llevaba siempre las monedas, según la costumbre americana, sueltas y sonantes en el bolsillo del pantalón; en cambio guardaba los billetes en el bolsillo del chaleco— y se la dio con estas palabras al sirviente:
—Por sus buenos servicios.
Klara ya había vuelto a entrar, con las manos sobre su peinado bien firme, cuando se le ocurrió a Karl que con todo no debía haber dejado marchar al sirviente; ¿quién lo conduciría a la estación del tren suburbano? Pero en este caso el señor Pollunder ya pondría a su disposición a algún otro sirviente; y quizá, por otra parte, el que lo acompañó sólo había sido llamado al comedor y luego quedaría disponible.
—Bueno, a pesar de todo le ruego que toque un poco. Tan rara vez oímos música aquí que no quiero dejar escapar ninguna oportunidad de escucharla.
—Pues entonces, ahora mismo —dijo Karl, y sin reflexionar más se sentó inmediatamente al piano.
—¿Desea usted algún cuaderno de música? —preguntó Klara.
—Gracias; si ni siquiera sé leer las notas correctamente —respondió Karl; y ya estaba tocando.
Era una cancioncilla que, como bien sabía Karl, debía haberse tocado con cierta lentitud para que resultara con algún sentido, si los que la escuchaban eran extraños; pero él la despachó frangollándola en el peor de los tiempos de marcha. Cuando hubo terminado, el silencio perturbado de la casa volvió a ocupar su sitio, como presa de un gran hacinamiento. Y ellos permanecieron sentados, como cohibidos, sin moverse.
—Muy bonito —dijo Klara, pero no había fórmula de cortesía capaz de halagar a Karl después de semejante ejecución.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Las doce menos cuarto.
—Entonces todavía me queda un ratito —dijo, y para sus adentros pensaba: «O una cosa u otra. No es necesario que yo toque las diez canciones, todas las que sé; pero una de ellas puedo tocarla bien, dentro de mis posibilidades.»
Dio comienzo a su amada canción soldadesca con tal lentitud que la ansiedad repentinamente despertada del oyente se estiraba hacia la nota próxima, que Karl retenía y sólo a duras penas soltaba. Porque, en efecto, para cada canción tenía que ir primero buscando las teclas necesarias con los ojos; pero además sentía nacer en sí como una congoja que, más allá del fin de la canción, buscaba aún otro final, sin poder hallarlo.
—Si no sé nada —dijo Karl después de concluir la canción, y miró a Klara con lágrimas en los ojos.
En ese momento se oyó un ruidoso aplauso desde el cuarto contiguo.
—¡Hay alguien más que escucha! —exclamó Karl, del todo agitado.
—Mack —dijo Klara en voz baja.
Entonces se oyó la voz de Mack que llamaba:
—¡Karl Rossmann, Karl Rossmann!
Casi saltó Karl con los dos pies a un tiempo por encima de la banqueta del piano y abrió la puerta. Vio allí a Mack, sentado y medio acostado en una gran cama imperial, la colcha suelta echada sobre las piernas. El baldaquino de seda azul tenía algo de primoroso, algo de muchacha, y era el único lujo de esa cama, por lo demás sencilla, angulosa, hecha de madera pesada. En la mesita de noche ardía sólo una vela, pero la ropa de la cama y la camisa de Mack eran tan blancas que reflejaban la luz de la vela que caía sobre ellas con un resplandor casi fulgurante; también el baldaquino resplandecía, por lo menos en los bordes, con su seda ligeramente ondulada y no muy firmemente tendida. Pero detrás de Mack, sin transición alguna, hundíase la cama y todo lo demás en una oscuridad completa. Klara se apoyó en un barrote de la cama y ya sólo tuvo ojos para Mack.
—Salud —dijo Mack tendiéndole la mano a Karl. Toca usted bastante bien; hasta ahora yo sólo conocía su habilidad en la equitación.
—Hago una cosa tan mal como la otra —dijo Karl—. Si hubiera sabido que estaba escuchando usted, seguramente no habría tocado. Pero su señorita... —Se interrumpió, vaciló en decir «novia», puesto que Mack y Klara evidentemente ya dormían juntos.
—Ya lo presentía yo —dijo Mack—, por eso Klara tuvo que atraerle a usted desde Nueva York hasta aquí, pues de otro modo su música jamás hubiera llegado a mis oídos. Es por cierto una interpretación propia de un novicio, y aun en esas canciones que usted estudió bien y cuya composición es muy primitiva ha cometido usted algunas faltas; pero, de todas maneras, el oírlo fue un gusto para mí; sin considerar, en absoluto, que no desprecio la ejecución de nadie. ¿Pero no quiere usted sentarse y quedarse un rato más con nosotros? Klara, ¿por qué no le acercas una silla?
—Se lo agradezco —dijo Karl atropelladamente—. No puedo quedarme, aunque me gustaría permanecer aquí. Demasiado tarde llego a enterarme de que hay en esta casa cuartos tan agradables y cómodos.
—Estoy reconstruyendo toda la casa de esta manera —dijo Mack.
En ese instante resonaron doce campanadas rápidas, una tras otra, con breves intervalos, cayendo el golpe de una dentro aún de la resonancia de la anterior. El soplo de esa gran agitación de las campanas llegó hasta las mejillas de Karl. ¡Qué aldea era ésta que poseía semejantes campanas!
—Es tardísimo —dijo Karl; tendió a Mack y a Klara sus manos sin coger las de ellos y salió corriendo al pasillo. Allí no encontró el farol y lamentó haber dado al sirviente la propina con tanta precipitación.
Se disponía a marchar a tientas, palpando la pared, hasta la puerta abierta de su cuarto; pero apenas hubo recorrido la mitad de ese camino vio al señor Green acercarse presuroso, tambaleante. En la mano, con la cual además sostenía la vela, llevaba una carta.
—Pero, ¿por qué no viene usted, Rossmann? ¿Por qué me hace usted esperar? ¿Qué anduvo haciendo en el cuarto de la señorita Klara?
«He aquí muchas preguntas —pensó Karl—. Y ahora, para colmo, me está apretando contra la pared»; pues, en efecto, el otro se le puso delante, muy junto a él, y Karl se quedó con la espalda pegada a la pared. El tamaño que cobraba Green en ese pasillo era francamente grotesco y Karl se planteó, aunque en broma, la cuestión de si acaso habría devorado al buen señor Pollunder.
—Verdaderamente no es usted hombre de palabra. Promete bajar a las doce y en vez de hacerlo ronda la puerta de la señorita Klara. Yo en cambio le he prometido una cosa interesante para medianoche y aquí estoy ya, y se la traigo. —Y diciendo esto le entregó a Karl la carta.
En el sobre decía: «A Karl Rossmann, para ser entregado personalmente a medianoche, dondequiera que se le encuentre».
—Al fin y al cabo —dijo el señor Green mientras Karl abría la carta— ya es, creo yo, bastante digno de reconocimiento el que yo haya venido ex profeso desde Nueva York por usted, de manera que no está nada bien que me haga correr detrás de usted por estos pasillos.
—¡De mi tío! —dijo Karl apenas hubo mirado la carta—. Ya me lo esperaba —dijo dirigiéndose al señor Green.
—Que lo haya esperado usted o no, me resulta tremendamente indiferente. Pero lea usted de una vez —dijo arrimándole a Karl la vela.
A su resplandor, Karl leyó:
Querido sobrino: como ya lo habrás advertido durante nuestra convivencia, por desgracia en exceso breve, soy íntegramente un hombre de principios. Esto no sólo es muy desagradable y triste para quienes me rodean, sino también para mí; pero a mis principios debo todo lo que soy y nadie tiene el derecho de exigir que yo niegue mi existencia sobre la tierra tal como soy; nadie, tampoco tú, querido sobrino mío, aunque tú precisamente serías el primero de toda la fila si alguna vez se me ocurriese tolerar semejante ataque general contra mí. Entonces serías precisamente tú a quien más me gustaría recoger y levantar en alto con estas dos manos con las que ahora escribo y sostengo el papel. Pero, puesto que por el momento nada indica que tal cosa pudiera suceder alguna vez, resulta indispensable que, después del suceso