Franz Kafka

Franz Kafka: Obras completas


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casa cuyos cinco pisos inferiores, a los cuales aún se añadían en la profundidad tres pisos subterráneos, ocupaba la empresa comercial del tío. La luz que penetraba en su cuarto por dos ventanas y una puerta de balcón, no dejaba nunca de asombrar a Karl cuando, por la mañana, entraba él allí desde su pequeño cuarto dormitorio. ¿Dónde, sí, dónde viviría él ahora si hubiese pisado esta tierra como inmigrante pobre e insignificante? Hasta era posible —y el tío de acuerdo con su reconocimiento de las leyes de inmigración lo creía muy probable— que acaso ni siquiera le hubieran permitido entrar en los Estados Unidos; lo habrían mandado de vuelta a su casa, sin preocuparse ni mucho ni poco de que él ya no tuviera patria. Pues allí no podía esperarse compasión alguna, y era absolutamente cierto lo que Karl había leído sobre América en tal sentido; allí, entre los rostros indiferentes de quienes los rodeaban, sólo los venturosos parecían disfrutar realmente de su dicha.

      Un balcón estrecho extendíase a todo lo largo del cuarto. Pero aquello que en la ciudad natal de Karl hubiese sido el más alto de los miradores, aquí permitía tan sólo una visión que abarcaba apenas una calle —una calle que corría rectilínea y por eso como en una especie de fuga, entre dos hileras de casas verdaderamente cortadas a plomo— perdiéndose en la lejanía, donde entre espesa bruma se elevaban gigantescas las formas de una catedral. Y por la mañana y por la noche y en los sueños nocturnos se agitaba esta calle con un tráfago siempre apresurado que, visto desde arriba, aparecía como una confusa mezcla en la que se hubieran esparcido comienzos siempre nuevos de figuras humanas desdibujadas y de techos de vehículos de toda clase; y desde allí elevábase otra capa más de la confusa mezcla, nueva, multiplicada, más salvaje, formada de ruido, polvo y olores, y todo esto era recogido y penetrado por una luz poderosa dispersada continuamente por la cantidad de los objetos, llevada lejos por ellos y otra vez celosamente aportada, y que para el ojo embelesado cobraba una corporeidad intensa, como si a cada instante, en repeticiones sin fin, estrellase alguien con toda fuerza, sobre esta calle, una plancha de vidrio que cubriera las cosas todas.

      El tío, como era cauteloso en todo, aconsejó a Karl que no se preocupara seriamente y por el momento ni por lo más insignificante. Ciertamente debía él examinarlo y mirarlo todo, mas sin dejarse apresar. Que los primeros días de un europeo en América bien podían compararse a un nacimiento, y aunque uno se acostumbraba —Karl no tenía por qué abrigar temores inútiles— más pronto que cuando del más allá se entra en el mundo humano, era necesario, no obstante, tener presente que los primeros juicios que uno se forma se sostienen siempre sobre pies demasiado débiles, y no debía uno permitir que quizá todos los juicios venideros, con cuya ayuda quería uno continuar viviendo allí de todas maneras, se le desordenasen por causa semejante. Que él mismo había conocido a recién llegados que, por ejemplo, en lugar de proceder de acuerdo con tales principios, habían permanecido días enteros en sus balcones, mirando la calle como si fuesen corderos extraviados. ¡Tal actitud no podía menos que confundir indefectiblemente! Semejante inactividad solitaria, que se quedaba allí fascinada por un laborioso día neoyorquino, bien podía permitírsele a alguien que se hallara viajando por placer, y quizá, aunque no sin reservas, hasta era recomendable en tal caso; mas para el que iba a quedarse era la perdición; esta palabra convenía para el caso y podía empleársela con toda tranquilidad, aunque fuese una exageración. Y en efecto, el tío torcía la boca en una mueca de disgusto cuando en alguna de sus visitas, que hacía siempre una sola vez por día, aunque a las horas más diversas, encontraba a Karl en el balcón. Pero éste lo notó bien pronto y renunció por consiguiente, en lo posible, al placer de asomarse al balcón.

      Es que esto no era, ni remotamente, el único placer que tenía. En su cuarto había una mesa escritorio americana de la mejor clase, tal como su padre la había deseado desde hacía años, tratando de comprarla en las más diversas subastas por un precio que le resultara accesible, y sin que, con sus exiguos recursos, lo consiguiera jamás. Naturalmente no era posible comparar esta mesa con aquellos escritorios supuestamente americanos que se ofrecían en las subastas europeas. Éste, por ejemplo, tenía en su construcción superior cien divisiones del más diverso tamaño, y el mismo Presidente de la Unión hubiera encontrado un sitio adecuado para cada uno de sus expedientes; pero además había, al costado, un regulador, y haciendo girar un manubrio podían conseguirse los más diversos cambios y disposiciones de las divisiones y gavetas, según lo desease o necesitara uno. Pequeños y delgados tabiques laterales descendían lentamente formando el piso de divisiones que acababan de levantarse, o las cubiertas de otras divisiones nuevas; ya con una sola vuelta toda la construcción superior cobraba un aspecto totalmente distinto, y todo esto sucedía lentamente o a una velocidad absurda, según como se diera vuelta al manubrio. Era un invento novísimo, pero le recordaba a Karl muy vivamente aquellos retablos que en su tierra se muestran, en la feria de Navidad, a los niños asombrados; muchas veces también Karl, empaquetado en su vestimenta invernal, se había parado ante ellos, y había cotejado incesantemente las vueltas de manubrio que allí ejecutaba un viejo con los efectos que tenían lugar dentro del retablo: cómo avanzaban a empellones los tres Reyes Magos y relucía la estrella y se desarrollaba esa vida cohibida en el establo sagrado. Y le había parecido siempre que la madre, de pie tras él, no seguía los acontecimientos con suficiente atención; la traía a sí hasta sentirla a sus espaldas, y tanto le hacía notar, con ruidosas exclamaciones, algunas apariciones más ocultas —por ejemplo un conejito que allí adelante, entre la hierba, se alzaba en dos patitas, alternando luego ese movimiento con otro como si se dispusiera a echar a correr— que la madre, por último, le tapaba la boca y recaía, probablemente, en su anterior desatención.

      Claro que el escritorio no estaba sólo hecho a propósito para recordar tales cosas, pero de seguro existía en la historia de los inventos alguna conexión tan poco clara como la que aparecía en los recuerdos de Karl. A diferencia de Karl, el tío no aprobaba en manera alguna esa mesa escritorio; sólo que él había querido comprar a Karl un escritorio en regla, y tales escritorios estaban provistos todos, en ese momento, de esta innovación, cuya excelencia residía también en que podía ser aplicada, sin grandes gastos, a escritorios más antiguos. De todas maneras el tío no dejó de aconsejar a Karl que no usara el regulador, en lo posible; y a fin de dar a su consejo mayor fuerza afirmaba que el mecanismo era muy delicado, fácil de estropear y muy costosa su reparación. No resultaba difícil comprender que tales observaciones no eran sino pretextos; aunque, por otra parte, había que admitir que el regulador podía fijarse muy fácilmente, cosa que el tío, sin embargo, no hizo.

      En los primeros días cuando, como era natural, se efectuaron entrevistas más frecuentes entre Karl y el tío, contó Karl entre otras cosas que en su casa le gustaba tocar el piano, aunque por cierto no era mucho lo que sabía, pues sólo pudo entonces valerse de los conocimientos elementales que le había enseñado su madre. Karl tenía plena conciencia de que semejante relato implicaba la petición de un piano, pero ya se había orientado lo bastante como para saber que el tío no tenía necesidad de hacer economías en absoluto. Con todo, el tío no accedió en seguida a ese ruego; pero unos ocho días después, casi en el tono de una confesión contraria a su voluntad, dijo que el piano acababa de llegar y que Karl, si así lo deseaba, podía vigilar el transporte. Esto era, por cierto, una tarea fácil, y con todo ni siquiera más fácil que el propio transporte, pues en la casa había un ascensor especial para los muebles en el cual podía encontrar sitio, holgadamente, todo un carro de mudanza, y de ese ascensor, efectivamente, asomó el piano hacia el cuarto de Karl. Karl mismo bien hubiera podido subir en ese ascensor, junto con el piano y los obreros del transporte; pero como al lado mismo había un ascensor común, libre para el uso, subió en este último, manteniéndose constantemente, mediante una palanca, a una misma altura con el otro ascensor y contemplando fijamente, a través de las paredes de vidrio, aquel hermoso instrumento que en adelante sería de su propiedad.

      Cuando ya lo tenía en su cuarto e hizo sonar las primeras notas, apoderóse de él una alegría tan loca que en lugar de seguir tocando se levantó de un salto, pues prefería admirar el piano desde cierta distancia, asombrado, con los brazos en jarras. Además era excelente la acústica del cuarto, y esto contribuyó a que el pequeño malestar primitivo que él sentía por tener que morar en una casa de hierro se desvaneciera por completo. De hecho, dentro del cuarto no se notaba la menor cosa de las partes férreas de la construcción, por más ferrugiento que el edificio se presentase visto