— VII —
Acuarela
Primavera. Ya las azucenas floridas y llenas de miel han abierto sus cálices pálidos bajo el oro del sol. Ya los gorriones tornasolados, esos amantes acariciadores, adulan a las rosas frescas, esas opulentas y purpuradas emperatrices; ya el jazmín, flor sencilla, tachona los tupidos ramajes como una blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las damas elegantes visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los abrigos invernales.
Y mientras el sol se pone, sonrosando las nieves con una claridad suave, junto a los árboles de la Alameda que lucen sus cumbres resplandecientes, su esbeltez solemne y sus hijas nuevas, en un polvo de luz, bulle un enjambre humano, en un ruido de música, cuchicheos vagos y palabras fugaces.
He aquí el cuadro. En primer término está la negrura de los coches que esplende y quiebra; los últimos reflejos solares; los caballos orgullosos con el brillo de sus arneses, con sus cuellos estirados e inmóviles de brutos heráldicos; los cocheros taciturnos, en su quietud de indiferentes, luciendo sobre las largas libreas los botones metálicos flamantes; y en el fondo de los carruajes, reclinadas como odaliscas, erguidas como reinas, las mujeres rubias de los ojos soñadores, las que tienen cabelleras negras y rostros pálidos, las rosadas adolescentes que ríen con alegría de pájaro primaveral; bellezas lánguidas, hermosuras audaces, castos lirios albos y tentaciones ardientes.
En esa portezuela está un rostro apareciendo de modo que semeja el de un querubín; por aquélla ha salido una mano enguantada que se dijera de niño, y es de morena tal que llama los corazones; más allá se alcanza a ver un pie de Cenicienta con su zapatito oscuro y media lila, y acullá, gentil con sus gestos de diosa, bella con su color marfil amapolado, su cuello, real y la corona de su cabellera, está la Venus de Milo, no manca, sino con dos brazos, gruesos como los músculos de un querubín de Murillo, y vestida a la última moda de París.
Más allá está el oleaje de los que van y vienen: parejas de enamorados, hermanos y hermanas, grupos de caballeritos irreprochables: todo en la confusión de los rostros, de las miradas, de los colorines, de los vestidos, de las capotas, resaltando a veces en el fondo negro y aceitoso de los elegantes sombreros de copa, una cara blanca de mujer, un sombrero de paja adornado de colorines, de cintas o de plumas, o el inflado globo rojo de goma que pendiente de un hilo lleva un niño risueño, de medias azules, zapatos charolados y holgado cuello a la marinera.
En el fondo, los palacios elevan al azul la soberbia de sus fachadas, en las que los álamos erguidos rayan columnas hojosas entre el abejeo trémulo y desfalleciente de la tarde fugitiva.
— VIII —
Un retrato de Watteau
Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de luces opacas derrama la languidez de su girándula por todo el recinto. Y he ahí que al volverse ese rostro, soñamos en los buenos tiempos pasados. Una marquesa contemporánea de madama de Maintenán, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su tocado.
Todo está correcto: los cabellos, que tienen todo el Oriente en sus hebras, empolvados y crespos; el cuello del corpiño, ancho y en forma de corazón hasta dejar ver el principio del seno firme y pulido; las mangas abiertas, que muestran blancuras incitantes; el talle ceñido que se balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, el pie pequeño en el zapato de tacones rojos.
Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo maravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá un recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto, tras la estatua de algún silvano, en la penumbra.
Vese la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos; calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y sonrosada. Y piensa y suspira; y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de aroma femenino que hay en un tocador de mujer.
Entretanto, la contempla con sus ojos de mármol una Diana que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pámpanos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas argentinas, mientras en el plafón en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y azulado, sobre el lomo de toro robusto y divino, la bella Europa, entre los delfines áureos y tritones corpulentos, que sobre el vasto ruido de las ondas hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles.
La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y calza las manos en seda; ya rápida se dirige a la puerta donde el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentil, a esa aristocrática santiaguesa, que se dirige a un baile de fantasía de manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles.
— IX —
Naturaleza muerta
He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos; que hacen pensar en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas de té.
Junto al tiesto, en una copa de la ornada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; pero doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo y como esperando el cuchillo de plata que debla rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña.
Acerquéme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera; las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas, de cristal.
— X —
Al carbón
Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acompañando la antífona, llenando la nave con su armonía gloriosa. Los cirios ardían goteando sus lágrimas de cera entré la nube de incienso que inundaba los ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allí en el altar, el sacerdote, todo resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería, bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.
De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo, de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesonario. Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de lis, y en la negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada momento aumentaba lo oscuro del fondo, y entonces, por un ofuscamiento, me parecía ver aquella faz iluminarse con una luz blanca misteriosa, como la que debe de haber en la región de los coros prosternados y de los querubines ardientes; luz alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa que baña los ramos de lirio de los bienaventurados.
Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema admirable para un estudio al carbón.
— XI —
Paisaje
Hay allá, en las orillas de la laguna de la Quinta, un sauce melancólico que moja de continuo su cabellera verde en el agua, que refleja el cielo y los ramajes como si tuviese en su fondo un país encantado.
Al viejo sauce llegan aparejados los pájaros y los amantes. Allí es donde escuché una tarde —cuando del sol quedaba apenas en el cielo un tinte violeta que se esfumaba por las ondas, y sobre el gran Andes nevado un decreciente color de rosa, que era como tímida caricia de la luz enamorada—, un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en la cumbre.