Franz Kafka

Franz Kafka: Obras completas


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por lo menos antes de dormir, la posibilidad de una influencia inmediata que sobre las condiciones americanas podría ejercer esa práctica, ese su tocar el piano. Era ciertamente extraño cómo sonaba esta música cuando ante las ventanas, abiertas al aire alborotado por tantos ruidos, tocaba él una vieja canción militar de su tierra —una canción que los soldados suelen entonar allá, dirigiéndosela mutuamente, de ventana a ventana, cuando por la noche, mirando hacia la plaza en tinieblas se recuestan en las ventanas del cuartel—; pero si luego miraba Karl a la calle, la notaba inalterada y no era más que una pequeña parte de una gran rotación, una parte a la que no se podía detener en sí misma, aisladamente, sin conocer a fondo todas esas fuerzas que obraban en derredor.

      El tío toleraba esa práctica del piano, no tenía nada que objetar; más aún porque Karl sólo rara vez se permitía el placer de tocar y esto aun después de su expresa exhortación. Hizo más, hasta le llevó a Karl cuadernos de música con marchas norteamericanas y, naturalmente, también con el Himno Nacional; pero de seguro no podría explicarse por el solo placer que le causaba la música el hecho de que un día, lejos de toda broma, le preguntara a Karl si no deseaba aprender a tocar también el violín o la corneta.

      Lógicamente el aprendizaje del inglés constituía la tarea primordial y más importante de Karl. Un profesor joven, de una escuela de altos estudios mercantiles, se presentaba cada mañana a las siete en el cuarto de Karl y ya lo encontraba sentado a su escritorio, frente a los cuadernos, o paseándose por el cuarto y repasando sus lecciones. Karl comprendía perfectamente que ninguna prisa podía ser excesiva si le ayudaba a llegar a dominar más pronto el idioma inglés y que con ello, si hacía rápidos progresos, se le ofrecía además la mejor oportunidad de causarle a su tío una alegría extraordinaria; y, en efecto, mientras que al comienzo el inglés de las conversaciones con el tío se había limitado sólo a saludos y algunas palabras de despedida, bien pronto fue posible pasar al inglés, como en un juego, partes cada vez mayores de las conversaciones, con lo cual al mismo tiempo comenzaban a presentarse temas un tanto más íntimos.

      A propósito del primer poema norteamericano —la representación de un gran incendio— que Karl pudo recitar cierta noche ante su tío, el semblante de éste cobró una expresión de profunda seriedad, por lo contento que estaba. En aquella oportunidad hallábanse ambos de pie junto a una ventana en el cuarto de Karl; el tío miraba hacia afuera, donde la última claridad del cielo había pasado ya, y, acompañando los versos en su sentimiento, golpeaba las manos, lenta y rítmicamente, mientras Karl permanecía allí erguido, junto a él, arrancando de su entraña el difícil poema, inmóvil la mirada.

      A la par que iba mejorando el inglés de Karl, aumentaba también el deseo que demostraba el tío de ponerlo en contacto con sus relaciones, ordenando para cada caso, eso sí, que por lo pronto estuviera siempre presente en tales reuniones, bien cerca de Karl, el profesor de inglés. El primero de todos los conocidos a quien se le presentó cierta mañana fue un hombre delgado, joven, increíblemente flexible, conducido entre atenciones y cumplidos especiales por el tío hasta el cuarto de Karl. Era sin duda uno de los tantos hijos de millonarios —malogrados desde el punto de vista de los padres— cuyas vidas transcurren de tal manera que un hombre común no podría contemplar sin dolor ni un solo día, un día cualquiera de ellas. Y como si él lo supiera o lo presintiera y, por cuanto estaba en su poder, tratara de evitarlo, flotaba en torno a sus labios y a sus ojos una incesante sonrisa de dicha, como destinada a sí mismo, a quien tenía enfrente, al mundo entero.

      Con ese joven, un tal señor Mack, se convino, previa aprobación absoluta del tío, salir juntos a caballo, a las cinco y media de la mañana, ya para cabalgar dentro de la escuela de equitación, ya afuera. Karl, en el primer momento, vacilaba antes de dar su consentimiento, puesto que jamás hasta entonces había montado a caballo, y prefería aprender primero un poco de equitación; pero como el tío y Mack se esforzaban tanto por persuadirlo y presentaban la equitación como mero placer y sano ejercicio, y no como un difícil arte, dijo finalmente que sí. Ahora bien, ciertamente debía levantarse ya a las cuatro y media desde ese día, y esto a menudo le pesaba mucho; pues sufría, seguramente a raíz de esa atención constante que durante el día desarrollaba, de una franca soñera; pero una vez en su cuarto de baño tales lamentos concluían pronto. Sobre la bañera entera, a lo largo y a lo ancho, sobre toda su superficie, se extendía el tamiz de la ducha —¿qué condiscípulo allá en su tierra, por más rico que fuese, poseía una cosa semejante y hasta para su uso exclusivo?— y ahora yacía Karl allí estirado; en esa bañera podía extender los brazos cómodamente, y dejando que descendieran sobre él las corrientes de agua tibia, caliente, de nuevo tibia y finalmente helada, la distribuía a su voluntad por regiones o sobre la superficie entera. Yacía allí como sumido en el gozo del sueño que aún persistía un poco. Especialmente le gustaba recoger con los párpados cerrados las últimas gotas, que caían aisladas y luego se abrían desparramándose sobre la cara.

      En la escuela de equitación, donde lo dejaba el automóvil del tío cuya carrocería se elevaba altísima, ya lo esperaba el profesor de inglés, mientras que Mack, sin excepción, llegaba más tarde. Mas por otra parte bien podía llegar más tarde sin preocuparse, pues la equitación verdadera, viva, sólo comenzaba cuando él llegaba. ¿Acaso, al entrar él, no se encabritaban los caballos saliendo por fin de esa somnolencia en que hasta aquel momento habían estado amodorrados?; ¿acaso no sonaba más fuerte por el ámbito el chasquido del látigo y no aparecían, de pronto, en la galería circundante, personas aisladas, espectadores, cuidadores de caballos, alumnos de equitación o lo que fuesen?

      Karl a su vez aprovechaba el tiempo anterior a la llegada de Mack para practicar un poco, pese a todo, algunos ejercicios preparatorios de equitación, aunque fuesen los más incipientes. Había allí un hombre largo que alcanzaba el lomo del caballo más alto levantando apenas el brazo y éste impartía a Karl esa enseñanza, que solía durar apenas un cuarto de hora. Los éxitos que Karl obtenía con ello no eran extraordinarios, y tenía oportunidad de hacer suyas para siempre muchas exclamaciones de queja que durante ese aprendizaje lanzaba en inglés y sin tomar aliento hacia su profesor; éste estaba siempre presente, apoyado contra una jamba de la puerta, las más veces muy necesitado de sueño. Pero casi todo el descontento debido a la equitación cesaba al llegar Mack. Aquel hombre largo era despedido, y en el recinto, que aún seguía bañado en la media luz, bien pronto no se oía otra cosa que los cascos de los caballos que galopaban y apenas se veía algo más que el brazo erguido de Mack, con el cual éste hacía a Karl alguna señal de mando. Después de media hora de un placer semejante, que pasaba como si estuviera uno dormido, se detenían; Mack llevaba muchísima prisa, se despedía de Karl, le golpeaba a veces la mejilla cuando su equitación le había dejado extraordinariamente satisfecho, y desaparecía sin siquiera atravesar simultáneamente con Karl la puerta: tanta prisa tenía.

      Luego Karl se llevaba al profesor al automóvil y volvían para la lección de inglés, dando casi siempre unos rodeos; pues por el camino a través de la aglomeración de la gran urbe, que en realidad conducía directamente desde la casa del tío hasta la escuela de equitación, se hubiera perdido demasiado tiempo. Por otra parte, la compañía del profesor de inglés cesó al menos pronto, pues Karl se hacía reproches de incomodar inútilmente a ese hombre cansado, obligándolo a acudir a la escuela de equitación —más aún cuando el trato en inglés con Mack era sencillísimo— y rogó al tío librase a su profesor de ese deber. Después de algunas reflexiones, el tío, por su parte, accedió a sus ruegos.

      Mucho tiempo tardó relativamente el tío antes de decidirse a permitirle a Karl siquiera una pequeña ojeada al interior de su comercio, a pesar de que Karl se lo había solicitado muchas veces. Era éste una especie de establecimiento dedicado a comisiones, a expediciones, de un tipo que, por lo que Karl podía acordarse, ni siquiera existía en Europa. Porque ese comercio consistía en negocios de mediación y, no obstante, no gestionaba el envío de las mercaderías del productor al consumidor o acaso a los comerciantes, sino que se ocupaba de la mediación en el abastecimiento de todas las mercaderías y materias primas destinadas a las grandes plantas industriales y del intercambio entre ellas. Era por lo tanto un comercio que abarcaba al mismo tiempo compras, depósitos, transportes y ventas en gigantescas proporciones y que debía mantener con sus clientes comunicaciones telefónicas y telegráficas incesantes y sumamente