y que no podía exigirles honradamente a los señores que siguieran escuchando todo aquello! Y en un momento semejante, para colmo, aparece Karl, su único partidario, queriendo enseñarle y darle buenos consejos, demostrándole en cambio con ello que todo estaba perdido, absolutamente todo.
«Si yo hubiese acudido antes, en lugar de estar mirando por la ventana», díjose Karl; luego bajó la vista ante el fogonero y dejó caer sus manos a lo largo de los pantalones, para dar a entender así que ya no había más esperanzas.
Pero el fogonero interpretó mal su gesto, y barruntando que Karl abrigaba quién sabe qué secretas recriminaciones contra él, y con la buena intención de quitárselas de la cabeza, comenzó, para coronación de sus hazañas, a disputar con Karl. ¡Entonces!, cuando hacía rato ya que los señores de la mesa redonda estaban escandalizados por el alboroto inútil que venía a importunar sus importantes trabajos, ahora que al cajero mayor ya le iba pareciendo incomprensible la paciencia del capitán, y mostrándose él mismo inclinado a un inmediato arranque de ira; que el ordenanza, absorbido de nuevo por la esfera de sus amos, devoraba al fogonero con ojos salvajes, y que finalmente el señor del bastoncillo de bambú, al que el mismo capitán dirigía de vez en cuando una mirada amable, manifestaba ya una indiferencia total, si no repulsión por el fogonero. Este señor terminó por sacar una pequeña libreta y, ostensiblemente ocupado en cosas muy distintas, paseaba su mirada entre la libreta y Karl.
—Bien conozco —dijo Karl en un esfuerzo penoso por defenderse contra el torrente de palabras que el fogonero vertía ahora sobre él, y con una sonrisa amistosa que aún le reservaba, a pesar de todo y a través del altercado— que tiene usted razón; sí, usted tiene razón, yo nunca he dudado de ello.
Le hubiera gustado, por temor a los golpes, sujetarle aquellas manos tan agitadas; más aún, claro está, le hubiera gustado empujarlo hasta un rincón para susurrarle algunas palabras en voz baja, palabras tranquilizadoras que nadie más hubiera debido oír. Pero el fogonero estaba fuera de quicio. Ya ahora, dábale a Karl una especie de consuelo el pensar que, en caso de necesidad, el fogonero, con la fuerza de la desesperación, podría someter a todos, a los siete hombres presentes. Ciertamente había sobre el escritorio, según podía apreciarse de una sola mirada, un tablero con una cantidad excesiva de botones de una instalación eléctrica; y una simple presión de una sola mano sobre ellos era capaz de agitar el barco entero, con todos sus pasillos llenos de gente hostil.
Entonces el señor que tan poco interés demostraba, el del bastoncillo de bambú, se acercó a Karl y le preguntó sin levantar mucho la voz, pero con nitidez suficiente para ser escuchado por encima de la vociferación del fogonero:
—¿Cómo se llama usted?
En el mismo instante, como si alguien hubiese esperado tras la puerta esa manifestación del señor, golpearon. El ordenanza dirigió una mirada al capitán; éste asintió con la cabeza. Así, pues, el ordenanza fue hasta la puerta y la abrió. Afuera estaba un hombre de medianas proporciones que vestía una vieja levita cruzada; por su aspecto no parecía expresamente apto para el trabajo de máquinas, y era, sin embargo, Schubal. Si Karl no lo hubiese reconocido en los ojos de todo el mundo, que expresaban cierta satisfacción de la que ni siquiera el capitán quedaba exento, hubiera tenido que verlo en el fogonero que, horrorizado, cerraba con fuerza los puños en los extremos de los brazos tensos, hasta parecer que ese cerrar de los puños fuese para él lo más importante, algo a lo cual estaba dispuesto a sacrificarlo todo, todo lo que tenía de vida. Allí residían ahora todas sus fuerzas, también aquella que lo mantenía de pie.
Y allí estaba, pues, el enemigo, desenvuelto y vivaz en su traje dominguero, bajo el brazo un libro comercial, probablemente las listas de salarios con la hoja de servicios del fogonero; y sin temor de que se le notase que ante todo deseaba cerciorarse de la disposición de ánimo de cada uno, miró a los ojos de todos, uno por uno. Y por otra parte los siete ya eran todos amigos suyos, pues aunque antes el capitán hubiera tenido o aparentado solamente ciertos reparos contra él, después del disgusto que el fogonero le había causado, seguramente ya nada tenía que objetar a Schubal. Jamás podía ser excesiva la severidad empleada con un hombre como el fogonero, y si algo podía reprochársele a Schubal era la circunstancia de no haber podido quebrantar con el tiempo la porfía y contumacia del fogonero, de tal modo que ya no se atreviese a aparecer, como hoy, ante el capitán.
Ahora bien; acaso podía suponerse todavía que la confrontación del fogonero con Schubal no dejaría de causar a los hombres idéntica impresión a la que les causaría el comparecer ante un foro superior, pues aunque Schubal conociese a fondo el arte del disimulo, no debía poder, en verdad, mantenerse firme hasta el final. Un breve destello de su malicia podría bastar para ponerla en evidencia ante los señores, y de ello ya se ocuparía Karl; porque ya conocía sobre poco más o menos la agudeza, las debilidades, los caprichos de cada uno de los hombres; en ese sentido no estaba perdido el tiempo que hasta ese momento había pasado él allí. ¡Con tal que el fogonero estuviese más a tono! Pero parecía ya fuera de combate, completamente inepto para la lucha. Si alguien le hubiese acercado a ese Schubal, seguramente hubiera podido abrirle, a puñetazos, el odiado cráneo. Pero probablemente ya no estaba en condiciones de dar siquiera los pocos pasos que de aquél lo separaban. ¿Por qué no había previsto Karl lo que era tan fácil de prever: que Schubal finalmente tendría que venir, o bien por su propia decisión o, si no, llamado por el capitán? ¿Por qué, al venir, no había discutido con el fogonero un plan de guerra preciso, en vez de entrar tal como lo habían hecho en realidad, con una funesta falta de preparación, allí donde había una puerta? En resumen, ¿estaba todavía en condiciones de hablar el fogonero, de decir sí o no, tal como sería necesario en un careo, que por cierto sólo podía esperarse en el caso más favorable? Allí estaba de pie, esparrancado, inseguras las rodillas, la cabeza ligeramente levantada, y el aire entraba y salía por su boca abierta como si en su interior ya no hubiese pulmones que lo asimilaran.
Karl por su parte, eso sí, se sentía tan vigoroso y tan en sus cabales como quizá nunca lo había estado en su casa. ¡Si pudieran ver sus padres cómo él, en tierra extraña y ante personalidades de prestigio, luchaba por la buena causa y, aunque aún no hubiese obtenido la victoria, se aprestaba de todos modos, plenamente, para la última conquista! ¿Volverían a considerar la opinión que sobre él tenían? ¿Lo sentarían entre ellos, lo elogiarían? ¿Lo mirarían una vez, una vez siquiera, a sus ojos que seguían siéndoles tan leales? ¡Preguntas de difícil respuesta, y momento tan impropio de formularlas!
—Vengo porque creo que el fogonero me acusa de no sé qué cosas ímprobas. Una muchacha de la cocina vino a decirme que lo había visto camino de este lugar. Señor capitán, y todos ustedes, señores míos, estoy dispuesto a refutar toda inculpación alegando mis comprobantes escritos; y en caso contrario, mediante declaraciones de testigos imparciales, a quienes nadie ha aleccionado, y que esperan delante de la puerta. —Así hablaba Schubal. Esto era por cierto el discurso claro de un hombre, y a juzgar por el cambio que se manifestaba en el semblante de los oyentes, hubiera podido creerse que por primera vez desde hacía mucho tiempo volvían a oír ellos voces humanas. Claro que no notaban ellos que ese hermoso discurso también tenía sus huecos.
¿Por qué la primera palabra que se le ocurría era «cosas ímprobas»? ¿Acaso hubiera sido necesario que la acusación partiese de ahí, y no de sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero camino de la oficina, y ya, acto seguido, ¿había comprendido Schubal? ¿No era la conciencia de su culpabilidad lo que le aguzaba el entendimiento? ¿Y ya había traído testigos y hasta los llamaba imparciales y no aleccionados? ¡Pillería, pura pillería! ¿Y los señores toleraban esto? ¿Y hasta lo reconocían como conducta procedente? ¿Y por qué, por qué había dejado transcurrir tanto tiempo —cosa decidida sin la menor vacilación— entre el aviso de la ayudanta de cocina y su llegada? Por lo visto con el único fin de que el fogonero cansara tanto a los señores que éstos perdieran poco a poco su juicio claro, ese juicio que Schubal tenía motivos de temer ante todo. ¿No había golpeado sólo después de hallarse detrás de la puerta un buen rato ya, sin duda sólo en el instante en que podía esperar, debido a esa pregunta de poca importancia de aquel señor, que el fogonero ya estaba despachado?
Todo estaba a la vista y el mismo