Rubén Darío

Rubén Darío: Cuentos completos


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hospedaje, que le fue concedido; y a los últimos rayos del sol, escribió con la punta de un puñal en la corteza de un árbol ciertas palabras. Ajustó a una flecha la corteza en que había escrito, y poniendo en comba el arco, lanzó el hierro, que fue a clavarse en la madera de la ventana. Una mano blanca y delicada tomó la flecha, y unos ojos azules y húmedos leyeron en la corteza algo que era un anuncio de libertad.

      Más de la medianoche sería cuando de la choza del pescador en que estaba el caballero Armando salieron dos personas; se dirigieron a una barca, y ya en ella, moviendo los remos silenciosamente, surcaron las aguas del río y llegaron hasta tocar el grueso y mojado paredón de la fortaleza feudal. Irguióse uno de los que iban en la barca y dio un silbido que imitó el de un pájaro. Inmediatamente se abrió la ventana del castillo, y a lo largo del muro se extendió una escala de seda; por ella subió el que había silbado y después bajó con una carga preciosa que depositó en la embarcación.

      —¡Armando!

      —¡Marta!

      Se oyó el ruido de un beso; y, siguiendo la corriente del caudaloso Rhin, se deslizó la barca ligera y silenciosa.

      Ya comprenderás, Adela, que los tres que van a merced de las aguas no son otros que el caballero Armando, la linda Marta y el pescador.

      Poco después de la fuga de los amantes, turbó el silencio del castillo una algazara espantosa; los halconeros enanos y rechonchos gritaban; los siervos de la mesnada corrían de un lugar a otro, y el guardián del recinto, viejo escudero del padre de Marta, buscando por todas partes a la doncella, repartía a todos ellos sendos golpes.

      Viendo que no se hallaba en el castillo, y habiendo advertido en la ventana la escala de seda, mandó echar embarcaciones al río; y él y todos los guardas de las torres se lanzaron en persecución del raptor y de la dama.

      La aurora rubicunda empezaba a abrir sus párpados sonrosados y a enseñar el encanto de su lindo rostro, y a vestir de luz la copa de los altos pinos de los bosques. ¡Allá va el esquife de los amantes! Boga, boga, remero, que a los lejos se distinguen unas barcas, y quizá son perseguidores de los enamorados.

      En dulce coloquio embriagador y radiantes de pasión iban Marta y Armando el caballero, cuando se miraron de pronto rodeados de las gentes del castillo que en su busca iban.

      —¡Tenéos! —gritó el celoso guardián alzando un venablo y apuntando al caballero.

      —¡Boga! ¡Boga, remero! —decía aquél apretando contra su pecho a la hermosa joven, que, toda asustada, temblaba como una hoja al soplo del viento.

      Lanzó el hierro el guardián furioso contra el valiente joven, con gran fuerza; mas resbalando por la fina coraza del armado caballero, fue a clavarse en el blanco seno de la linda Marta.

      Un grito de horror salió de todos los pechos.

      De la roja herida brotó un chorro purpúreo; y pálida y moribunda, abrazándose al mancebo, sólo pudo decir la desgraciada doncella:

      —¡Amor mío!…

      Ciego, loco y arrebatado, el joven Armando la estrechó fuertemente, le dio un beso en la boca y dijole así:

      —Ya que nuestro amor no pudo ser en la tierra, yo te seguiré para que sea en el cielo.

      Después la alzó en sus brazos y se precipitó con ella en el río. Las aguas tranquilas recibieron a los amantes, se tiñeron de sangre, luego… no se vio nada más.

      Algún tiempo después murió el anciano padre de Marta encerrado en su castillo; y los trovadores hallaron buen asunto en el suceso para cantar baladas a las lindas mujeres.

      Sólo quedan ruinosos vestigios de la feudal mansión; y el recuerdo de aquellos hechos corre de boca en boca entre los habitantes de la brumosa Germania.

      Este es, graciosa Adela, el cuento que te había ofrecido; vago y nebuloso como las orillas del Rhin.

      a

      (Tradición nicaragüense)

      Cuando y cuando que se me antoja he de escribir lo que me dé mi real gana: porque a mí nadie me manda, y es muy mía mi cabeza y muy mías mis manos. Y no lo digo porque se me quiera dar de atrevido por meterme a espigar en el fertilísimo campo del maestro Ricardo Palma; ni lo digo tampoco porque espere pullas del maestro Ricardo Contreras. Lo digo sólo porque soy seguidor de la Ciencia del buen Ricardo. Y el que quiera saber cuál es, busque el libro; que yo no he de irla enseñando así no más, después que me costó trabajillo el aprenderla. Todas estas advertencias se encierran en dos: conviene a saber: que por escribir tradiciones no se paga alcabala; y que el que quiera leerme que me lea; y el que no, no; pues yo no me he de disgustar con nadie porque tome mis escritos y envuelva en ellos un pedazo de salchichón. ¡Conque a Contreras, que me ha dicho hasta loco, no le guardo inquina! Vamos, pues, que voy a comenzar la narración siguiente:

      «Allá por aquellos años, en que ya estaba para concluir el régimen colonial, era gobernador de León el famoso coronel Arrechavala, cuyo nombre no hay vieja que no lo sepa, y cuyas riquezas son proverbiales; que cuentan que tenía adobes de oro.

      »El coronel Arrechavala era apreciado en la Capitanía General de la muy noble y muy leal ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala.

      »Así es que en estas tierras era un reyecito sin corona. Aún pueden mis lectores conocer los restos de sus posesiones pasando por la hacienda Los Arcos, cercana a León.

      »Todas las mañanitas montaba el coronel uno de sus muchos caballos, que eran muy buenos, y como la echaba de magnífico jinete daba una vuelta a la gran ciudad, luciendo los escarceos de su cabalgadura.

      »El coronel no tenía nada de campechano; al contrario, era hombre seco y duro; pero así y todo tenía sus preferencias y distinguía con su confianza a algunas gentes de la metrópoli.

      »Una de ellas era doña María de…, viuda de un capitán español que había muerto en San Miguel de la Frontera.

      »Pues, señor, vamos a que todas las mañanitas a hora de paseo se acercaba a la casa de doña María el coronel Arrechavala, y la buena señora le ofrecía dádivas, que, a decir verdad, él recompensaba con largueza. Dijéralo, si no, la buena ración de onzas españolas del tiempo de nuestro rey don Carlos IV que la viuda tenía amontonaditas en el fondo de su baúl.

      »El coronel, como dije, llegaba a la puerta, y de allí le daba su morralito doña María; morralito repleto de bizcoletas, rosquillas y exquisitos bollos con bastante yema de huevos. Y con todo lo cual se iba el coronel a tomar su chocolate».

      Ahora va lo bueno de la tradición.

      «Se chupaba los dedos el coronel cuando comía albóndigas, y, a las vegadas, la buena doña María le hacía sus platos del consabido manjar, cosa que él le agradecía con alma, vida y estómago.

      »Y vaya que por cada plato de albóndigas una saya de buriel, unas ajorcas de fino taraceo, una sortija, o un rollito de relumbrantes pelucones, con lo cual ella era para él afable y contentadiza.

      »He pecado al olvidarme de decir que doña María era una de esas viuditas de linda cara y de decir ¡Rey Dios! Sin embargo, aunque digo esto, no diré que el coronel anduviese en trapicheos con ella. Hecha esta salvedad, prosigo mi narración, que nada tiene de amorosa aunque tiene mucho de culinaria.

      »Una mañana llegó el coronel a la casa de la viudita.

      »—Buenos días le dé Dios, mi doña María.

      »—¡El señor coronel! Dios lo trae. Aquí tiene unos marquesotes que se deshacen en la boca; y para el almuerzo le mandaré… ¿qué le parece?

      »—¿Qué, mi doña María?

      »—Albóndigas de excelente picadillo, con tomate y chile, y buen caldo, señor coronel.

      »—¡Bravísimo! —dijo riendo el rico militar—.