la nitidez de esa impresión había de resultar demasiado fuerte, casi absurda. ¡Cómo era posible que se obtuviera de un retrato, hasta tal punto, la convicción inconmovible acerca de un sentimiento oculto del retratado! Y luego, durante unos instantes, apartó la vista del retrato.
Cuando sus miradas volvieron a él le llamó la atención aquella mano de la madre, que allí, muy adelante colgaba del brazo del sillón, tan cerca que él sintió ganas de besarla. Quizá fuera bueno, a pesar de todo —pensó—, escribir a sus padres, tal como los dos —y por último su padre, muy severamente, en Hamburgo— se lo habían pedido. Cierto que entonces, aquella terrible noche en que la madre junto a la ventana le había anunciado el viaje a América, él había hecho el juramento irrevocable de no escribir jamás; pero, ¡qué valor tenía aquí y en medio de circunstancias tan nuevas semejante juramento de un muchacho sin experiencia! Lo mismo hubiera podido jurar entonces que a los dos meses de su permanencia en América sería general de la milicia norteamericana, mientras que en realidad se veía allí junto a dos vagabundos en un desván de una fonda de los alrededores de Nueva York, debiendo admitir, además, que en verdad éste era el sitio que le correspondía. Y, sonriendo, examinó los rostros de sus padres, como si en ellos pudiera leerse si aún seguían abrigando el deseo de recibir noticias de su hijo.
Durante esa contemplación cayó pronto en la cuenta de que, a pesar de todo, estaba muy cansado y que difícilmente podría pasar esa noche en vela. El retrato se le cayó de las manos; luego asentó la cara sobre ese retrato cuyo frescor placía a su mejilla y con una sensación agradable se quedó dormido.
Lo despertaron temprano unas cosquillas en el sobaco. Era el francés quien se permitía semejante impertinencia. Pero también el irlandés ya estaba apostado ante la mesa de Karl. Los dos lo miraban con un interés no menor que el que Karl demostró frente a ellos durante la noche. No le sorprendió a Karl el hecho de no haberse despertado al levantarse aquéllos; no había sido necesario que ellos, con mala intención, anduvieran con especial sigilo, pues él había estado profundamente dormido y además a ellos no les había dado mucho trabajo vestirse y, evidentemente, tampoco el lavarse.
En aquel momento se saludaron mutuamente como era debido, no sin ciertos cumplimientos, y Karl se enteró de que ambos eran mecánicos, que desde hacía mucho tiempo no habían podido obtener trabajo en Nueva York y que, en consecuencia, habían llegado a un estado considerablemente miserable. Para demostrarlo abrió Robinsón su chaqueta, y bien pudo verse que no había debajo ninguna camisa, lo que ciertamente ya podía conocerse por aquel cuello suelto que llevaba cosido, por detrás, a la chaqueta.
Abrigaban ellos la intención de marchar hasta la pequeña ciudad de Butterford que distaba de Nueva York unos dos días de viaje y donde, según se decía, había vacantes. No tenían ningún inconveniente en que Karl los acompañara y le prometían, primero, que a ratos llevarían su baúl y, segundo, que en el caso de obtener trabajo ellos mismos le conseguirían un empleo de aprendiz, lo cual sería facilísimo si había trabajo. Karl no había dado su consentimiento, sino apenas, cuando ellos ya le daban el consejo amistoso de quitarse aquel traje tan flamante, puesto que sólo sería un obstáculo dondequiera que se presentase solicitando empleo. Que en esa casa precisamente había una oportunidad excelente para deshacerse de ese traje, pues la criada se dedicaba también a un comercio de ropa. Le ayudaron a Karl, quien tampoco estaba decidido del todo en cuanto al traje, a quitárselo, y se lo llevaron. Cuando Karl, que quedó solo, un poco soñoliento todavía, estaba poniéndose sus viejas prendas de viaje, se recriminó ya el haber vendido aquel traje que, acaso, podía perjudicarlo si solicitaba un empleo de aprendiz, pero que en cambio sólo podía serle útil si se trataba de una ocupación mejor. Abrió, pues, la puerta para gritarles que volvieran; pero apenas lo hizo chocó con ellos que ya regresaban: dejaron sobre la mesa medio dólar como producto de la venta, con el semblante tan alegre que resultaba imposible persuadirse de que en aquella venta no habían obtenido su ganancia ellos también, y una ganancia escandalosamente grande.
Por otra parte no había tiempo de discutir nada: entró la criada tan soñolienta como la noche anterior y echó a los tres al pasillo declarando que debía preparar la habitación para nuevos huéspedes. Naturalmente eso no era cierto en absoluto y obraba así sólo por malicia. Karl, quien precisamente había querido ordenar su baúl, tuvo que quedarse mirando cómo aquella mujer agarraba sus cosas, con las dos manos, y las echaba dentro del baúl con una violencia que sólo se hubiera justificado si se tratase de alguna clase de bichos que hubiera que acallar. Los dos mecánicos, ciertamente, trataron de entretenerla; la zarandeaban por las faldas, la palmoteaban en la espalda, pero si tenían intención de ayudar con ello a Karl, su proceder era completamente equivocado.
Cuando la mujer hubo cerrado el baúl, le puso a Karl el asa en la mano, se deshizo de los mecánicos de una sacudida y arrojó a los tres del cuarto con la amenaza de que, si no obedecían, se quedarían sin café. Aquella mujer, evidentemente, parecía haber olvidado por completo que desde un principio Karl no había tenido la menor relación con los mecánicos, pues los trataba como a una pandilla única. Ciertamente los mecánicos le habían vendido el traje de Karl, demostrando con ello cierta comunidad.
En el pasillo tuvieron que pasearse durante mucho tiempo, de un lado para otro, y el francés, que se había colgado del brazo de Karl, blasfemaba ininterrumpidamente y amenazaba con derribar al fondista boxeando, si es que se atrevía a mostrarse allí; y parecía apercibirse a ello frotándose furiosamente uno contra otro los puños cerrados. Finalmente llegó un muchachito pequeño, de aire inocente, que tuvo que estirarse para darle la cafetera al francés. Desgraciadamente había una sola cafetera y no se le podía hacer comprender al chico que también hacían falta vasos. Así, podía beber uno solo por vez y los otros dos se quedaban plantados ante él, esperando. Karl no tenía ganas de beber el café, pero no queriendo ofender a los otros, se quedaba sin sorber nada, con la cafetera en los labios, cuando le tocaba el turno.
En señal de despedida arrojó el irlandés la cafetera contra el piso de baldosa. Abandonaron la casa sin que nadie los viera y entraron en la densa y amarillenta neblina matinal. La mayor parte del tiempo marcharon silenciosamente el uno junto al otro por el borde del camino; Karl tenía que llevar su baúl; los otros seguramente lo relevarían sólo cuando él se lo pidiera. De vez en cuando algún automóvil salía rápidamente de la neblina y los tres volvían la cabeza hacia aquellos coches casi siempre gigantescos, tan llamativos en su construcción y cuya aparición era tan breve que uno no tenía tiempo de notar siquiera la presencia de sus ocupantes.
Más tarde comenzaban las caravanas de carruajes que llevaban víveres a Nueva York; avanzaban en forma tan ininterrumpida, en cinco hileras que ocupaban todo el ancho del camino, que nadie hubiera podido atravesarlo. De tiempo en tiempo ensanchábase el camino hasta formar una plaza en cuyo centro se paseaba un agente de policía sobre una construcción elevada en forma de torre que le permitía dominar todo y regular el tránsito con un bastoncito: tanto el de la vía principal como también el de los caminos laterales que desembocaban allí; ese tránsito que luego quedaba sin vigilancia hasta la plaza siguiente y el agente próximo, pero que los cocheros y conductores, callados y atentos, mantenían sin embargo dentro de un orden suficiente por su propia voluntad.
Lo que más le asombraba a Karl era aquella tranquilidad general. Si no hubiera sido por el griterío de las reses que iban al matadero posiblemente sólo se habría percibido el golpeteo de los cascos de los caballos y el sibilante zumbido de los antideslizantes de los automóviles. Y había que considerar que la velocidad, naturalmente, no era siempre la misma. Si en alguna de las plazas, debido a una aglomeración excesiva procedente de los caminos laterales, se hacía necesario ejecutar grandes cambios y traslaciones, deteníanse las hileras enteras o adelantaban sólo paso a paso; pero luego sucedía también que durante un rato corrieran todos a una velocidad relámpago, hasta que nuevamente se aplacaban como regidos por un freno único. Y a pesar de todo ni el menor polvillo se levantaba del camino: todo esto se movía en una atmósfera transparentísima. No había peatones allí, no se encaminaban hacia la ciudad las vendedoras de feria, las verduleras, como allá, en la tierra de Karl; mas, no obstante, aparecían de cuando en cuando grandes automóviles chatos que llevaban a una veintena de mujeres, de pie, con canastos a la espalda, acaso verduleras con todo, y éstas estiraban los