Franz Kafka

Franz Kafka: Obras completas


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      —Tráigalo, pues —dijo la señora—; eso no será un obstáculo.

      —¡Pero mis compañeros! —dijo Karl y advirtió en seguida que éstos sí constituían un obstáculo.

      —Naturalmente, también ellos pueden pernoctar aquí —dijo la señora—. ¡Que vengan! No se haga usted rogar así.

      —Por otra parte, mis compañeros son buena gente —dijo Karl—, pero no son muy aseados...

      —¿No ha visto usted la mugre del salón? —preguntó la señora, e hizo una mueca—. En nuestra casa puede entrar realmente el peor. Entonces, haré preparar en seguida tres camas. Eso sí, tendrá que ser en el desván porque el hotel está repleto; yo también me mudé al desván. En todo caso es mejor que a la intemperie.

      —No puedo traer a mis compañeros —dijo Karl.

      Se imaginaba cómo alborotarían en los pasillos de ese fino hotel; Robinsón lo ensuciaría todo y Delamarche, indefectiblemente, molestaría incluso a aquella señora.

      —No sé por qué ha de ser imposible —dijo la señora—, pero si usted así lo desea, deje a sus camaradas afuera y venga solo a nuestra casa.

      —Eso no puede ser; eso no puede ser —dijo Karl—; son mis compañeros y debo quedarme con ellos.

      —Es usted terco —dijo la señora apartando la mirada—, se tienen con usted las mejores intenciones, gustosamente se querría ayudarle y usted se opone con todas sus fuerzas.

      Karl lo reconocía, pero no sabía cómo remediarlo; por eso lo único que aún dijo fue:

      —Muchísimas gracias por su gentileza.

      Luego se acordó de que no había pagado todavía y preguntó por el importe de lo que llevaba.

      —Pague usted cuando me devuelva el cesto —dijo la señora—; a más tardar mañana por la mañana lo necesito.

      —¡Desde luego! —dijo Karl.

      La señora abrió una puerta que conducía directamente al aire libre y, mientras él salía haciendo una reverencia, siguió ella hablando:

      —Buenas noches, pero usted no obra bien.

      Ya se había alejado unos pasos cuando una vez más gritó detrás de él:

      —¡Hasta mañana!

      Apenas hubo salido volvió a oír en seguida el ruido, en nada disminuido, de la sala, al que se mezclaban ahora los sones de una banda de instrumentos de viento. Sintió alegría por no haber tenido que salir atravesando la sala.

      El hotel estaba iluminado ahora en todos sus cinco pisos y alumbraba la carretera que pasaba delante. Afuera seguían corriendo los automóviles, aunque ya se interrumpía su continuidad. Venían de la lejanía, creciendo mucho más rápidamente que de día; tanteaban el suelo de la carretera con los blancos rayos de sus faros. Con luces que palidecían, cruzaban la zona luminosa del hotel y se internaban velozmente en la oscuridad más distante con nuevos destellos.

      Karl encontró a sus camaradas ya profundamente dormidos; Pero lo cierto es que había tardado demasiado. Precisamente pensaba extender sobre papeles que halló en el cesto, dándole así un aspecto apetitoso, lo que había traído, y despertar a los camaradas sólo cuando todo estuviera listo, cuando vio, espantado, que su baúl, que él había dejado cerrado y cuya llave llevaba en el bolsillo, estaba completamente abierto y la mitad de su contenido desparramada en derredor, sobre la hierba.

      —¡Levántense! —exclamó—. Mientras ustedes dormían han venido ladrones.

      —¿Acaso falta algo?—preguntó Delamarche.

      Robinsón aún no estaba del todo despierto y ya extendía la mano para coger la cerveza.

      —No lo sé —exclamó Karl—. Pero el baúl está abierto y es de todos modos un descuido echarse a dormir y dejar el baúl sin vigilancia.

      Delamarche y Robinsón se rieron y el primero dijo:

      —La próxima vez no se ausentará usted tanto tiempo. El hotel está a diez pasos de aquí y usted necesita tres horas para ir y volver. Teníamos hambre, pensábamos que usted quizá tuviera en su baúl cualquier cosa para comer y le hicimos cosquillas a la cerradura hasta que se abrió. Por otra parte, no había nada, y usted puede volver a guardárselo tranquilamente todo.

      —¡Ah, sí! —dijo Karl mirando fijamente al interior del cesto que se vaciaba con rapidez y prestando atención al ruido curioso que producía Robinsón al beber pues primero el líquido le penetraba muy hondo en la garganta, para volver a ser lanzado luego hacia arriba con una especie de silbido y rodar hacia abajo sólo después en poderoso torrente.

      —¿Han terminado ustedes de comer?—preguntó apenas vio que los dos tomaban un poco de aliento durante un instante.

      —Pero, ¿no ha comido usted ya en el hotel? —preguntó Delamarche creyendo que Karl reclamaba su parte.

      —Si quiere usted comer todavía, apresúrese —dijo Karl dirigiéndose hacia su baúl.

      —Éste parece que tiene sus caprichos —dijo Delamarche a Robinsón.

      —No tengo caprichos —dijo Karl—. Pero, ¿acaso está bien forzar mi baúl durante mi ausencia y arrojar mis cosas afuera? Sé que entre camaradas hay que tolerar muchas cosas y sin duda me he preparado para ello, pero esto ya es demasiado. Voy a pernoctar en el hotel y no iré a Butterford. Terminen ustedes pronto de comer. Tengo que devolver el cesto.

      —Lo ves, Robinsón, así se habla —dijo Delamarche—. Ésta es la manera educada de expresarse. Es alemán y basta. Tú bien me lo habías advertido y me habías puesto en guardia contra él ya al comienzo; pero yo he sido un necio perfecto y lo he llevado con nosotros a pesar de todo. Hemos depositado en él nuestra confianza, hemos perdido así medio día por lo menos, y ahora, porque allí en el hotel alguien le ha echado el anzuelo, ahora se despide, es muy sencillo: se despide. Pero como es alemán, y por lo tanto falso, no lo hace abiertamente, sino que se busca el pretexto del baúl; y como es alemán, y por lo tanto bruto, no puede marcharse sin ofendernos en nuestro honor y nos llama ladrones, sólo por haber gastado una bromita con su baúl.

      Karl, ordenando sus cosas, dijo sin volverse:

      —Siga usted hablando de esa manera y así me resultará más fácil marcharme. Yo sé perfectamente lo que es la camaradería. En Europa también tuve amigos y ninguno de ellos podría reprocharme ninguna falsía, ninguna vileza. Claro que ahora hemos interrumpido nuestras relaciones; pero si alguna vez regresara yo a Europa, todos ellos me acogerían bien y me reconocerían inmediatamente como amigo. Y siendo así, ¿cómo podría yo traicionarlo a usted, Delamarche, y a usted, Robinsón; a ustedes que han sido tan amables conmigo, dispuestos a socorrerme y a procurarme un empleo de aprendiz en Butterford, cosa que jamás negaré? Pero se trata de algo muy distinto. Ustedes no tienen nada y a mis ojos eso no los rebaja en absoluto, pero ustedes me envidian mis pequeños bienes y tratan de humillarme por eso; y verdaderamente no puedo soportarlo. Y ahora, después de haber descerrajado mi baúl, no pronuncian ustedes siquiera una sola palabra de disculpa, sino que además me injurian e injurian también a mi pueblo... y con ello, claro es, ya me quitan toda posibilidad de quedarme junto a ustedes. Por lo demás, todo esto no lo digo precisamente contra usted, Robinsón; el único reparo que tengo contra su carácter es que depende usted demasiado de Delamarche.

      —Ya lo vemos —dijo Delamarche acercándose a Karl y propinándole un ligero empujón como para llamar su atención—. Ya vemos cómo va usted destapándose. El día entero ha marchado usted detrás de mí, prendido a mis faldones, imitando cada uno de mis movimientos y quedándose quieto como un ratoncito. Pero ahora que se siente usted respaldado por alguna cosa en ese hotel ya comienza a pronunciar grandes discursos. Es usted un pequeño pillo y todavía no sé si vamos a admitir todo esto tranquilamente y sin más; si no vamos a exigirle que nos pague lo que durante el día ha aprendido de nosotros. Oye, Robinsón, dice que le