Franz Kafka

Franz Kafka: Obras completas


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habrá sido una decisión varonil. He escogido como portador de esta nueva al señor Green, mi mejor amigo, que seguramente encontrará para ti suficientes palabras consoladoras, palabras de que yo, por cierto, no dispongo en este momento. Es hombre de influencia y, aunque no fuera sino por amor hacia mí, te ayudará en tus primeros pasos independientes, moral y materialmente. Para comprender esta separación nuestra que ahora, al concluir esta carta, me parece nuevamente inconcebible, es necesario que yo me repita nuevamente: nada bueno viene de tu familia, Karl. Si el señor Green se olvidara de entregarte tu baúl y tu paraguas, recuérdaselo.

      Con los mejores deseos para tu bienestar de ahora en adelante, se despide de ti tu leal tío

      Jakob.

      —¿Ha terminado ya? —preguntó Green.

      —Sí —dijo Karl—. ¿Me trajo usted el baúl y el paraguas? —preguntó.

      —Aquí está —dijo Green colocando en el suelo, junto a Karl, el viejo baúl de viaje que hasta aquel momento había mantenido oculto a sus espaldas.

      —¿Y el paraguas? —siguió preguntando Karl.

      —Aquí lo tiene usted todo —dijo Green y sacó también el paraguas que había colgado de uno de los bolsillos de su pantalón—. Estas cosas las ha traído un tal Schubal, un capataz de maquinistas de la Hamburg—Amerika—Linie; decía haberlas encontrado en el barco; oportunamente puede usted darle las gracias.

      —Ahora, por lo menos, vuelvo a tener mis viejas cosas —dijo Karl, y puso el paraguas sobre el baúl.

      —Sí, pero en el futuro debería usted cuidarlas un poco más; se lo manda decir el señor senador —observó el señor Green, y luego, aparentemente obedeciendo a su curiosidad particular, preguntó—: ¿Qué clase de baúl tan extraño es éste?

      —Es un baúl de los que llevan en mi patria los soldados cuando van a prestar el servicio militar —respondió Karl—, es el antiguo baúl de campaña de mi padre. Es, por otra parte, bastante práctico —agregó sonriendo—, suponiendo que no se le deje abandonado.

      —Al fin y al cabo ya está usted bastante escarmentado —dijo el señor Green— y seguramente no tiene usted en América otro tío. Además aquí le doy un billete de tercera clase para San Francisco. He decidido este viaje para usted; porque, en primer término, las posibilidades de ganar dinero son mucho mayores para usted en el Este y porque, en segundo término, aquí, en todas las cosas que podrían convenirle, algo tiene que ver su tío y cualquier encuentro debe ser evitado. En Frisco puede usted trabajar perfectamente sin que nadie lo moleste; comience usted tranquilamente muy abajo y trate de ir levantándose poco a poco.

      Karl no podía percibir malicia alguna en esas palabras: la mala noticia que había estado encerrada en Green durante la noche entera ya estaba dada, y a partir de ese momento Green parecía un hombre inofensivo con el cual quizá podría hablarse más abiertamente que con cualquier otro. El mejor de los hombres, elegido sin culpa propia para mensajero de una resolución tan secreta y torturadora, parecerá sospechoso por fuerza mientras la lleve encima.

      —En seguida —dijo Karl esperando oír la aprobación de un hombre experto— abandonaré esta casa, pues sólo fui recibido en ella como sobrino de mi tío; siendo un extraño, nada tengo que hacer aquí. ¿Tendría usted la amabilidad de mostrarme la salida y de conducirme luego hasta un camino que me sirva para llegar hasta la próxima fonda?

      —Pero volando —dijo el señor Green—. Ya me causa usted no pocas molestias.

      Al ver la prisa de esos grandes pasos que Green ya iniciaba acto seguido, Karl se detuvo; ésta sí que era una prisa sospechosa. Cogió a Green por el borde inferior de la chaqueta y, comprendiendo de pronto el verdadero estado de las cosas, dijo:

      —Hay algo que deberá usted explicarme todavía: en el sobre de la carta que usted debía entregarme dice solamente que debo recibirla a medianoche, dondequiera que se me encuentre. ¿Por qué entonces me ha retenido usted aquí con motivo de esa carta cuando a las once y cuarto quería yo marcharme? Ahí se propasó usted en el uso de las facultades que se le habían conferido.

      Green inició su respuesta con un ademán que expresaba exageradamente la futilidad de la observación de Karl y dijo luego:

      —¿Acaso dice en el sobre que yo, por su causa, deba matarme corriendo, y acaso el texto de la carta permite deducir que así deba comprenderse el rótulo? Si no le hubiera retenido, no habría tenido más remedio que entregarle la carta a medianoche en la carretera.

      —No —dijo Karl imperturbable—; no es del todo así. En el sobre dice: «para ser entregado después de medianoche». Si estaba usted demasiado cansado, entonces, tal vez, no hubiera podido seguirme de ninguna manera; o bien, cosa que ciertamente también negaba el señor Pollunder, a medianoche ya habría llegado, ya estaría yo junto a mi tío; o finalmente hubiera sido su deber llevarme de vuelta a casa de mi tío en su propio automóvil —el cual de pronto ya ni se mencionaba—, puesto que tanto pedía yo volver. ¿No expresa con máxima claridad el sobre escrito que la medianoche aún había de ser un último plazo para mí? Y es usted quien tiene la culpa de que yo no haya aprovechado ese plazo.

      Karl miró a Green con ojos penetrantes y reconoció ciertamente cómo luchaba en él la vergüenza que le provocaba aquel descubrimiento con la alegría que le deparaba el logro de su intención. Finalmente se repuso y en un tono como destinado a cortarle la palabra a Karl, quien hacía rato ya estaba callado, dijo:

      —¡Ni una palabra más! —Y así lo empujó afuera (él ya había recogido de nuevo su baúl y su paraguas) a través de una pequeña puerta situada delante de él y que abrió de un golpe.

      Karl, lleno de asombro, se vio al aire libre. Frente a él, una escalera sin pasamano agregada a la casa conducía al jardín. Sólo hacía falta que bajara y que luego se dirigiera ligeramente a la derecha, hacia la avenida que llevaba a la carretera. No era posible en absoluto extraviarse con aquel claro de luna tan luminoso. Abajo, en el jardín, oyó los múltiples ladridos de perros que corrían sueltos a la redonda por entre las sombras de los árboles. En el silencio general que reinaba oíase muy exactamente cómo, después de ejecutar grandes saltos, daban con sus cuerpos contra el césped.

      Sin que lo molestaran estos perros salió felizmente Karl del jardín. No sabía establecer, a ciencia cierta, en qué dirección estaría Nueva York. Durante el viaje de venida había prestado demasiado poca atención a los pormenores que ahora habrían podido serle útiles. Al fin díjose que no era indispensable que fuese a Nueva York, donde nadie lo esperaba, donde hasta había alguien que, con toda seguridad, no lo esperaba. Eligió, pues, una dirección cualquiera y emprendió la marcha.

      R

      Camino a Ramsés

      En la pequeña fonda a la cual llegó Karl después de una breve caminata, y que en verdad no era más que una pequeña estación terminal de carruajes de Nueva York y por lo tanto apenas solía usarse como hospedaje, solicitó Karl el camastro más barato que pudiera obtenerse; pues creía que era su deber comenzar a economizar inmediatamente. En virtud de su pedido, fue despachado por el fondista escaleras arriba mediante un gesto como destinado a un dependiente suyo, y allá arriba lo recibió una mujer vieja, desgreñada, disgustada por aquella interrupción de su sueño, y casi sin escucharlo lo condujo, exhortándolo ininterrumpidamente a que anduviera sin hacer ruido, a un cuarto cuya puerta cerró luego, no sin haberle lanzado antes su aliento a la cara con un «¡sst!».

      Karl, al pronto, no se daba bien cuenta de si sólo estaban bajadas las cortinas de la ventana o si aquel cuarto carecía de ventanas, tanta era allí la oscuridad; finalmente notó una claraboya pequeña, cubierta con un paño; lo quitó e hizo entrar así un poco de luz. El cuarto tenía dos camas; pero las dos estaban ocupadas ya. Karl vio allí a dos hombres jóvenes sumidos en pesado sueño y que no parecían muy dignos de confianza, ante todo porque, sin causa comprensible, dormían vestidos; uno de ellos hasta tenía los zapatos puestos.

      En