Franz Kafka

Franz Kafka: Obras completas


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le había regalado. En aquella casa una linterna de bolsillo era realmente indispensable; con unas cuantas de esas linternas se hubiera podido permitir a los sirvientes que se fueran a dormir. Sentóse en el alféizar y miró y escuchó hacia afuera. Un pájaro incomodado parecía abrirse paso a través del follaje del viejo árbol. El silbato de un tren suburbano neoyorquino sonó en alguna parte, allá en la campiña. Todo lo demás permanecía en silencio.

      Mas no por mucho tiempo, pues Klara entró apresurada. Con manifiesto enojo y golpeándose la falda exclamó:

      —Pero, ¿qué significa esto?

      Karl se propuso contestarle sólo cuando se mostrase más cortés. Pero ella se le acercó a grandes pasos y exclamó:

      —Decídase. ¿Quiere usted venir conmigo o no? —Y ya sea intencionadamente, o ya sólo debido a su excitación, le dio un empujón tan fuerte contra el pecho que él se habría precipitado de la ventana afuera si no hubiese alcanzado el piso con los pies, deslizándose, en el último momento, del alféizar.

      —Por poco me caigo afuera —dijo en un tono lleno de reproche.

      —Lástima que no haya sucedido. ¡Se conduce usted muy mal! Le voy a empujar de nuevo.

      Y realmente lo abrazó y lo llevó, con sus músculos acerados por el deporte, casi hasta la ventana; pues él, en la consternación del primer momento, había olvidado oponerse con todo su peso. Pero allí reflexionó, se libró con un movimiento de caderas y la abrazó.

      —¡Ay, me hace usted daño! —dijo ella al instante.

      Pero entonces creyó Karl que ya no debía volver a soltarla. Si bien la dejaba en libertad de moverse cuanto quería, seguía sus pasos sin soltarla. ¡Era tan fácil, por otra parte, estrecharla así, con aquel vestido tan ajustado que llevaba!

      —Déjeme usted —susurró, y su cara encendida permanecía muy cerca de la suya; debía él esforzarse si quería verla, tan cerca la tenía—. Déjeme usted, le daré algo muy bonito.

      «¿Por qué suspira tanto? —pensó Karl—; esto no puede dolerle ya que no la aprieto», y seguía sin soltarla. Pero de repente, después de un instante de permanecer callado y sin prestar atención, sintió de pronto que las fuerzas de la muchacha crecían nuevamente contra su propio cuerpo; ya se le había escurrido y ella cogiéndolo con un hábil movimiento desde arriba, se defendió de sus piernas con posiciones de los pies, empleando una extraña técnica de lucha; mientras respiraba con gran regularidad, fue empujándolo delante de sí hacia la pared. Allí había un diván; en aquel diván recostó a Karl y sin inclinarse demasiado sobre él, dijo:

      —Ahora muévete si puedes.

      —Gata, gata rabiosa —fueron las únicas palabras que Karl acertó a exclamar en aquel torbellino de rabia y vergüenza en que se encontraba—. ¡Si estarás loca, gata rabiosa!

      —Ten cuidado con lo que dices —dijo ella, y deslizando una de sus manos por el cuello de él, comenzó a estrangularlo con tanta fuerza que Karl se sintió totalmente incapaz de hacer otra cosa que jadear. Con la otra mano acometía contra su mejilla, palpándola como a manera de ensayo, retirando esa mano nuevamente al aire una y otra vez y cada vez más lejos, pudiendo dejarla caer en cualquier instante con una bofetada.

      —¿Qué pasaría —preguntaba al mismo tiempo— si, como castigo por tu conducta frente a una dama, te mandara yo a tu casa con una bonita paliza? Puede que eso te sirviera para tu vida futura, aunque no fuese un motivo de bellos recuerdos. Pero me das lástima; y eres un muchacho soportablemente hermoso y, si hubieras aprendido el jiu—jitsu, probablemente me habrías zurrado tú. Y, sin embargo, sin embargo..., me tienta terriblemente eso de darte una bofetada, tal como estás ahora acostado. Es probable que luego lo lamente; pero si lo hiciese, bueno será que lo sepas desde ahora, lo haré casi contra mi propia voluntad. Y en tal caso, naturalmente, no me contentaré con una sola bofetada, sino que te las daré a derecha e izquierda, hasta que se te hinchen las mejillas. Tal vez seas un hombre de honor —casi estoy por creerlo— y no querrás seguir viviendo con las bofetadas, y te eliminarás del mundo. ¿Pero por qué, por qué has estado contra mí de tal manera? ¿Acaso no te gusto? ¿No vale la pena venir a mi cuarto? ¡Atención! Ahora casi te hubiera dado una bofetada sin querer. Pues si hoy todavía te escapas sin más, la próxima vez pórtate con mejor educación. Yo no soy tu tío, con el cual puedes ser obstinado. Por otra parte quiero advertirte, eso sí, que no debes creer, en el caso de que te suelte sin abofetearte, que tu situación presente y el ser abofeteado de veras sean cosas equivalentes, desde el punto de vista del honor. Si tal quisieras creer, preferiría yo con todo abofetearte realmente. ¿Qué dirá Mack cuando le cuente todo esto?

      Al recordar a Mack soltó a Karl, y en los pensamientos poco claros de éste Mack surgió como un libertador. Sintió todavía durante unos momentos más la mano de Klara en su cuello, siguió retorciéndose un poco por lo tanto y luego se quedó quieto.

      Ella lo invitó a que se levantara, mas él no respondió, ni se movió. Encendió ella una vela en alguna parte, la habitación quedó alumbrada y en el cielo raso apareció un dibujo de fantasía, azul, zigzagueante; pero Karl, con la cabeza apoyada en el almohadón del sofá, yacía tal como Klara lo había dejado y permanecía completamente inmóvil. Klara anduvo por el cuarto, su falda crujía en torno a sus piernas, y luego se detuvo un largo rato, seguramente junto a la ventana.

      Al rato se la oyó preguntar:

      —¿Se te pasó ya el enfado?

      Resultábale muy penoso a Karl no poder encontrar tranquilidad alguna en aquella habitación que el señor Pollunder le había destinado para pasar la noche. Por ella ambulaba esa muchacha, se paraba y hablaba, ¡y él ya estaba tan harto, tan indeciblemente harto de ella! Dormir pronto y luego irse de allí era su único deseo. Ya ni quería acostarse en la cama; le bastaba con aquel diván. Sólo acechaba que ella se fuese, para saltar a la puerta y echarle el cerrojo y arrojarse luego, de nuevo, sobre el diván. ¡Tenía tal necesidad de estirarse y de bostezar!, pero delante de Klara no quería hacerlo. Y se quedaba, pues, así acostado, miraba fijamente hacia arriba, sentía cómo su rostro se tornaba cada vez más inmóvil, y una mosca que volaba en su derredor centelleaba ante sus ojos, sin que él supiera a ciencia cierta qué era.

      Klara se le acercó de nuevo, se inclinó buscando la dirección de sus miradas y si él no se hubiese dormido habría tenido que mirarla.

      —Me voy ahora —dijo ella—. Quizá más tarde tengas ganas de ir a verme. La puerta que conduce a mis habitaciones es la cuarta a contar de ésta y queda de este mismo lado del pasillo. Pasas, pues, por tres puertas más y la que luego encuentres será la mía. Ya no bajaré a la sala, me quedaré ahora en mi cuarto. Me has fatigado. No pienso precisamente quedarme esperándote; pero si quieres ir puedes hacerlo. Acuérdate de que has prometido tocar algo en el piano para mí. Pero quizá yo te haya enervado y extenuado del todo y ya no puedas moverte. Si es así quédate y duerme a tu gusto. A mi padre por el momento, no le diré ni una palabra de nuestra riña; dejo constancia de ello por si esto te preocupa.

      Luego, frente a su aparente fatiga, abandonó el cuarto de prisa, en dos saltos.

      Inmediatamente se incorporó Karl y se quedó sentado; ese decúbito ya se le había hecho insoportable. A fin de moverse un poco fue hasta la puerta y echó una mirada al pasillo. ¡Qué tinieblas había allí! Bien contento se sentía cuando después de haber cerrado la puerta echándole la llave, se hallaba de nuevo ante su mesa, a la luz de la bujía. Resolvió no quedarse por más tiempo en esa casa; bajaría para ver al señor Pollunder y le diría francamente de qué manera lo había tratado Klara —nada le importaba confesar su derrota— y con tal motivo, seguramente suficiente, pediría permiso para marcharse a su casa, en un vehículo o a pie.

      Si el señor Pollunder tuviese que oponer algún reparo a ese regreso inmediato, Karl al menos le rogaría que le hiciese acompañar por un sirviente hasta el próximo hotel. De ese modo, tal como Karl lo proyectaba, no se procedía generalmente con los amables huéspedes, por cierto; pero era más raro aún que se procediese tal como Klara lo había hecho con