y el constante campanilleo confundía los sentidos. El tío abrió la más próxima de esas puertas y allí se vio bajo la centelleante luz indiferente a un empleado indiferente a cualquier ruido de la puerta, ceñida la cabeza por una ancha cinta de acero que oprimía los auriculares contra sus oídos. Su brazo derecho yacía sobre una mesita como si fuera particularmente pesado y sólo los dedos que sostenían un lápiz se movían con convulsiones inhumanas, regulares y rápidas. Era muy parco en las palabras que decía ante el cono acústico y a veces hasta se notaba que quizá tenía que objetar algo frente a su interlocutor o que deseaba preguntarle algo con mayor exactitud; pero ciertas palabras que escuchaba lo obligaban a bajar los ojos y a escribir antes de poder ejecutar tal intención. Además, según el tío le explicaba en voz baja a Karl, no tenía por qué hablar, pues los mismos informes que registraba ese hombre eran registrados por dos empleados más, simultáneamente, y comparados luego, de manera que las equivocaciones se hacían casi imposibles.
En el mismo instante en que el tío y Karl pasaban por la puerta se deslizó un ayudante hacia adentro y volvió a salir con un papel que en el ínterin había sido cubierto con anotaciones. En medio de la sala había un tránsito constante de gentes que, como si fueran perseguidas, corrían de un lado para otro. Ninguno saludaba, el saludo había sido eliminado, cada uno de los que pasaban acomodaba sus pasos a los del que le precedía y miraba al suelo, sobre el cual deseaba avanzar lo más rápidamente posible; o bien parecía recoger con las miradas, al vuelo, palabras o números sueltos, de papeles que llevaba en la mano y que con su paso acelerado tremolaban por el aire.
—Has llegado lejos realmente —dijo Karl una vez durante una de esas andanzas a través de la empresa, cuya inspección hubiera exigido muchos días, aunque sólo se hubiese querido ver apenas cada una de las acciones.
—Y todo, has de saberlo, lo he instalado yo mismo hace treinta años. Tenía yo entonces un pequeño comercio en el barrio del puerto, y si allí se descargaban cinco cajones durante el día, ya era mucho y yo me iba a casa engreído. Hoy mis depósitos ocupan el tercer lugar en el puerto y aquel comercio es ahora el comedor y la trastera del grupo número sesenta y cinco de mis peones.
—Pero esto ya raya en lo milagroso —dijo Karl.
—Todo se desarrolla aquí con igual rapidez —dijo el tío, dando fin a la conversación.
Cierto día llegó el tío minutos antes de la hora de comer —Karl había pensado comer solo, como de costumbre— y le pidió que se vistiese inmediatamente de negro y fuese a comer con él, en compañía de dos amigos comerciales. Mientras Karl se mudaba en el cuarto contiguo, sentóse el tío al escritorio y revisó el ejercicio de inglés recién concluido; dio con la mano en la mesa y en voz alta exclamó:
—¡En verdad, excelente!
Sin duda el vestirse salía mejor al escuchar Karl este elogio, pero de sus conocimientos de inglés él ya estaba realmente seguro.
En el comedor del tío, del que aún conservaba recuerdo de la primera noche de su llegada, se levantaron para saludarlos dos señores grandes, corpulentos, un tan Green el uno, un tal Pollunder el otro, según pudo saber luego durante la conversación de sobremesa. Porque generalmente el tío apenas solía pronunciar alguna palabra fugaz acerca de una u otra de sus relaciones y en cada caso dejaba que Karl encontrara lo necesario o lo interesante guiándose por su propia observación. Después de tratarse durante la comida sólo asuntos comerciales íntimos, cosa que implicaba para Karl una buena lección en cuanto a las expresiones comerciales —a Karl lo habían dejado ocuparse tranquilamente de su comida como si fuese un niño que ante todo necesitaba hartarse como es debido—, luego, pues, inclinóse el señor Green hacia Karl y con el deseo inconfundible de expresarse en un inglés sumamente claro, preguntó en términos generales por las primeras impresiones de Karl sobre América. Karl respondió, en medio del silencio mortal que reinaba en torno y entre algunas miradas de soslayo hacia el tío, en forma bastante circunstanciada, y en señal de agradecimiento trató de serles grato usando un lenguaje un tanto teñido por términos neoyorquinos. Cierto giro hasta provocó una carcajada general de los tres señores y ya temía Karl haber cometido un grave error; mas no fue así, y según dijo el señor Pollunder hasta era excelente lo que había dicho. En general a este señor Pollunder, Karl parecía haberle caído en gracia y mientras el tío y el señor Green reanudaban las conversaciones comerciales, el señor Pollunder indujo a Karl a arrimar su silla junto a la suya. Primero le preguntó muchas cosas acerca de su nombre, su origen y su viaje, hasta que finalmente y para que Karl pudiera descansar, se puso a contar él mismo, apresurado, riendo y tosiendo, cosas de sí y de su hija, con la cual vivía en una pequeña finca rural en las afueras de Nueva York y donde él, por supuesto, sólo podía pasar las noches, puesto que era banquero y sus negocios lo retenían en Nueva York durante el día entero. Y luego invitó cordialmente a Karl a visitar esa finca, ya que un americano tan flamante como Karl sentiría sin duda la necesidad de reponerse de Nueva York de cuando en cuando. Karl solicitó en seguida el permiso del tío para aceptar esa invitación y el tío, al parecer, le dio ese permiso de buen grado; mas sin fijar o siquiera considerar ninguna fecha determinada, tal como Karl y el señor Pollunder lo habían esperado.
Pero al día siguiente fue llamado Karl a una oficina del tío —el tío poseía, en esa casa solamente, diez oficinas distintas— y allí encontró al tío y al señor Pollunder, apoltronados en sendos sillones, taciturnos:
—El señor Pollunder —dijo el tío, y apenas era posible reconocerle en el crepúsculo del cuarto—, el señor Pollunder ha venido para llevarte hasta su finca, tal como ayer habíamos convenido.
—No sabía que ya sería hoy —respondió Karl—; de otro modo me habría preparado.
—Si es que no estás preparado, tal vez sea mejor postergar la visita para otro día —repuso el tío.
—¡Pero qué preparativos! —exclamó el señor Pollunder—. Un hombre joven siempre está preparado.
—No es por él —dijo el tío dirigiéndose a su visitante—, pues de todas maneras tendría que subir todavía hasta su cuarto y a usted se le haría tarde.
—Aun en este caso hay tiempo de sobra —dijo el señor Pollunder—; he contado con un atraso y he cerrado mi comercio antes de la hora.
—Ya lo ves —dijo el tío—, cuántas molestias está causando ya tu visita.
—Lo siento mucho —dijo Karl—; pero estaré de vuelta inmediatamente. —Y ya quiso alejarse de un salto.
—No se precipite usted —dijo el señor Pollunder—, no me causa la menor molestia y en cambio su visita me produce una alegría muy grande.
—Perderás mañana tu lección de equitación, ¿ya has avisado que no irás?
—No —dijo Karl; esta visita que con tanto placer había esperado, comenzaba a ser una carga para él—, pues yo no sabía...
—¿Y sin embargo quieres marcharte? —siguió preguntando el tío.
El señor Pollunder, hombre amable, acudió en su ayuda.
—Durante el viaje pasaremos por la escuela de equitación y arreglaremos el asunto.
—Eso ya es otra cosa —dijo el tío—. Pero también Mack te estará esperando.
—No creo que me espere —dijo Karl—; pero, por supuesto, él irá como todos los días.
—¿Pues entonces? —dijo el tío como si la respuesta de Karl no implicara la menor justificación.
Nuevamente pronunció el señor Pollunder la palabra decisiva:
—Pero Klara —era la hija del señor Pollunder— también lo espera y ya esta noche, ¡y sin duda se le dará preferencia a ella, y no a Mack!
—Ciertamente —dijo el tío—. Pues corre a tu cuarto, anda. —Y como sin quererlo golpeó varias veces contra el brazo de su sillón. Ya se hallaba Karl cerca de la puerta cuando el tío lo retuvo una vez más con esta pregunta—: Sin duda, estarás