por encima de su abultado labio inferior que fácilmente cobraba gran movimiento, por ser carne fláccida y pesada.
—¡Verás...! —dijo Klara.
—Quizá se vaya pronto —observó Karl, y le asombraba a él mismo su acuerdo con aquella gente, que aún ayer había sido totalmente extraña para él.
—¡Oh, no! —dijo Klara—, tiene algún gran negocio para papá y seguramente llevarán tiempo las conversaciones al respecto, pues ya me ha amenazado, en broma, que tendré que quedarme escuchando hasta la mañana si es que quiero ser una ama de casa cortés.
—Pues esto faltaba todavía. ¡Se quedará entonces a pasar la noche! —exclamó Pollunder como si con ello se hubiese alcanzado, por fin, el colmo del mal—. Yo realmente tendría ganas —dijo, y esa idea nueva volvíalo más amable—, yo realmente tendría ganas de meterlo a usted, señor Rossmann, nuevamente en el automóvil, para llevárselo de vuelta a su tío. Nuestra velada de hoy ya está echada a perder de antemano, y quién sabe cuándo su señor tío nos lo dejará otra vez. En cambio, si ya hoy mismo lo llevo a usted de vuelta, él no podrá negarnos el placer de que usted nos visite uno de los próximos días.
Y ya cogía a Karl de la mano a fin de ejecutar su proyecto. Pero Karl no se movió y Klara rogó que lo dejara quedarse, ya que al menos ella y Karl no serían molestados en nada por el señor Green; finalmente el mismo Pollunder se dio cuenta de que su decisión no era de las más firmes. Por otra parte —y esto quizá haya sido lo decisivo—, oyóse de pronto la voz del señor Green que llamaba en dirección del jardín desde el descanso superior de la escalera:
—Pero, ¿dónde se han quedado ustedes?
—Vamos —dijo Pollunder doblando hacia la escalinata. Tras él marchaban Karl y Klara, que ahora, bajo la luz, se pusieron a estudiarse mutuamente.
«¡Qué labios tan rojos tiene!», díjose Karl, y pensó en los labios del señor Pollunder y cuán bellamente éstos se habían transformado en la hija.
—Después de la cena —así decía ella— iremos inmediatamente, si está usted de acuerdo, a mis habitaciones, para que por lo menos nos libremos nosotros de ese señor Green, ya que papá necesariamente debe ocuparse de él. Y usted tendrá entonces la gentileza de tocar para mí algo en el piano, pues papá ya me ha contado qué bien lo hace usted; mientras que yo, por desgracia, soy absolutamente incapaz de ejecutar una pieza de música y no me acerco a mi piano, por más que en realidad me guste mucho la música.
Karl estaba plenamente de acuerdo con la propuesta de Klara, si bien le hubiera gustado que también el señor Pollunder participara de su compañía. Mas ciertamente, ante la gigantesca figura de Green —a la talla de Pollunder ya se había acostumbrado Karl por lo visto—, que entonces surgía ante ellos lentamente a medida que subían los escalones, abandonaba a Karl toda esperanza de encontrar alguna manera para arrancar al señor Pollunder, esa noche, de manos de tal hombre.
El señor Green los recibió apresurado, como si hubiese mucho que recuperar, cogió rápidamente el brazo del señor Pollunder y empujó a Karl y a Klara al comedor; éste ofrecía un aspecto muy de fiesta, especialmente por las flores que había sobre la mesa y que se alzaban a medias entre grupos de fresco follaje, y esta circunstancia hizo doblemente lamentable la presencia del molesto señor Green. Karl, esperando junto a la mesa a que se sentaran los demás, se alegraba precisamente de que la gran puerta de vidriera que daba al jardín quedara abierta, pues por ella entraba en grandes oleadas una fuerte fragancia como si estuviesen en un cenador del jardín, cuando precisamente el señor Green, resoplando, decidió cerrar aquella puerta de vidrio, y agachándose hasta los pasadores inferiores y estirándose para alcanzar los superiores, realizó la operación con una rapidez tan juvenil que el sirviente, a pesar de haber acudido sin demora, ya nada pudo hacer.
Las primeras palabras del señor Green, sentado ya a la mesa, fueron manifestaciones de asombro de que Karl hubiese obtenido el permiso del tío para esta visita. Una tras otra levantó hasta su boca las cucharadas llenas de sopa, declarando a diestra dirigiéndose a Klara, y a siniestra dirigiéndose al señor Pollunder, el porqué de su asombro y cómo vigilaba el tío a Karl y cómo era excesivo el amor del tío para con Karl, hasta tal punto excesivo que ya no podía llamársele amor de tío.
«Éste no se contenta con entrometerse innecesariamente aquí, aun viene a entrometerse entre el tío y yo», pensó Karl y no pudo tragar ni un sorbo de aquella sopa de color de oro. Pero por otra parte no quería que se le notase qué molesto se sentía; y mudo, púsose luego a verter la sopa dentro de su cuerpo.
Esa comida transcurría lenta como una plaga. Únicamente el señor Green y a lo sumo también Klara mostraban cierta vivacidad y hasta de cuando en cuando hallaban motivo para una breve risa. Sólo algunas veces cuando el señor Green comenzaba a hablar de negocios intervenía el señor Pollunder en la conversación. Mas también de tales conversaciones retirábase pronto, y el señor Green, pasado un rato, debía sorprenderlo de nuevo, inopinadamente, con el tema. Por lo demás recalcaba —y fue entonces cuando Karl, prestando de pronto atención como si allí se cerniese alguna amenaza, tuvo que ser advertido por Klara de que el asado se hallaba delante de él, y de que él estaba en una cena— que él, en un principio, no había tenido intención de hacer aquella visita inesperada. Pues si bien el negocio del que aún había que hablar era de particular urgencia, hubiera podido tratarse durante el día en la ciudad, en sus aspectos más importantes al menos, y las cosas secundarias hubieran podido aplazarse para el día siguiente o para más tarde. Y así, en efecto, había ido a ver al señor Pollunder mucho antes de la hora del cierre de los comercios; mas no habiéndolo encontrado, hablase visto obligado a avisar por teléfono a su casa que esa noche no iría y a emprender ese pequeño viaje.
—Entonces debo pedirle disculpas yo —dijo Karl en alta voz y antes de que nadie tuviera tiempo de responder—, pues es culpa mía el que el señor Pollunder haya abandonado hoy su comercio más temprano; lo siento mucho.
El señor Pollunder cubrió gran parte de su rostro con la servilleta y Klara ciertamente sonrió a Karl, pero ésta no era una sonrisa de consentimiento, sino más bien parecía destinada a influir de alguna manera sobre él.
—No hace falta ninguna excusa —dijo el señor Green partiendo en ese preciso momento una paloma, con agudas incisiones—, todo lo contrario; estoy muy contento de pasar la noche en tan agradable compañía, en lugar de cenar solo, en mi casa, servido por mi vieja ama de llaves, tan vieja que hasta el camino desde la puerta hasta mi mesa le cuesta un gran esfuerzo; yo puedo arrellanarme en mi sillón tranquilamente durante un buen rato si quiero observarla mientras recorre ese trecho. Sólo hace poco he conseguido que el sirviente lleve las comidas hasta la puerta del comedor; pero ese trecho desde la puerta hasta la mesa le corresponde a ella, por lo que alcanzo a entender.
—¡Dios mío! —exclamó Klara—, ¡qué lealtad!
—Sí, todavía hay lealtad en este mundo —dijo el señor Green llevándose un bocado a la boca, donde su lengua, según observó casualmente Karl, recogía el manjar con elástico movimiento. El verlo casi le produjo náuseas, y se levantó. Y con un movimiento casi simultáneo el señor Pollunder y Klara cogieron sus manos.
—Quédese usted sentado todavía —dijo Klara. Y cuando de nuevo se hubo sentado, ella le susurró—: Pronto desapareceremos juntos. Tenga usted paciencia.
Entretanto el señor Green se entregaba tranquilamente a su comida, como si fuese el deber natural del señor Pollunder y de Klara tranquilizar a Karl si él le provocaba náuseas.
La comida se prolongaba, sobre todo por el esmero con que el señor Green trataba cada plato, si bien se le veía dispuesto siempre y sin descanso a aceptar cada nuevo plato; parecía realmente que pretendiera resarcirse a fondo de su vieja ama de llaves. De vez en cuando elogiaba el arte con que la señorita Klara dirigía la casa, lo cual a ella le causaba un agrado evidente, mientras que Karl sentía tentaciones de repelerlo como si la atacase. Pero el señor Green no se contentaba sólo con ocuparse de ella, sino que lamentaba a menudo y sin levantar la vista de su plato la notable falta de apetito de Karl. El