lecho, de rato en rato, y echaba unas miradas afligidas al baúl de Karl. Todo esto podía distinguirlo Karl muy claramente, pues siempre había quien, con la inquietud del emigrante, tenía una lucecita encendida, acá o allá, a pesar de que esto estaba prohibido por el reglamento del barco; así intentaban descifrar folletos ininteligibles de las agencias de emigración. Si alguna de estas bujías se hallaba cerca, podía Karl dormitar un poco; pero si estaba lejos, o si todo se hallaba a oscuras, era necesario que velara con los ojos abiertos. Este esfuerzo lo había agotado bastante y ahora tal vez resultaba absolutamente inútil. ¡Ese Butterbaum! ¡Que alguna vez se topara con él en cualquier parte!
En ese instante oyéronse afuera, muy lejos, unos golpecitos breves, como de pies infantiles, que rompían la quietud absoluta que hasta entonces había reinado, venían acercándose, el sonido se hacía cada vez más distinto, y ahora ya era una tranquila marcha de hombres. Aparentemente marchaban en fila, cosa natural en aquel pasillo estrecho; se oyó un fragor como de armas. Karl, que ya estaba a punto de estirarse en la cama, dispuesto a dormir, a entregarse a un sueño libre de todas las preocupaciones causadas